Jean Giono: la danza de la monja

Personerío

José de la Colina destaca la narrativa de Jean Giono Soldado en la Primera Guerra Mundial, anarquizante, pacifista, miembro de la Academia Goncourt, cineasta y el autor de una cuantiosa obra literaria

Su obra novelesca se desarrolla en gran parte en el ámbito campesino de Provenza
José de la Colina
Ciudad de México /

Franco-italiano, Jean Giono (Manosque, 1895-Manosque, 1970) hizo de su terruño en la Alta Provenza, Francia, el centro original de una mitología literaria nutrida de “los jugos de la Tierra”. Soldado en la Primera Guerra Mundial, anarquizante, pacifista, miembro de la Academia Goncourt, cineasta y el autor de una cuantiosa obra literaria que pasó por la crónica, el poema, la autobiografía, pero sobre todo la novela, en la que tuvo dos etapas. En la primera, la anterior a la Segunda Guerra Mundial (Nacimiento de la Odisea, Batallas en la montaña, El canto del mundo, etcétera), su narrativa es lírica. En la segunda, la de posguerra, predomina el trazado novelesco con una escritura más narrativa: Las almas fuertes, El molino de Polonia y su obra maestra de tono stendhaliano: El húsar en el tejado.

En la página que aquí va, de Jean le Bleu, libro autobiográfico y apenas novelado que habla de personajes de una niñez, una aldea y unas gentes manosquianas, veo ponerse en pie, en movimiento, en ritmo, a la monja, cuyo andar quedaría para siempre en la inusitada página que aquí, gustoso, traduzco: “Lo que seducía en sor Clémentine era la parte media de su cuerpo. En reposo solo había el cíngulo espeso y rudo y los pliegues de su negro fustán, que, si recuerdo bien, eran dos que ascendían como guirnaldas contra su pecho y diez que descendían hasta sus pies. Llevaba la falda un tanto corta, lo bastante para descubrir los tobillos. Así, inmóvil, recogidos los brazos contra el busto para sostener el libro, y la cabeza erguida, tenía la nobleza de las columnas. Pero, en momentos de nuestra clase matinal, cuando, bien separados del ruidoso mundo de la calle y de la ciudad oíamos la calma del convento fluir hacia nosotros con el piar de los palomos y el frote de las lilas contra los muros, sor Clémentine echaba a andar. En este momento en que escribo, con el amargo cigarrillo en un rincón de los labios, con los ojos ya ardorosos, con la lámpara y, contra la ventana la noche del valle por la que se arrastra la fosforescencia de las carretas campesinas, he dejado la pluma y me he puesto a pensar en todas mis experiencias de hombre. Sí, ante los ojos secretos de mis sentidos hubo la danza de casi todas las serpientes del mundo. Nunca he gustado de alegría más pura, más musical, más entera, más seguramente hija del equilibrio, que la alegría de ver andar a sor Clémentine.

“Aquello nacía como un giro de viento. La madera del piso chillaba con un grito magnético. Ella caminaba. Tenía sandalias de fieltro y la planta de sus pies daba suaves chasquidos. Una ondulación que a la vez era ola, cuello de cisne, gemido, subía en la columna. Era una onda tan amplia y tan sólida, venía en línea tan recta de las profundidades de la tierra que, si la ondulación hubiera ascendido hasta el corazón de sor Clémentine, le habría quebrado el talle como a un tallo de lirio. Pero ella recibía la onda en el bello resorte de sus caderas, la sustituía en un balanceo de navío que parte, y toda la alta parte de su cuerpo: pecho, hombros, cuello, cabeza y cofia, se estremecía como un velamen inflado por el viento”.


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