La terquedad del jabalí: un café con Everardo González

El documentalista mexicano multipremiado asegura que el cine es un medio de preguntas sin respuestas.

El documentalista mexicano. (Especial)
Ciudad de México /

El video en la pequeña pantalla es un videojuego. La toma al estilo Tomb Raider: un joven filmado desde arriba de la nuca se mueve por la calle. Corte. Otro camina en la semioscuridad en edificios abandonados. Se le ve un fusil en las manos tipo First Person Shooter. Sale al exterior, ya se inunda de luz. El barrio: semidestruido, un escenario de guerra. Estoy viendo un Call of Duty con seres humanos. Se ve que no es un videojuego porque los movimientos son naturales.

El soundtrack es un rap gangsta muy chilango. Cantan dos pandilleros de Tepito.

Son fragmentos del nuevo documental de Everardo González: Una jauría que se llama Ernesto.

Everardo se presenta con un sombrero amplio, negro, de vaquero. Una camisa del mismo estilo. Lo primero que se me ocurre al verlo es un vaquero que desciende de su caballo. No es cierto. El sombrero es amplio, pero parece más uno de Cary Grant, y el corcel del que se baja es un Fiat 500 rojo, estacionado enfrente de este minicafé a pocos metros de la plaza de la Conchita, en el centro de Coyoacán.

La lista de premios es larga. La canción del pulque, su primer largometraje de 2003: Ariel y mejor documental en el Festival del Cine de Morelia. En 2007 Los ladrones viejos, otro Ariel, Festival de Monterrey y de Guadalajara; Cuates de Australia de 2011 gana en el Festival de Los Ángeles; La libertad del diablo y su triunfo en 2017 en el Festival de Berlín, luego Valladolid, Guadalajara y premios Fénix.

A sus 50 años Everardo González es uno de los documentalistas más reconocidos y provocadores de México. Ahora me está enseñando unas escenas del trabajo que está editando. Y el café es una porquería.

“Así se cuenta toda la película. Mira. Es Monterrey, Ciudad de México, Nuevo León y San Luis frontera con Tamaulipas. Aquí hay algo de luz. Sí alcanzas a ver algo, ¿no?”.

La Independencia es un barrio de Monterrey donde muchas ventanas tienen barrotes y a los edificios les falta yeso. Everardo está filmando una de las escenas de su película en la casa de un traficante. Tiene el permiso de filmar ahí. De repente, aparece un muchacho de unos 17 años con una 9 mm. Pero no llega agresivo. Cuando termina la escena el crew está rodeado por siete muchachos con máscaras performáticas: una calavera, un hombre grandote con una máscara de Hellboy, pañoletas y cuernos de chivo. Están esperando hablar con el director. Le dicen: “Con todo respeto venimos a ver qué estás haciendo”. Everardo también les habla con todo respeto, explica que está haciendo un documental. Y ellos: “Pues está bien, está bien, pues sigan. Disculpen. Ustedes están haciendo su jale y nosotros estamos haciendo el nuestro”.

“Y luego me dice el muchacho: ‘¿Por qué no nos enseñas a hacer películas? Porque nosotros también queremos contar nuestra historia’”.

Foto: Especial

Se lo está diciendo un gatillero. El director se queda perplejo. ¿Una persona es mala porque nació mala? O quizá el ejercicio de la maldad es algo que se va construyendo con los años.

Me mira Everardo. Fijo. Me reta. Sonríe. ¿Acaso sabes algo que yo no sé? ¿Qué sabes? Parece que me vas a arrollar con la mirada. Nos quitamos el sombrero como en un espejo. Yo pelón, él también. Su barba medio rojiza. La mía también. Güeros. Saca humo de la nariz. Como un jabalí que espera ir a la carga.

No les enseñó a usar la cámara. Les dijo: “Organícense”. Así sacó a su crew de una situación incómoda. Absurda. Y siguió filmando su videojuego.

Decidió filmar así para cuidar la identidad de los personajes, dice. Pero también porque esa toma emula los videojuegos en primera persona. Es más. Algunas escenas las filmaron los muchachos con un iPhone 12. Se filmaron a sí mismos como en un videojuego. Dice que por la pandemia. Pero hay más.

“Es una autorepresentación. Lo que ellos quieren contarme a mí de lo que es su vida, no lo que yo veo de su vida”.

En el cine prevalece la narrativa del bien y el mal, y Everardo González, terco, le apuesta a la ambigüedad. A la complejidad. A la duda. El cine no es mero entretenimiento. Así dice. Terco. ¿Y qué es entonces?

“El cine es un medio para preguntas que nunca llegan a tener respuesta, que obligan a complejizar las cosas. Yo creo que eso lo da el hablar con la gente”.

Una de vaqueros

Como siempre pasa, Everardo no realizó su sueño de infancia, ser vaquero, y se volvió director de cine documental. Pero contra cualquier previsión de fracaso hizo una película de vaqueros en 2011: Cuates de Australia. Un documental de gente que resiste, terca, en medio del desierto. Hace documentales no porque no sepa hacer ficción. Se ha formado como cineasta. El hecho es que en los fotogramas ve documentos, pedazos del presente que lo harán viajar al futuro. Cada pietaje, cada cuadro, es un relato del presente.

Por eso la vocación de Everardo González es viajar en el tiempo. “Aunque estemos en una época iconoclasta en la que el registro de imagen es diarréico, alguien tiene que articular este discurso”.

Ese alguien es él. Tiene la tranquilidad de quien sabe lo que le ha tocado en la vida. Lo que él piensa que le corresponde es articular un universo de imágenes para que tengan sentido en 30 años. O que asuman otro sentido. Y en secreto espera que algún día alguien reinterprete su trabajo, que genere un nuevo discurso a partir de sus registros. Porque él tuvo la fortuna de filmar la realidad de su tiempo, algo que no volverá jamás.

