"Escribí una historia sobre la muerte que rompe todo tabú": Anna Starobinets

La autora relata su historia y la “falta de humanidad” en el sistema de salud de ese país ante un aborto por razones médicas

Anna Starobinets, escritora | Especial
Rainer Matos Franco
México /

Cuando me propusieron entrevistar a Anna Starobinets en Moscú acepté sin chistar. No conocía Tienes que mirar (Posmotri na negó, 2017), que en 2021 publica Impedimenta en español, en la traducción de Viktoria Lefterova y Enrique Maldonado. Desde la primera página —una vez entablado el contacto con la autora— comencé a preguntarme si sería pertinente que yo, un hombre, hiciera esta entrevista. Aparte de algunas novelas, Starobinets escribe cuentos para niños y cuentos de terror. O sea: ficción. Y uno no espera que su historia más aterradora sea la única que es real. A medio libro el nudo en el estómago ya era considerable. Más de una vez me pasó por la cabeza cancelar la entrevista, pero hubiera sido muy poco profesional. Lo que tanto llaman “ansiedad” me envolvió en sudor a cada página. Nunca había leído algo que me produjera tanta revulsión.

No soy mujer. Nunca seré madre. Jamás podré entender lo que representa la pérdida de una vida que crece dentro de mí sabiendo que muy probablemente nazca —irónicamente— muerta. No pretendo “ponerme en sus zapatos”. No se puede. Por esa razón, valiéndome de una pizca de prudencia, algunas de las preguntas que formulé a Anna tienen autoras propias: Valeria Matos, Érika Jordán, Adriana Pineda y Reguina Musayelián, quien me acompañó en la entrevista (sus preguntas llevan las iniciales “RE”). A ellas agradezco ordenar mis ideas, aportar las suyas y reformular algunas de mis preguntas en un tono más táctil. Gracias a Aliona But por la transcripción. Y gracias a Anna por su disposición y sencillez.

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Anna Starobinets no se escuda en la impersonalidad del autor. En el prólogo advierte que la historia es real, fiel a los hechos, con nombres y apellidos, y que es su historia. Es su experiencia. Es su hijo. La propia Starobinets se opone radicalmente al “principio de no recordar” lo que le ocurrió: abortar un bebé a las 20 semanas de embarazo. Tienes que mirar habla no tanto sobre esa pérdida. Es, más que nada, un recuento del aciago proceso que transcurrió a fines de 2012, desde que supo que el feto tenía los riñones cinco veces más grandes de lo normal hasta su visita a una clínica en Berlín, donde buscó el trato humano y la empatía que no halló en ninguna clínica de Moscú. Es, en una frase, una denuncia de lo que ella llama “falta de humanidad” en el sistema de salud de Rusia.

Anna Alfredovna Starobinets nació en 1978 en Moscú. Es hija de un geofísico y una programadora, lo que quizás explique la condensación entre tecnología y naturaleza que se asoma a menudo en su obra. Estudió en la Facultad de Filología de la Universidad Estatal de Moscú. Es escritora, periodista y crítica literaria en diversos medios de Rusia y guionista para cine y televisión, además de encabezar varios talleres de escritura fantástica. Su esposo fue el también escritor y guionista apátrida Aleksandr Garros, quien como tantos rusos de Letonia estaba privado de ciudadanía en ese país por motivos políticos. Garros murió de cáncer en 2017, tras la publicación original de Tienes que mirar. En 2018 la Sociedad Europea de Ciencia Ficción otorgó a Anna Starobinets el premio a “Mejor Escritora” del género. En su afán por las analogías cortas de miras, la revista Rolling Stone la llamó “la Stephen King rusa” y la BBC “la reina rusa del horror”. Acaso en cuanto al horror irracional combinado con la fábula sea más cercana a la maestría breve de Robert Aickman y la fantasía de Horacio Quiroga —con todo y la debilidad por los insectos—. La editorial Nevsky Prospects ha traducido las siguientes obras de Starobinets al español: las antologías de cuentos Una edad difícil (Perejodny vozrast, 2005) y La glándula de Ícaro (Ikarova zheleza, 2013), además de las novelas Refugio 3/9 (Ubezhishche 3/9, 2006) y la distópica El vivo (Zhivushchii, 2011), a medio camino entre Nosotros de Yevgueni Zamiatin y Blade Runner.

Anna me cita el 26 de febrero de 2021 en el agitado café Dom-12 en Moscú, a unos pasos de la Embajada de Siria (es difícil saber en cuál de los dos edificios hay más actividad últimamente). Al principio no la reconozco porque se ha dejado crecer el cabello, rojizo y ondulado. Pese a que su inglés es perfecto, la entrevisto en ruso para que se sienta más cómoda y que no se pierda nada. A lo largo de la entrevista, cuando no voltea al techo, me observa fijamente. A pesar de su buen semblante, su mirada, difícil de sostener, revela una tristeza interior inconmensurable, el mejor ejemplo de que con solo 42 años la vida la ha vapuleado. Resulta imposible no evocar la mirada de otra Anna, también rusa, también escritora, también vapuleada por la vida.

En cursivas entre corchetes van mis notas encima de la transcripción.

RM. Anna Alfredovna…

AS. Ay Dios, no. No es necesario [llamarme por el patronímico].

RM. Perdón. Anna: tu libro Tienes que mirar se lee fácilmente, pero es muy difícil de digerir. Los temas (falta de humanidad en el sistema de salud, maternidad, feminidad) son muy actuales en Rusia y en países hispanohablantes. ¿En qué radica el éxito de tu libro?

