A 70 años de su primera edición, El túnel es el libro de Ernesto Sabato que más se traduce a otros idiomas y que sigue muy presente en las lecturas de las nuevas generaciones. Ni el ensayo, género donde Sabato fue un autor prolífico, espléndido, buen polemista, capaz de generar epigramas memorables o argumentaciones filosóficas consistentes o entrañables como en Querido y remoto muchacho, Antes del fin o La resistencia, ni las novelas totalizadoras: la desbordante Sobre héroes y tumbas (1961) y la desbordada Abaddón el exterminador (1974), logran esa contundencia y esa indeterminación tan particular que tiene El túnel (1948) y que atrapa lectores de manera generalizada al paso de los años.
El túnel, ni desbordada ni desbordante, es la novela más poderosa de la narrativa sabatiana y donde se encuentran en su justa medida los temas y obsesiones que Sabato exploraría una y otra vez. Podríamos verla como el núcleo central de su trilogía, contenida en un sistema de puesta en abismo o duplicación interior mediante círculos concéntricos que van envolviendo a las tres novelas. El impacto que El túnel produjo en los años de su aparición se mantiene intacto, una fuerza que hizo celebrar a Albert Camus “su sequedad y concisión”. Y es cierto, sorprende ese mundo preciso donde el desamor se rige bajo la idea de destino.
América Latina, en los años cuarenta del siglo XX, filosofaba de manera existencialista en la narrativa de autores como el paraguayo Rodolfo Sinán o el argentino Eduardo Mallea, o en los tormentos de conciencia cristiana de algunos relatos de José Revueltas. Mientras El pozo, de Juan Carlos Onetti, taladraba una conciencia hasta dejarla bajo tierra sin comunicación alguna, la metáfora de Sabato construía un entramado de túneles paralelos, pero en ambos relatos, la nada “anonada”, la soledad es infranqueable y el amor —una consideración que a Linacero, el protagonista de El pozo, le dibuja muecas cínicas ante tanto lirismo— es un imposible.
A pesar de la ausencia de trampas argumentales, ya que Castel desde un principio revela el fin de la novela —el asesinato de María Iribarne—, El túnel intriga por su aparente construcción de corte policial que, a través de un relato fragmentado, crea el suspenso indispensable para hacer del final una brusca sorpresa. Juan Pablo Castel, una especie de “loco–razonante”, ama la simetría, el silogismo, la comprobación lógica llevada a sus últimas consecuencias. Y paradójicamente, esa condición mental da pie a sus constantes contradicciones y caídas en absurdo. María, por su parte, como todos los personajes femeninos de Sabato, es un misterio encarnado, un territorio inexpugnable a la luz de la razón. El desencuentro de ambos adquiere estatura trágica pues comprueba una premonición de Castel: “Siento que usted será algo esencial para lo que tengo que hacer, aunque todavía no me doy cuenta de la razón”. Eso esencial es amar como absoluto, nostalgia de amor total que, bajo la fenomenología del existencialismo, se convierte, como dice Camus, en una transfiguración del “deseo de durar” y, siguiendo a Sartre, en “un imposible” porque se ama ante la mirada de los otros.
Amar, en la novela, propicia el crimen y la soledad. Castel no mata a María por haberlo engañado con Hunter o con cualquier otra de las “sombras” que la circundan —lo cual queda en un plano de ambigüedad para el lector—, sino porque a través de ella descubre la red de túneles metafísicos que lo sepulta en sí mismo y lo deja sin explicación posible de su crimen.
Al comentar La muerte y la brújula de Borges, Sabato escribe en Uno y el universo algo que, en apariencia, podría aplicarse a su propia novela: “¿Qué significa explicar? Significa establecer una rigurosa cadena causal que termina en el crimen. El universo en que se mueven los personajes está regido por leyes inexorables, donde no hay lugar para el milagro: es un universo estrictamente racional”. Tanto el caballero Dupin como Castel son máquinas de pensamiento, réplicas del lógico jugador de ajedrez. Pero mientras la razón de Castel se desbarata ante una realidad difusa y contradictoria, Dupin triunfa porque su mundo es un modelo experimental con variables controladas. El túnel dista de ser un modelo experimental; refrenda, por el contrario, una visión trágica del mundo.
La falla trágica de Castel radica en su excesiva racionalidad ante una relación amorosa —y cuál no lo es— que presenta contornos inexplicables, ante una María nocturna, elástica, indefinible. Castel, como Sabato, le tiene horror a la mezcla, aborrece los matices. El caos lo aterra por ser irreductible a principios razonables. De ahí, también, su miedo a las sombras, los “rostros invisibles” que revolotean alrededor de María. En un universo así de ambiguo, narrado desde un yo que construye fantasmagorías, desde una subjetividad que pierde trechos de realidad y verdad, no cabe la explicable y unívoca visión de la novela policiaca.
