Digan lo que digan

Toscanadas

En esos años prevalecía una generación de adultos que entendió poco a los jóvenes. Esa generación ya no existe

Esa noche se presentó Raphael en un programa de tv, mientras los hospitales se ocupaban de heridos de bala, en casa escuchando “Mi gran noche”. Foto:
David Toscana
Madrid, España /

No tengo recuerdos acertados del 2 de octubre del 68. Entonces tenía seis años y vivía en Monterrey, una ciudad bastante cargada a la derecha y que veía con poca simpatía cualquier movimiento social, ya fuera de estudiantes o de obreros.

En mi memoria tengo la idea de un pariente que celebraba la acción de Díaz Ordaz. Alguien que, al estilo de Goethe, prefería el orden que la libertad. Pero quizá sea un recuerdo implantado. Y sin embargo, ciertamente, tuvo que haber una buena cantidad de mexicanos que justificaron al señor presidente. En esos años prevalecía una generación de adultos que entendió poco a los jóvenes. Esa generación ya no existe.

Cuando comenzaron las detonaciones en Tlatelolco la mayor parte de México se ocupaba en otras cosas. Lejos de las balas de veras, muchos disfrutaban las de mentiras en el cine viendo El bueno, el malo y el feo o Por mis pistolas.

Yo, no me cabe duda, después de Viaje al fondo del mar, estaría delante de la televisión viendo El Santo, aquella serie con Roger Moore, y preparando motores para cenar delante de la pantalla con Bonanza.

Esa noche se presentó Raphael en un programa de Manolo Fábregas. Mi madre era una devota admiradora del Ruiseñor de Linares, así es que supongo que mientras en la capital echaban cadáveres a los camiones, los hospitales se ocupaban de heridos de bala y muchos padres salían en busca de sus hijos, en casa estábamos mirando al divo y escuchando “Hablemos del amor”, “Yo soy aquél” y “Mi gran noche”. Mi madre se dejaría hechizar por los ojos diabólicos de Raphael mientras que allá en el DF mucha gente ya no entendía eso de “más dicha que dolor hay en el mundo” o “más besos y caricias que mala voluntad”.

En los días siguientes, nadie se enteraría de nada relevante en la irrelevante tele. Se respiraba con alivio porque las Olimpiadas se celebrarían según lo programado. Ahora se hablaba de Enriqueta Basilio, de Felipe Muñoz, de Vera Caslavska y Bob Beamon. Los estadios estaban llenos. Pero en ellos no ocurría nada importante, pues los deportistas no hacen historia, apenas crean recuerdos.

La historia se había hecho en la Plaza de las Tres Culturas. Que gobierno y medios le echaran tierra solo sirvió para que germinara con más fuerza.

O, mejor dicho, tampoco en la Plaza de las Tres Culturas se hizo historia. Ahí ocurrió un evento. La historia es lo que se cuenta sobre el evento, no para meramente relatarlo, sino para hurgar en él, darle sentido, agrandarlo o empequeñecerlo, enderezarlo o torcerlo, abanderarlo o disolverlo. Decir que el 2 de octubre no se olvida sirve de poco si lo que resta en la memoria es el evento.

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