AS. Bueno, en primer lugar, yo dudaría de la palabra “éxito”. No estoy segura de que es adecuada. Sí, este libro comunica bien. En Rusia tuvo buena prensa. Casi todas las publicaciones periódicas escribieron sobre él. Pero no creo que lo que vino después de su publicación pueda considerarse éxito, porque al inicio hubo un gran escándalo en redes sociales, medios y en el mundo de los premios literarios. Fue nominado a un premio en el que el jurado rehusó… bueno, en suma, dijeron que eso no era literatura y no merecía colarse a la lista final, por ejemplo. En general el libro produjo una discusión acalorada que no en todo momento fue, por decirlo de algún modo, “civilizada”. Así que la palabra “éxito” me… [risas]. Normalmente por “éxito” entendemos algo distinto a una discusión acalorada. Pero en Rusia el secreto radica en que fue el primer libro que habla acerca de ese tema. Aquí todo lo relacionado con… ¿cómo decirlo?... la ginecología es tabú y, por lo general, no es agradable hacer público lo que se conoce como “asuntos femeninos” [zhenskie dela], y aún menos considerarlo literatura. Hay un elemento adicional: esta no es una historia positiva (“una mujer dio a luz a un niño”), sino que trata acerca de la muerte. Se rompen todos los tabúes que se pueden romper: el desprecio por los doctores rusos o lo que se conoce como “sacar la basura de la choza” [hacer público algo íntimo]. Y en general este libro rompe acuerdos sociales de muchos años —incluso de muchos siglos—, uno de los cuales es reciente (digamos, soviético) y es muy espartano: si te sientes mal, y si te das a respetar, debes callar. Si tú sientes dolor y hablas sobre él, si lo gritas, significa que eres débil. Eso en primer lugar. En segundo, desde tiempos inmemoriales, en siglos pasados, todo lo relacionado no exactamente con el parto, sino con el aborto, natural o artificial, es de una suciedad inconcebible, muy obscena y no se permite hablar de ello. Hay que callar. Por eso cuando por vez primera se rompe cualquier tabú surge una reacción agitada, tanto por el lado de quienes se oponen al tabú, como por quienes de algún modo han sufrido por ello, han callado y, por fin, alguien les ha dado voz.

RE. Sobre esa línea, ¿hubo problemas tras la publicación del libro? Porque si hablamos acerca de temas espinosos, y de que en Rusia no es agradable hablar de ellos, muy probablemente quienes buscan publicar un libro que sale de los cánones establecidos, pues…

AS. Sí, sí, claro. Entiendo. Prácticamente nadie quería publicar el libro. Todos tenían miedo. Y eso a pesar de que no es mi primer libro. Realmente soy una escritora bastante conocida en Rusia y no suelo tener problemas al publicar textos. Y en este caso sí. Mis agentes literarios buscaron por mucho tiempo una editorial que se atreviera a publicar eso. Nos rechazaban porque, decían, “es un tema horrible, a la gente le encanta lo positivo, nadie va a comprar eso, nadie va a leerlo”. Sobre todo, que era desagradable, lóbrego, que la gente no quería eso. Por ende, al final, cuando Varia Gornostáyeva, editora, recibió el texto a pesar de todo, me pareció que era más que nada un gesto amable de su parte. Y de la misma forma en que yo escribí el libro como si estuviese cumpliendo una misión social, ella lo publicó —sin ninguna duda— no por consideraciones de carácter, digamos, económico, sino de responsabilidad social. A fin de cuentas, el libro resultó exitoso. Se vende muy bien. Ya hubo muchos tirajes y reimpresiones. Y el editor también fue recompensado de alguna forma por ese atrevimiento.

RM. Pero también hubo consecuencias positivas, ¿no? Por ejemplo, leí que un doctor que mencionas por nombre y apellido en Tienes que mirar renunció tras su publicación…

AS. Pues sí, hubo un doctor que quizás renunció por cuenta propia o lo obligaron. Pero sí, renunció. Supuestamente otro doctor, el más viejo, Demídov, quien llevó a los estudiantes a mi ultrasonido, se quedó en esa clínica, pero tengo entendido que le prohibieron el trabajo directo con pacientes. Sin embargo, no he podido verificar esa información. Puede ser que me lo dijeron solamente para que me calmara. Si hablamos de retroalimentación, durante los primeros meses tras la publicación del libro recibí (no miento) cientos de mensajes de mujeres por redes sociales. Todos me drenaron el alma. Me contaban sobre sus historias, cómo les afectó a ellas, sus propios horrores y dolores, y me agradecieron por el libro. Pero también recibí mensajes furiosos, diciendo lo que ya comenté: que el dolor debe procesarse en silencio, que en realidad yo escribí el libro para sacar provecho a mi propio dolor y demás.

RE. Así que de alguna manera “se quebró el hielo” tras la publicación del libro, ¿no crees? ¿Hay esperanza de que entre nosotros [los rusos] se resuelvan así ciertas cuestiones, de forma civilizada, desde el punto de vista ético, y que con delicadeza nos aproximemos a la estabilidad psicológica de la persona que pasó por cierta situación?

AS. Pues en cierto sentido sí se quebró. En la clínica de la que habla el libro, por ejemplo, abrieron cursos para enseñar al personal médico cómo dar malas noticias a los pacientes, para que sea ético y no traumarlos. Hasta llevaron actores. Aunque de todos modos la práctica es, en principio, que en las instituciones médicas no hay cursos dedicados a la ética de la comunicación con el paciente. Cada quien se conduce según su entender. Eso es lo primero. En segundo lugar, en la bodega del hospicio “La casa con el faro” [Dom s mayakom] organizaron un departamento especial para mujeres cuyos embarazos terminan mal, es decir con probabilidad de que el bebé nazca muerto o que no viva mucho. Allí les dan la oportunidad de completar el embarazo de forma, digamos, normal, humana, bajo supervisión médica y sin toda esa presión, si así lo desean. La apertura de este departamento es realmente un cambio tectónico. Es gratificante caer en la cuenta de que tu libro provocó esto. Asimismo, muchísimos médicos leyeron este libro. Realmente produjo una gran impresión en el ámbito médico y sé de casos —sin decir nombres—, como el de una clínica privada para mujeres, en la que el director obligó a todos a leer el libro. Sin duda no es agradable cuando tu libro se convierte en obligación para alguien, pero como gesto me parece fabuloso. O sea, para que los doctores evalúen cómo se perciben sus palabras y acciones desde este lado. Y eso es mejor que nada, aunque en general creo que lo más correcto sería una situación como la de Alemania, donde en cualquier clínica te tratan sin importar el diagnóstico del embarazo y puedes prolongarlo sin necesidad de bajar a un sótano o ir a un hospicio. En tercer lugar, para mí era muy importante que, a partir de lo que me ocurrió con este bebé mortinato, hubiese algún sentido. Y todo me resulta más fácil cuando sé que, a fin de cuentas… bueno, él no pudo gozar de ninguna vida y, sin embargo, él de alguna manera cambió algo, de forma muy profunda.