Castel nos deja ávidos de detalles: reduce Buenos Aires a la mención de unos cuantos sitios; por no hablar de los cortes espacio–temporales o de los momentos en que el narrador, tan hundido en sí mismo, se fuga. Es memorable aquel pasaje ante el mar, donde María hace confesiones importantes y él no escucha de tan sumido en sí mismo. El enigma de El túnel —por qué, cuándo y cómo murió María— cumple una función estructural: toda información es sospechosa para el lector y para el propio narrador. La ambigüedad permite el desfile de “sombras” y la llegada del monstruo de los ojos verdes: los celos, la expresión más implacable del delirio de posesión.
Como en La sonata Kreutzer de Tolstoi, Woyzeck de Büchner o Apuntes del subsuelo de Dostoievski, el deseo de hallar el amor total, la vida, es un impulso que conduce a la simple tortura del otro o a la muerte. Muerte bella en algunos casos: “no habíamos tenido un crimen tan hermoso en mucho tiempo”, dice un personaje de Büchner sobre la muerte de María —también así llamada como el personaje de Sabato que construye una María en pecado concebida y que se engancha con el pintor Castel a través del cuadro llamado Maternidad en una exposición—. Pero la madre es impoluta, no sabe de las torturas de la carne y Castel justamente apuñala el vientre de María, en su última y más desdichada aproximación erótica.
Shakespeare y el Moro de Venecia le dan sentido a un recuerdo infantil de Sabato. En 1947, en la revista Sur, se publicaron fragmentos de La fuente muda, una de las novelas que Sabato nunca quiso dar a conocer. Entre los seis capítulos que se conservan, “Historia de una gran general” está íntegramente dedicado a una especie de paráfrasis de Otelo. El narrador cuenta la historia de Carlos y confiesa que uno de sus placeres consistía en recostarse con su madre en una recámara donde estaban colgados varios cuadros. Y el que más le llamaba la atención era el de “un hombre grandísimo vestido de general, pero negro y lleno de motas”. Mediante un discurso indirecto, el narrador pone en boca de Nina, madre de Carlitos, nada menos que el cuento del Moro de Venecia y mamá termina diciendo al nene: “y también me podés preguntar cómo pudo matarla si se le caían las lágrimas de los ojos de tanto que la quería, pero es así y muchas veces son capaces de matar a los que quieren, que Dios los perdone”.
En estos relatos ya estamos muy lejos de la explicación lógica del universo y de Borges —que tanto sinsentido le provocaban los sobresaltos del matar por amar—. El túnel puede leerse como la transfiguración de aquel relato iniciado en La fuente muda. Castel parece un moderno Otelo que lleva en sí mismo a Yago. No en vano, haciendo acopio de crueldad, le dice a María: “Siempre recuerdo cómo el padre de Desdémona le advirtió a Otelo que una mujer que había engañado al padre podía engañar a otro hombre. Y a mí nada me ha podido sacar de la cabeza este hecho: el que has estado engañando constantemente a Allende, durante años”.
¿Maternidad, patriarcas que dictan las normas del deber ser de las mujeres? ¿Hombres enfermos de posesión, cosificación de ellas? ¿Cómo leer estas historias en nuestros tiempos oscuros tan plagados de muertes de mujeres en los callejones y tiraderos de nuestra fantasmagoría cotidiana? ¿Estas coincidencias ocurren así porque los narradores son hombres? ¿Dichosos los tiempos en que se podía contar la realidad con belleza desmontando la crueldad de nuestras relaciones? ¿O pensamos de manera políticamente correcta y nos censuramos para contar verdades a medias o edulcoradas?
Pensando bien o limpiamente no se escribe ficción, acaso se adoctrina, se explica o se interpreta pero no se levanta el espejo de la autoconciencia. Tal vez el meollo del problema no está en negar lo que en realidad sucede, sino en contrapuntear las miradas femeninas y masculinas sobre el acontecer de la vida humana. Es interesante pensar lo que hace Elena Garro con los mismos ingredientes de Büchner, Dostoievski, Tolstoi y Sabato en Los perros y El rastro. Maternidad, celos, apropiación, patriarcado, una puñalada al vientre de una mujer, amor y muerte separados apenas por un orden de letras. Una mujer nos confirma que la literatura transfigura la cruel realidad de nuestras relaciones para desmontar sistemas de comportamiento, representaciones simbólicas y patrones heredados que, de otra manera, bajo la mirada políticamente correcta y condescendiente, solo repetirían el patrón de la no visibilidad y la ausencia de análisis.
El túnel, a 70 años de su aparición, me hace pensar en uno de los poemas de amor más sorprendentes en lengua inglesa: The Definition of Love, de Andrew Marvell, poeta metafísico del siglo XVII. Marvell propone que el amor se funda sobre desesperación más imposibilidad. La esperanza de amar posibilita que un alma aspire a unirse permanentemente con otra. Sin embargo, el destino impide la unión y sus decretos de hierro ubican a los amantes en polos opuestos. Así las cosas, la estructura del mundo tendría que sufrir un colapso radical para que los polos pudieran unirse. Y aun siendo un planisferio, los amantes marcharían por líneas paralelas que no se juntan, túneles que el amor vuelve de vidrio y creemos ver y tocar al otro, pero lo único absoluto es la incomunicación, diría Sabato. Pero como bien aconseja Elena Garro: “di unos pasitos y de repente me eché a correr. Y corrí y corrí…”.