La calidad del estupor ha cambiado por completo, le dice George Steiner a Alan Macfarlane, en una entrevista. No dice “estupor” sino shock, pero es una de esas palabras inglesas que no se dejan traducir: ¿conmoción, impacto, choque? Steiner se refiere a un terceto de la Comedia de Dante en que Neptuno queda asombrado bajo el paso de la nave de Argos. Es el verso 96 del último canto, largamente debatido por oscuro y de difícil interpretación. Pero Steiner acierta: hay que imaginar a Neptuno, en el fondo del océano, mirando hacia arriba, a la nave que pasa sobre él y le arroja sombra desde la superficie. Todo un logro de la imaginación, en tiempos de Dante, aunque hoy sea una experiencia común para cualquier buzo o para el público de Discovery Channel. Luego, Steiner complementa la idea: nadie, antes del siglo XVII, pudo tener la experiencia de mirar el mundo desde la perspectiva del vuelo. Hoy no nos cuesta trabajo imaginar que miramos desde el fondo del mar o por encima de los árboles. De hecho, ni siquiera se requiere de una imaginación pura: podemos tener la imagen real en miles de videos. Nuestra relación con el shock ya no es el arrebato visual o imaginario, sino el escándalo: ya no nos conmocionan las imágenes mismas sino el juicio moral con que las recibimos.
Que el disparador de la imaginación sea el juicio moral es primitivo, pero no nuevo: es un recurso que siempre estuvo ahí, pero no como la sustancia de las artes, las metáforas o las barcas. En eso tiene razón Steiner: cuando la imaginación ya no puede ser sorprendida por las cosas y sucesos en el mundo, recurrimos a nuestro lugar de jueces. Se nos murió el asombro.
O cambió de lugar y de recursos. Quizá somos pobres de imaginación, pero podemos invertir el juego. Por ejemplo, en YouTube, el video de James Nestor, Sperm Whales Clicking You Inside Out. Los investigadores interactúan con los cachalotes y se invierten los objetos de estudio: los cetáceos se acercan a los buzos y comienzan a emitir clics para generarse una imagen precisa de esos seres raros que han hallado.
Ya se sabía que los mamíferos marinos podían generar imágenes emitiendo sonidos y recomponiéndolos en imágenes de modo mucho más preciso que una máquina de resonancias magnéticas. Sabíamos que, por ejemplo, los delfines tienen un interés muy marcado por las mujeres embarazadas y acercan el melón (esa parte abombada de su cabeza) al vientre de la mujer mientras emiten clics. Pero el cachalote no es broma: es el sonido animal más poderoso del mundo. Para darnos una idea: un concierto de rock anda por los 105 decibeles; el cachalote puede emitir sonidos que superan los 200 dB y con facilidad podrían matar a un ser humano. Pero se comportan con delicadeza: no se sienten amenazados sino curiosos.
Se invirtió el asombro: hace 150 años, la imagen del mal en estado puro y la angustia sobre la existencia de Dios la debíamos a un cachalote, Moby Dick, la gran novela de nuestra enemistad con las profundidades marinas, cuando el atarantamiento humano no era capaz de imaginar la existencia de inteligencias distintas a la propia.
De cazadores de cachalotes, nos hemos transformado en objetos de su averiguación, y surgen dos caminos, completamente nuevos, para desafiar nuestra imaginación. Primero: aunque usan esos clics para escudriñar objetos y generar imágenes muy precisas porque cazan en aguas muy profundas, sobre todo, utilizan sus poderosos sonidos para comunicarse. Algunos investigadores creen que puede ser una comunicación mucho más compleja que nuestros lenguajes; aducen que el neocórtex (esa capa del cerebro donde se procesan el control espacial, la percepción sensorial, el pensamiento consciente y el lenguaje) de los cachalotes, delfines, marsopas, orcas y belugas, tiene un desarrollo seis veces mayor que el humano. Segundo: ¿podemos imaginar cómo somos vistos por una percepción cuya mecánica conocemos pero nunca ha sido parte de nuestras sensaciones? La imaginación no está muerta sino desafiada en modos muy complejos.
La observación de Steiner es profunda e inteligente. Pero su conclusión pesimista es apresurada. Tiene razón: las imaginaciones romas recurren a los juicios morales. El verso de Dante desafía a la imaginación: la nave asombra a un dios marino. Análogamente, ahora resulta que nuestro cuerpo asombra a una inteligencia marina, cuya percepción del mundo es más precisa y compleja que la nuestra.