RM. Como extranjero, y como investigador de Rusia y su historia, siempre me topo con prejuicios sobre el país y, por desgracia, fuera de Rusia casi es imposible hablar con objetividad sobre ella. Probablemente dentro también, pero en tu caso hablas específicamente del sistema de salud ruso desde dentro. ¿Cómo leer Tienes que mirar fuera de Rusia en medio de un contexto de rusofobia generalizado como el de ahora, que además pasa por un tema de salud con la vacuna Sputnik V?

AS. Es una pregunta interesante. Yo solamente puedo hablar acerca de la reacción de quienes leyeron mi libro, sí, en otros países, en principio rusoparlantes. Originalmente el libro se publicó únicamente en ruso, aunque ahora que se tradujo al inglés he recibido la retroalimentación de lectores angloparlantes. Pero cuando se publicó en ruso lo leyeron personas rusoparlantes que viven en distintos países y bueno… hay muchas historias. Todo el tiempo me escriben lectores diciéndome que pasaron por una situación similar en tal o cual país. Desde Inglaterra (claro, allá la situación es distinta, aunque con similitudes indudables) recibí el testimonio de una mujer que decía haber pasado por una situación parecida en su sistema de salud. Sólo que allá eso es una excepción y aquí [en Rusia] es generalmente la norma. ¿Cómo leer el libro dentro de la relación con el país? Pues como es. Yo escribí la verdad. Definitivamente no era mi propósito ennegrecer ni blanquear a Rusia de ninguna manera frente a la comunidad internacional. Simplemente esa es la situación en el plano médico y esta aproximación, no sé, al embarazo, a todo esto, necesita revisarse. Parto de la idea de que cualquier publicidad es mejor que el silencio. Es decir, por un lado claro que piensan mal: “allá [en Rusia] están un siglo atrasados con respecto a nosotros”. Por otro lado puede ser que quede claro de dónde viene esto, por decirlo así; por qué la gente se comporta como que se comporta, por qué la agresión [del personal médico ruso]. Por ejemplo, si tú te acostumbras a que el sistema sea agresivo contigo, tú también sales de él siendo agresivo. No lo sé. Me interesaría mucho en general saber sobre algún otro país desde el punto de vista no global, sino desde un ángulo más definido. Yo no puedo saber, por ejemplo, si la medicina es “organizada” en México. No sé qué camino sigue una mujer en México en una situación así. Me interesaría mucho saberlo, por cierto.

RM. Es casi lo mismo. [Le cuento a Anna sobre el aborto en México, en qué estados es legal por decisión propia, en cuáles se permite por motivos médicos y en cuáles se penaliza. En Rusia el aborto es totalmente legal desde 1920, con un interludio prohibicionista fuera de motivos médicos entre 1936 y 1955. Le cuento que en hospitales privados el trato suele ser mejor que en hospitales públicos.]

AS. Simplemente me parece que, tanto en países hispanohablantes como en Rusia, por aquí y por allá, son temas tabú aunque por razones diversas. O sea, aquí en Rusia el problema radica en que una mujer en esta situación no tiene la posibilidad de consumar el parto y permitir a su bebé nacer. Ella va a… la van a obligar a interrumpir el embarazo, aunque sea avanzado. Al mismo tiempo, por lo que entiendo sobre México, incluso si la mujer lo deseara, se trata de algo agobiante de entrada. La situación es agobiante. Aunque sea por voluntad propia, ella puede encontrarse con cierta censura social si decide interrumpir su embarazo.

RM. Me interesa tu percepción sobre Alemania. En la literatura rusa clásica los alemanes eran la imagen inversa de los rusos, el gran “Otro” que al mismo tiempo definía el “alma rusa” por su contrario. Pienso en Oblómov de Goncharov, El cocodrilo de Dostoyevski, El duelista de Turguéniev. Incluso en las Memorias de la casa de los muertos Dostoyevski menciona a un campesino ruso que tiene miedo de entrar a un hospital alemán por su rutina, orden y exactitud. Tú sin desearlo del todo retomas esa oposición…

AS. Con qué cosa tan interesante me has salido…

RM. Todo para preguntar: ¿por qué crees que en Rusia la población, en especial las mujeres, se acostumbran a un sistema de salud en el que, para decirlo con tus propias palabras en Tienes que mirar, “el dolor es la norma”?

AS. Es una gran pregunta, me gusta. De hecho, claro, cuando yo fui a Alemania no tenía ningún concepto cultural en la cabeza, pero después, post facto, sin duda aparecen. Durante el debate sobre el libro [en Rusia] muchos escribieron que, bueno… He aquí Rusia, un país con alma, emoción, pasión. Que en ella hay doctores con manos de oro, con un alma de oro. Sí, pueden decir malas palabras, pero lo más importante es que tienen un alma de oro y que te salvan la vida. Al final hacen lo que tienen que hacer. Simplemente están “cansados”, tienen sueldos bajos, o sea que se desgastan para salvar a la gente. Y que entonces yo cometí un crimen al deshonrarlos. Y en cambio los doctores alemanes —y aquí te parafraseo el resumen de mis críticos— son desalmados, actúan por protocolo y hasta sonríen siguiendo el protocolo, lo cual de hecho es cierto (yo no pienso que todos los doctores que me atendieron, sinceramente, de todo corazón tenían lástima por mí, sino que simplemente allá [en Alemania] es normal comportarse así). Y que entonces esa simpatía es artificial, falsa, que son como robots fríos sin alma. Sólo que yo, como paciente, jamás me topé con esa mentada alma rusa cuando la pasé mal. Prefiero que me atienda un robot, que sea correcto conmigo, respetuoso y que no te obligue a sentir dolor. Y que, a tiempo, siguiendo el protocolo, me inyecte anestesia. En Rusia, en la medida en que el dolor es la norma, se trata de algo que realmente “te eleva”, a ti y al doctor que ve cómo gritas. Ambos de alguna forma conectan muy alto en este mundo de sufrimiento. En Alemania todo es muy simple, no hay dolor. En algún momento, no relacionado con esta experiencia ni con este libro —por cierto, también en Alemania—, discutí con una amiga sobre cómo ella pensaba dar a luz, y me dijo:

—Estoy pensando no aplicarme la [anestesia] epidural, sino dar a luz yo misma.

—Pero ¿por qué? Te va a doler.

—Es que para el bebé puede ser dolorosa.

—Eso son tonterías, la medicina actual hace tiempo se apartó de esos pensamientos.

—Bueno, tienes razón. Es que hace poco llegué a la clínica y escuché que alguien gritaba al parir. Y entonces mi amiga alemana dijo “Ay, alguien está gritando. Debe ser rusa”.

Y es que las alemanas no gritan, todo se hace sin dolor. Si alguna mujer grita durante el parto seguramente será rusa, que por sí misma rechazó la epidural. Así que… sí, esas yuxtaposiciones existen. No sé si han escuchado sobre un espectáculo que se hizo a partir de mi libro. Lo concibió un director de San Petersburgo, Román Kaganóvich, muy talentoso, y se presenta allá una vez al mes. El espectáculo es sensacional, todo un burlesque con canciones y bailes. Es difícil concebir algo así, pero así es. Y en él los doctores alemanes aparecen como robots, o ni siquiera como robots, sino algo incomprensible… ¡salen con máscaras de gas! Toda la obra es pura sátira. Los doctores rusos aparecen tan lascivos… el director llevó el tema hasta lo grotesco. Nuestros doctores trepan con las manos hasta los pantalones de la protagonista, se mofan, y en cambio los doctores alemanes son como zombis, con máscaras de gas y hablan de manera uniforme.

RE. En la sociedad rusa tenemos un problema en torno a la recepción social de libros como el tuyo. Probablemente Tienes que mirar inspiró a muchos autores a escribir sobre sus intimidades, a abrir su alma al público o a escribir sobre temas poco frecuentes. Pero de nuevo surge ese miedo al rechazo social, a que haya consecuencias, y creo que es algo contra lo que debemos luchar.

AS. Es un problema social, pero también de cierta inmadurez. Vuelvo al tema del premio, en el que surgió la pregunta de si el texto podía considerarse literatura y participar. La interrogante se debió a que, según las reglas del concurso (el premio se llama Bestseller Nacional), reciben cualquier libro dentro del género de no-ficción. El asunto fue que no lo consideraron ni ficción ni no-ficción, sino tan sólo mis inquietudes personales. En Occidente (Estados Unidos, Europa) desde hace muchísimos años existe el género de la literatura confesional, literatura empírica o survival literature. En fin, los nombres pueden variar, pero habla, por ejemplo, de cómo alguien padeció cáncer. Se escribe sobre algo muy personal y se le lleva a un terreno público, porque muchas personas han pasado por esa experiencia y eso siempre se lee como ayuda a otros dolientes. En Rusia eso no es para nada común. Aquí la literatura confesional sólo se encuentra en un género: “cómo me cogí a una vieja”, o al revés, “cómo me cogieron unos tipos”. Esa es la literatura confesional que tenemos —y en grandes números—. Pero en todo lo relacionado con la muerte, el nacimiento, esas cosas a veces tan serias y trágicas, sobre eso hay que callar, dejarlas dentro de uno. Y como género no solamente no es popular, sino que es realmente peligroso. No creo que, después de una respuesta como la que yo recibí con Tienes que mirar, inspiraría a alguien a seguir mi camino, porque tendrías que ser de alguna forma una persona muy impávida para sobreponerte a eso y no colapsar. Incluso creo que, por el contrario, mucha gente entendió que es mejor callar.

RM. Todas las mujeres que consulté antes de hacerte esta entrevista coincidieron en que, en general, las mujeres a menudo procesan su experiencia negativa, su dolor, absorbiéndolo, callándolo, debido a que el ambiente patriarcal se torna hostil ante la manifestación exterior de esa experiencia. En Tienes que mirar tú rompes esta norma no escrita e inefable del duelo interno. ¿Cómo se dio en ti el proceso desde dentro, desde la internalización de tu dolor hasta hacerlo público?

AS. Aparte de algunos capítulos en el libro dedicados a eso, cuando regresé de Alemania, cuando todo terminó, el tema fue motivo de silencio. Era claro que ahora había que callar y todos esperaban eso de mí. De hecho, todos pensaban que yo esperaba eso de ellos también: no recordarme lo sucedido, permitirme procesarlo e ir a lo que sigue. El asunto es que una persona que acaba de pasar por una situación así necesita hablar sobre ella. Hay un deseo de hablar y es muy difícil no hacerlo. Ese silencio me dejó pasmada. Me enteré, por ejemplo, de que mis padres sugirieron a mi hija no hablar del tema conmigo por ningún motivo, para no recordármelo. Tuve amigos cercanos a quienes sinceramente dije que quería contarles lo sucedido, y se sintieron más o menos forzados a escucharme. No creo que haya sido muy cómodo para ellos. Y de igual forma no estaban obligados a hacerlo. A fin de cuentas, por algo hay grupos para mujeres que se reponen de la pérdida de un bebé. En teoría, si esos grupos existieran [en Rusia], yo iría bajo la supervisión de un psicólogo y podría compartir mi experiencia con otras mujeres como yo. Pero, dado que en ese entonces no había tal cosa (ahora de hecho hay algunos), me vi en la necesidad de explicar a la gente que no había que actuar como si nada hubiera pasado, que eso era peor para mí. Específicamente con mi esposo fue algo muy duro. Los hombres no reaccionan de la misma forma ante esto, no se preocupan tanto como las mujeres, otra vez por el tema del tabú frente al sufrimiento, frente a las lágrimas. Por ejemplo, si te estancas en algo, o si (Dios no lo quiera) lloras, entonces no eres hombre; “hay que ser fuerte”. Y eso significa callar también. Es parte de la misma tontera espartana. Por eso mi marido también la pasó mal al hablar de esto conmigo, porque él también quería callar y ver hacia delante, y yo no se lo permitía. Constantemente yo volvía a esa situación. Y yo, siendo escritora, tenía la simple opción de procesar todo esto en un texto. No sé, sin embargo, cómo resuelve ese problema alguien que no tiene esa salida, la escritura.

RE. ¿No tuviste la iniciativa de crear algún grupo, contigo al frente, en el que las mujeres que pasaron por este problema pudiesen hablarlo?

AS. No, no. Bueno, en un inicio, ese grupo se creó solito frente a mis ojos, literalmente. O sea, publiqué este libro, fue discutido y surgió en ese momento un grupo en internet. No recuerdo cómo se llamaba. Lo fundaron mujeres que tuvieron abortos naturales o, igual que yo, por motivos médicos en un embarazo tardío, o que perdieron simplemente a su bebé después de nacer. En ese foro debatieron mi libro, más adelante decidieron contactar psicólogos y ellas mismas organizaron los mismos grupos, pero presenciales. Yo no tenía el deseo de hacerlo por mí misma. Mi filantropía tiene un límite. Y hay cosas que puedo hacer y otras que no. Yo puedo escribir, y la ayuda que puedo brindar a la gente y a la sociedad se halla en las palabras. Crear grupos y organizar esas cosas no es para mí. Creo que mi tarea es señalar que en tal o cual ámbito hay un vacío. Ya llegará alguien que tiene una superhabilidad para llenar ese vacío, pero desde luego no seré yo.

RM. ¿Qué podemos aprender nosotros, los hombres (esposos, padres, hermanos, hijos), como moraleja de tu libro?

AS. Esa es una pregunta que quizá deban plantearse ustedes mismos. El director que puso en escena la obra de Tienes que mirar decidió que todos los actores iban a ser hombres, salvo la protagonista principal. Y el papel de ella se divide entre dos actrices que la interpretan. Todos los demás personajes femeninos, las y los doctores, son interpretados por hombres. Él lo hizo así adrede. A fin de cuentas es una obra que concibió un hombre, desde su visión de hombre y reclutó a hombres para actuar en el papel de mujeres. Después del estreno todos esos actores, hombres, leyeron el libro. Muchos dijeron que a partir de eso cambiaron muchas de sus ideas sobre cómo aproximarse a una mujer, incluso cuando no hubiese perdido a su bebé, sino tan sólo después de un parto. Alguno me dijo: “me equivoqué por completo cuando mi esposa me pidió estar durante el parto y le dije que no, que eso no eran asuntos de hombres; sólo ahora entendí cuán importante era para ella”. Los hombres que en principio tienen el valor de leer el libro regularmente reconsideran algunos de sus actos y, por consiguiente, se comportan de una manera más cercana a lo que se espera de ellos… bueno, especialmente si aman a su esposa, a lo que ella esperaría. No sé cómo decirlo… En principio todo está escrito allí, no sé qué puedo añadir. Si un hombre leyó el libro atentamente, llegará a las conclusiones necesarias, supongo… Los doctores alemanes me dijeron que, según la estadística, un porcentaje considerable de mujeres que no vieron a su bebé muerto luego caen en depresión; otro porcentaje regresa, enloquecen y buscan a su bebé unos 10 años después. Ellos para todo tienen estadísticas. Otro ejemplo: según los datos, el hombre que permaneció ajeno al proceso, el marido que no participó, no vio, no apoyó y demás, casi con toda seguridad terminará divorciándose. Eso dice la estadística.

RM. Hablando de estadística, no puedo dejar de preguntar lo siguiente. En mi país, en México, según datos de la ONU, en promedio cada día asesinan a 10 mujeres…

AS. ¿Por violencia doméstica, quieres decir?

RM. Por muchos motivos, pero son 10 cada día.

AS. ¿Y a cuántos hombres?

RM. No sé la cifra exacta, pero seguramente es mayor. [Según la estadística de incidencia delictiva, publicada por el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública a fines de noviembre de 2020, en promedio hubo 98 personas asesinadas diariamente en México. Si según la ONU —también con datos de 2020— 10 de ellas eran mujeres, queda un estimado de 88 hombres asesinados diario en México en ese año. Desde luego, las razones son distintas: a ellas las matan por ser mujeres.] Además 6 de cada 10 mujeres sufrieron alguna forma de violencia doméstica por parte de sus parejas en el último año. Aunque tu libro se enlaza muy tangencialmente con estos temas, en tu experiencia también está presente el credo del feminismo clásico resumido en aquella frase que acuñó Carol Hanisch a fines de los 1960: “lo personal es político”. ¿No es así?

AS. ¿En qué sentido? [A Anna le cuesta entender mi pregunta, pues la situación de las mujeres en México le es totalmente ajena.]

RM. Bueno, por ejemplo, ahora estamos viviendo una nueva ola feminista en México, una bastante fuerte, y también en otros países de América Latina. Y en el movimiento está presente la idea de que el abuso hacia una es un abuso a todas, que lo personal es político. Que, precisamente, no hay que callar sino visibilizarlo.

AS. Personalmente no tengo ese eslogan en la cabeza y, en principio, tampoco puedo declararme feminista. Sin excepciones estoy a favor de la libertad y la igualdad de género. Lo que puedo decir es que desde hace tiempo no muchas feministas están satisfechas con mi libro. Por ejemplo, me acusaron de ser “provida”. O sea, por un lado interrumpí mi embarazo y por otro hallaron allí muchas ideas “provida”: cuando insistí en dar una oportunidad al bebé, que era un ser vivo, que tenía alma y todo eso. A las feministas radicales eso indudablemente no les gustó. Yo no me considero… este libro no lo escribí desde una posición… bueno, incluso escribí en el prefacio que es un libro sobre humanidad. La humanidad no tiene género, simplemente en el libro todo gira en torno a una mujer, y sí, hay algún momento de desigualdad, pero el tema es que los hombres no paren hijos. Si ellos parieran habría quizás más igualdad. Este libro habla acerca de que el humanismo, la calidad humana, carecen de un enfoque. Las mujeres también… bueno, ahí está la trabajadora de limpieza [con quien Anna describe un altercado en el libro]. Ella también es mujer, pero se comporta horrible. Ella es mujer y yo soy mujer… mejor dicho, mi protagonista es mujer y la denigra totalmente. Una mujer humilla a otra. Eso no es un tema de feminismo. Yo desde luego siento mucha empatía con las feministas desde el momento en que luchan contra la violencia doméstica y la desigualdad laboral, pero todos estos problemas ultracontemporáneos que ellas tienen no los siento cercanos, no me interesan para nada. No me gustan los “feminitivos” [lenguaje incluyente]; no me gustan en específico las personas que se meten con el idioma. Estoy verdaderamente harta de ellos. Muchos problemas me parecen realmente inverosímiles. A mí personalmente nadie me ha oprimido. Entiendo que en la provincia rusa la situación es completamente distinta y, en ese sentido, hay que defender a las mujeres que sufren por culpa de sus maridos, aquellas a quienes golpean. Eso sin duda. Pero este libro no habla acerca de “lo femenino”, sino de “lo humano”.

RM. Bueno, pero la maternidad sí es un tema en el libro, ¿no? Y no sólo en este, sino que es una constante en tu obra. Pienso en la maternidad resignada, casi indeseada, de Marina en Una edad difícil. También la maternidad obligada pero desprendida de Hanna en El vivo. En Tienes que mirar se refuerza el concepto de maternidad desde un sentimiento de pérdida. ¿Crees que tu obra en estos últimos 15 años refleja la transformación de tu propio concepto de maternidad?

AS. Bueno, la primera historia que mencionas, Una edad difícil, que está dentro de la compilación de cuentos homónima de 2005, es una historia de terror. Es un cuento de fantasía en el que un niño, Maxim, pasa por una edad transitoria y termina convirtiéndose en un monstruo. Su madre, Marina, de alguna manera ve que él se convierte en monstruo, pero quiere convencerse de que se trata tan sólo de una edad difícil. Ese libro fue mi debut. Lo escribí inmediatamente después de que nació mi primer bebé, una hija, y tuve una cierta crisis personal después de eso, porque en principio… Tenía una buena carrera, era editora, era directora de la sección cultural de la mejor revista de economía en Rusia. Cuando nació mi hija yo tenía 24 años y resultó que más o menos había logrado lo mínimo, que esto era una especie de techo en mi vida, y que a partir de entonces iba a cambiar pañales mientras atendía las juntas editoriales. Eso me asustó mucho y en realidad no estaba preparada psicológicamente para tener un bebé. Decidí que debía cambiar algo radicalmente en mi vida. Recordé que siempre había querido ser escritora y de inmediato empecé a escribir esas historias. Las escribía de noche. Casi no dormía por la bebé. Así que esos cuentos, y ese en particular, reflejan mi pánico ante la responsabilidad que te acecha cuando tienes un hijo. El hecho es que esta criatura está en constante desarrollo y no sabes en qué se convertirá. Por un lado respondes por ella; por otro va cambiando constantemente, crece, y sólo tú puedes ver que hay algo completamente distinto junto a ti (en sentido metafórico). De ahí surgió lo del niño-monstruo. Y claro, después el show debe continuar. Conforme logré dominar ese papel el pánico desapareció, aunque creo que más tarde cualquier madre guarda un sentimiento de culpa, especialmente las que, como yo, pierden demasiado tiempo en su trabajo. Todo el tiempo estoy en él. En principio siempre estoy ocupada, aunque obviamente hay tiempo que paso con mis hijos. Sin embargo, generalmente todo el tiempo estoy escribiendo, tengo muchos proyectos, amo mi trabajo. Y este no es un trabajo al que acudo de mala gana, deseando regresar pronto a casa. No. Me encanta y lo tomo de buena gana. Y siempre hay culpa frente a un bebé, ahora frente a mis hijos, porque no estoy siempre con ellos. Y de ahí vino esa idea sobre Hanna en la novela El vivo. La historia es distinta, pero en buena lid es una situación en la que, por un lado, recibes de tu hijo un amor incondicional y muy exigente; por otro, no puedes dárselo en esas cantidades. Luego el niño crece y de él esperas el mismo amor sin condiciones, y ahora él no está listo para dártelo. En fin. Todo eso es literatura, metáfora, asuntos simbólicos. No pienso que Tienes que mirar puede caber en este paradigma. Se trata de un tema aparte.

RM. ¿De qué forma crees que las diferentes pérdidas en tu vida han definido tu identidad como mujer, como madre y escritora? ¿Cómo influyen tus pérdidas en tu forma de concebir y plasmar tu trabajo?

AS. La pérdida de mi bebé, como lo cuento en Tienes que mirar, me dejó un vacío inconcebible en el alma que me trastocó por mucho tiempo. Lo sobrellevé de cierta forma, quizás porque escribí el libro, pero sobre todo porque después nació un nuevo bebé que, de alguna manera, llenó ese vacío. La pérdida de mi esposo, que murió inmediatamente después de la publicación del libro, fue algo tan… total. Me produjo un vacío mucho más grande en el alma que no podía llenarse con nada. No puedes sustituir a tu persona favorita con otra. Tampoco a un bebé, desde luego, pero a ese bebé ni siquiera lo conocí; se trataba más bien de la idea de mi bebé. Sin duda lo amé antes de tiempo, pero el nuevo bebé, pues… digamos que no había punto de comparación. No tuve una relación con ese bebé. Pero con mi esposo viví 12 años. Es algo que hasta la fecha no he podido superar por completo. En un inicio simplemente no podía escribir nada. Quizás algo en Facebook, y eso hice por mucho tiempo. Pensé que probablemente nunca más iba a poder escribir. Durante año y medio no pude escribir nada, nada. Ya había escrito literatura para niños, El detective salvaje (Zverskii detektiv; 2016), y ahora escribo una novela sobre eso mismo, basada también en temas de un guion que escribí junto con mi esposo, Sasha. No sólo vivíamos juntos: también trabajábamos juntos, éramos coautores. Y tenía frente a mí la tarea de reescribir el guion como novela ya sin él. Todavía no la termino, llevo dos años trabajando en ella. En los primeros capítulos tuve la impresión y el miedo de que nunca más podría escribir de manera normal. Las palabras se agrupaban, pero era como si escribiera con guantes de goma, como si no las sintiera, sin ver ninguna imagen. Normalmente, cuando escribo algo, tengo una película frente a mis ojos. Me apagaron la película, me pusieron los guantes y no logré nada. Fue muy aterrador. Después de alguna forma la película volvió y, desde luego, la novela ya no trata sobre lo que iba a tratar. Ahora es una novela de aventuras y fantasía basada en materiales históricos. Naturalmente hay mucha sangre y demás, pero va a ser sólo literatura fantástica. El resultado es distinto debido a esa experiencia: hay mucha preocupación por la muerte desde distintos ángulos, mucha fantasía. O sea, no es una novela sobre mis preocupaciones, aunque de todos modos el tema no me suelta —antes había una persona conmigo y ahora no—, y por ello todos mis protagonistas están obligados a interactuar con eso todo el tiempo. Pienso que también hay un momento cínico en esto: todo escritor en realidad le roba a la vida. Cuando tienes una experiencia poco común la arrastras a tu libro. Y en mi caso arrastro una experiencia a mi libro con cierta vergüenza. Eso es muy cínico: se trata de la muerte de tu persona favorita. Una experiencia así es tan inconcebible, tan poco frecuente, que al final utilizas algunos fragmentos de ella. Puede que te avergüences, pero los utilizas. [Este es el único momento en toda la entrevista en que la voz de Anna se quiebra ligeramente.]

RM. Gracias por esa respuesta. Conectado con ella, aunque en un tono más filosófico, ¿cómo explicar los eventos en tu vida que condicionan tu libertad de elegir? En tus escritos también hay una tensión entre el libre albedrío y la estructura social. ¿Qué influencia es más fuerte en eso? ¿Zamiatin? ¿Dostoyevski?

AS. Yo diría que la libertad individual se contrapone al destino, no tanto a una estructura social. Quizás El vivo sí trate sobre la oposición entre personalidad y una estructura social totalitaria. Pero pienso que la mayoría de mis escritos hablan de la incapacidad que tiene una persona para controlar todo. Puedes tomar tus propias decisiones, pero no puedes contar con el panorama completo, el destino. No creo en ningún dios, pero podríamos naturalmente llamar a eso “Dios”: todo el sistema conformado por otros destinos que afectan tu vida y que no puedes controlar, incluido lo que decía sobre tus propios hijos. Siempre tuve miedo de lo que escapa a mi control (enfermedades, locura), ¿sabes? Cuando dejas de ser tú misma y no puedes corregirlo. Pasa lo mismo con los adolescentes que se convierten en adultos y terminan siendo algo absolutamente distinto…

RM. ¿Monstruos?

AS. A los monstruos no los puedes controlar más, no los reconoces más como tal. Tú sigues haciendo un esfuerzo, lo que crees correcto, pero siempre debes estar preparado para hacer frente a una catástrofe. [En cuanto a influencias] están Orwell, Zamiatin y demás, aunque sólo en el caso de El vivo porque tuve cierta audacia de escribir una distopía clásica, sobre motivos contemporáneos, pero clásica. En realidad, te repito: no es una cuestión acerca de la posición del libre albedrío frente a la estructura social, porque ésta es una cosa que simplemente está ahí. Puedes sublevarte contra ella, puedes intentar cambiar algo dentro de ella e incluso llegar a comprenderla. Y yo en cambio me refiero a temas más suprasociales.

RM. Otra idea central en tus libros, vinculada con esto, es la reacción inicial frente a lo desconocido. En muchas de tus líneas encontré la frase “algo no está bien” [chto-to ne tak], casi siempre al principio de tus historias, como primera reacción frente a esa pérdida de control. Está desde luego en Tienes que mirar, en El vivo.

AS. Bueno, como dije, así se manifiesta el destino cuando algo no va bien —no porque así se construya la sociedad sino porque así se construye tu destino—. Si habláramos desde una posición creyente, se trata de los planes de Dios. Pero no soy creyente, así que yo lo llamo destino. “Algo no está bien”… es interesante que lo hayas notado. Eso tiene una explicación específica en esa primera antología, Una edad difícil. Hay un cuento ahí, Las reglas, que habla sobre… Dios, se me fue la palabra de la cabeza… el TOC (Trastorno Obsesivo-Compulsivo). A los niños les pasa seguido, cuando se lavan las manos diez veces, por ejemplo, o cuando cuentan los postes de luz o brincan sobre las grietas. Y ahí el protagonista tiene una obsesión con los objetos que, según él, no están debidamente puestos. Todo el tiempo los está acomodando de forma correcta. Él cree que de esa forma controla el caos. Ya no el destino, sino el caos. Allí está el libre albedrío, sí, en ese intento por vencer a la entropía, el colapso de todo. A fin de cuentas todos van a morir, se enferman, alguien sale herido, algo así. Y entonces el protagonista busca lidiar con el caos universal, por decirlo así, al acomodar tal o cual cosa sobre la mesa. Me parece que, cuando “algo no está bien”, puede empezar a manifestarse bajo la impresión de que, no sé, un objeto está fuera de lugar, y más adelante desemboca en una catástrofe de proporciones absolutamente universales. Hay un sentimiento que nos recubre cuando algo malo ocurre, pero sólo al principio. Quizás todavía no ha pasado nada, pero ya vemos que es inevitable. Es como un tren que ha comenzado a moverse [hacia ti] y ya no hay tiempo de apartarte del camino.

RM. Allí surge una situación en la que la persona tiene que elegir un mal menor, ¿no?

AS. Bueno, en mi literatura todo es tan sombrío que, cualquiera que sea la decisión que toma alguien, terminará siendo aplastado por el tren…

RM. Uno de esos trenes que a todos nos ha pasado por encima es la actual pandemia mundial. ¿Cómo cambió el 2020 tu forma de trabajar? ¿Te ayudó el aislamiento o te privó de elementos cotidianos para construir historias?

AS. [Sale una risa disparada hacia el techo]. Bueno, debo decir que padecí el aislamiento menos que otros porque estoy acostumbrada a él. Ser escritora es una profesión muy solitaria: nos sentamos frente a nuestra laptop en algún estudio o no sé. Antes iba a sentarme en un café, el Hemingway, pero cuando nos confinaron a todos [en marzo de 2020] me quedaba en casa todo el tiempo. En realidad, mi vida no cambió considerablemente, aunque sí desaparecieron ciertos placeres, como ir a un bar con amigos después de trabajar. Por mucho tiempo no tuve eso, [pero] la estructura de trabajo en sí misma no cambió. Lo que sí es difícil, definitivamente, es estar confinado con dos niños y un poodle en un departamento. Empiezas a enloquecer un poco y, desde luego, a partir de eso empiezas a escribir paso a paso. O sea: tienes más tiempo, el tiempo es tuyo, pero es fastidioso que las cosas vayan más lento. Sin embargo, si soy sincera, cambió poco. Trabajo igual que antes.

RM. Otro lugar común en tu obra son los insectos. Hay incluso pasajes que me recuerdan al escritor uruguayo Horacio Quiroga. ¿Lo conoces?

AS. No.

RM. Era un cuentista y poeta uruguayo con una vida tragiquísima. Vivía en la selva y tiene muchísimos relatos en los que aparecen insectos.

AS. ¿Qué género es?

RM. Tiene novelas y poesía, pero es famoso por sus cuentos cortos sobre la selva.

AS. ¿Sabes si está traducido al ruso?

RM. Sí, Cuentos de la selva está traducido en una edición muy vieja. Quería regalártelo, pero no lo encontré. [La editorial del Estado soviético, Gosizdat, lo publicó en 1956. Le escribo a Anna el nombre y apellido en ruso, “Orasio Kiroga”.] Pero, volviendo a la pregunta, en Rusia los insectos no son un problema como en México, donde se encuentran en todos lados. ¿Qué representan los insectos para ti, como escritora de horror?

AS. En principio, debo decir que les tengo mucho miedo. Me repugnan. Como sabemos, lo repugnante es una forma de miedo frente algo totalmente extraño. Tengo muchos miedos distintos y por eso escribo relatos sobre diversos temores. Pero los insectos son una especie de metáfora de lo realmente ajeno, alienígena, lo terrible. En mi niñez, cuando me regalaron mi primer microscopio, me impresionó muchísimo el rostro de una hormiga. Por cierto, aunque digas que no son un problema, en mi casa, en mi primer departamento, había cucarachas. Había hasta la madre de cucarachas. En la segunda casa había hormigas, chiquitas y rojizas. Me regalaron el microscopio, agarré una hormiga, la eché ahí. En suma, sorry, le arranqué la cabeza porque toda la hormiga estaba muy grande, y la vi… Vaya, uno nunca ve una hormiga a los ojos, pero aquí, bajo el microscopio, me observaba un monstruo. Fue espantoso. Vi un maxilar o mandíbula [quelícero], unos ojos absolutamente diabólicos. Todavía agonizaba ligeramente. O sea, era un monstruo horripilante. Y caí en la cuenta de que en toda la casa había muchos de ellos, tan chiquititos. De cierta forma se enjambraban todos estos monstruos, cada uno con ese rostro horrendo, tenazas, mandíbulas y todo eso… Me aterró en serio. Eso por un lado. Por otro, me interesa muchísimo el tema de la colectividad en los insectos, como las termitas en mi novela El vivo, el hormiguero que aparece en Una edad difícil. En fin, esa especie de amalgama, en la que cada uno es un insecto individual, pero se conducen de alguna manera como un solo ente compuesto por cuerpos distintos; esa habilidad de los cuerpos de fundirse en una sola conciencia en la que cada cuerpo tiene su función: trabajadoras por aquí, las que alimentan a la reina por acá y demás. Es una metáfora excepcional. Tienes diversas estructuras sociales, como un enjambre; un enjambre humano en las redes sociales. Eso es algo de lo que no podía prescindir, por ejemplo, en la distopía de El vivo, porque ahí hay una analogía clara entre cómo la humanidad se fusiona en un solo organismo mediante una conexión cerebral a una red social y, bajo el mismo principio, cómo las termitas se erigen en un todo indivisible. En principio cualquier distopía se puede leer un poco como colectividades de insectos que conforman un sistema, donde cada uno tiene un tornillito con determinada función, y cada uno está dispuesto a depositar su propia felicidad y su albedrío en el altar de ese beneficio social. En ese sentido, creo, cualquier colonia, sea de termitas u hormigas, es una analogía sensacional, terrorífica y muy adecuada.

RM. Cuéntanos un poco sobre los talleres que impartes. ¡Son tantos! Hay desde cómo escribir un ensayo o literatura fantástica hasta cómo hacer guiones para cine. ¿De dónde surgió la idea de impartirlos? ¿Qué impresión han producido?

AS. Me quedé pensando en los que son en línea, pero ya recordé que antes tuve varios presenciales. Sí, hay de todo. Me interesa trabajar sobre todo con niños y adolescentes, porque de alguna manera ellos aún tienen un pie en el mundo de la fantasía. Sin embargo, sólo acepto a niños a los que realmente les interese escribir, porque a veces pasa que los padres los meten ahí sólo para que se desarrollen o maduren. Eso casi nunca funciona. Pero los que se interesan generalmente contienen cierta chispa y me fascina sacar punta a eso. No se puede enseñar el talento, pero sí puedes enseñar una rutina bajo ciertos elementos técnicos y, en el caso de niños y adolescentes, el resultado favorece a todos. Incluso si no articulan las palabras totalmente, sí aparece un pensamiento estructurado, genial, y entienden bien cómo construir un sujeto. Es algo espléndido. Con adultos es un poco más difícil, porque ya están totalmente formados y muchas veces hay casos perdidos. En general, de todos modos en las personas hay un deseo bastante fuerte de escribir, de componer algo, y creo que sobre todo en el género de ensayo. El ensayo es algo realmente útil; al menos vas a escribir mejor en redes sociales, vas a lograr evitar lugares comunes y repeticiones escabrosas. Esa es tan sólo una de las formas de mi actividad, pero en realidad no hago más. Sólo sé escribir y enseñar a escribir. ¿Qué más puedo hacer?

RM. Por último, ¿se puede vivir como escritor en la Rusia actual, tanto en el plano económico como otros?

AS. Solamente como escritor no. Económicamente no es viable. A menos que seas Borís Akunin… y aun así no estoy segura, de hecho. Hay que decir, no obstante, que en los últimos años he podido ganarme la vida sólo escribiendo historias en el sentido más extenso, porque también escribo guiones. Muchas veces esos guiones se basan en las mismas historias de mis libros, terminan en el cine y el cine deja buen dinero. Desde hace mucho me dedico a eso. En algún momento fui periodista y ese era mi trabajo principal, luego [escribí] muchos guiones. La escritura era más un pasatiempo. Pero ahora vivo sólo de escribir historias, es decir libros, guiones y un poco de esa literatura escolar. Y sí, de algún modo así he podido alimentar a una familia de tres y un poodle, sin morir de hambre, aunque eso no significa que pueda comprar una mansión en Francia. Pero llegar a eso no es fácil. Es necesario aplicarse con mucha disciplina durante años.

[Termina la entrevista. Platicamos de series como The Leftovers y Anna me recomienda leer a Neil Gaiman. Sin un libro de Quiroga a la mano, lo único que me queda por regalarle es un mezcal. No se percata del gusano hasta que se lo muestro. Abre los ojos y sonríe de punta a punta. Su rostro de fascinación regresa a la infancia. Le digo que puede comerlo, pero la idea le repugna. Prefiere verlo bajo el microscopio.]

bgpa

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