El documental te obliga a estar presente. Te obliga a vivir los acontecimientos en primera persona. En la experiencia de vida es riquísimo”.

Yermo, documental de 2021, lo obligó a filmar en diez diferentes desiertos del mundo. ¿Quién hace esto? ¡Qué lujo! Ahora sus ojos verdes se hacen pequeños y la sonrisa que parte a la mitad su barba los aplasta y los hace dos fisuras. Sabe que es un privilegiado.

“Vamos, lo que pude ver, lo que pude probar, lo que pude visitar, lo que pude sentir. ¿Qué trabajo te permite hacer eso?”.

Así que Everardo hace documentales que son cápsulas del tiempo. Las entrega a destinatarios ignotos en el futuro. A la vez busca respuestas a preguntas recurrentes. Lo admite cuando se lo pregunto. Lo que se sigue contando en todas sus películas son las circunstancias que se oponen a la vida. ¿Sí o no?

“Hay condiciones que te quieren oprimir, pero no necesariamente te convierten en un oprimido”.

¿Y qué tiene que ver esto contigo?

Todo.

Dice que no viene de entornos hostiles. No ha vivido una infancia precaria, en barrios violentos, no ha tenido que sobrevivir en medio de asesinos, como los muchachos de su videojuego. Pero su percepción de la realidad es hostil. Fuma esos cigarros electrónicos que huelen a vainilla. Ese olor medio dulce que se queda pegado a las fosas nasales. Le sale humo de la nariz a Everardo. De la boca. Te mira fijo.

Dice que siempre le ha interesado sobreponerse a lo que se pretendía que no era posible. ¿Cómo qué? Por ejemplo, jugar futbol, o agarrarse a madrazos con chicos más grandes. Porque no es muy alto, es verdad. Pero se ve fuerte. Incluso hacer documentales fue un desafío, obvio. Todos le decían que se iba a morir de hambre. Pero él, terco, los miraba con esa cara burlona. Se reía de ellos. No me lo dice, pero yo me lo figuro. ¿A poco no? Lo que quiere Everardo es superar los límites que impone la vida, que impone el tiempo. Quiere trascender a través de su obra, alcanzar la inmortalidad. Y comunicar con alguien que todavía no ha nacido. Esto es muy arriesgado. Esto lo castigan los dioses. Se sabe.

Seguro que él no sabe que su nombre, Everardo, viene del germánico Eberhard. Lo fui a buscar. Eberhard significa “fuerte como un jabalí”. ¡Pues sí!¿Cómo no? Quizá lo llamaron así porque cuando nació prematuro (no recuerda si de siete u ocho meses, habría que preguntarle a su mamá que sí sabe) tuvo que luchar para sobrevivir: “Según mi madre, yo prácticamente nací muerto”.

Sin embargo, nació vivo. Y necio. Como le dice su madre cuando se pone necio. En una de esas narraciones familiares que se repiten iguales a sí mismas al infinito. Le recuerda que no iba a vivir. Que se impuso. “Así de necio como naciste, así de necio eres ahora”, cuenta que le dice su madre. Se lo dice con el tono burlón de las familias, no de manera dramática.

“Si hay algo que me interesa de la realidad es contar la historia de aquel al que se le impone una condición hostil y sobrevive”.

Sí. Se ve. Como un fuerte jabalí.

Cambio de locación

Ahora estamos en su casa. Una colonia residencial del sur de Ciudad de México, lejos de los barrios de moda entre la gente del cine. Everardo me recibe con un buen café que prepara con cuidado en su cocina luminosa. Le dice a su hermano, que vive en la casa de al lado, que ha llegado otro carnal que se parece a ellos. Reímos. Presume su colección de pipas, una para fumadas de una hora, otra de 20 minutos, otra rápida. Pero sigue fumando esos asquerosos cigarros electrónicos que huelen a vainilla. Es hora de hablar de La libertad del diablo.

La Libertad del Diablo es un madrazo. Después de verlo queda una sensación de malestar, una inquietud íntima. Te preguntas: ¿por qué me siento sucio? Te das cuenta de que se ha quedado pegada a tu retina una imagen inquietante de una máscara. No se va. No se va. Ahí se queda. Mujeres, hombres enmascarados, que te miran a los ojos. Te ponen en una posición incómoda. La verdad es que te sientes corresponsable de lo que estás viendo en la pantalla. ¿Por qué?

Los personajes son víctimas de tortura, son familiares de personas desaparecidas o asesinadas. Los testimonios de las víctimas se alternan en la pantalla a los de los victimarios, jóvenes sicarios, torturadores, ex policías. Todos son uniformados a través de esa máscara profiláctica color carne, que solo deja ver los ojos, la nariz y la boca. Claro que ha generado polémica. Lo entiendo bien. México está obligado a visibilizar a sus víctimas. Y este hombre hace una película que las despoja de su identidad. ¿Qué le pasa?

Sentía que si los personajes te miraban a los ojos había conexión empática con el espectador”.

Y es que sí. Un muchacho que había matado a varias personas le había contado que cuando se da el tiro de gracia, se dispara en la nuca para no establecer un contacto visual con la víctima, porque en la mirada es posible la empatía.

Durante la filmación le preocupaba sostener la conexión emocional del espectador cuando lo que tiene enfrente es un rostro al que no se le reconoce. Los humanos nos reconocemos en el rostro de otro. Yo me reconozco en su rostro. Lo veo y pienso en un jabalí que te mira fijo antes de arrasar. Seguimos.

Lo que hizo Everardo González para que todos miraran a los ojos a todo el mundo fue utilizar el interrotrón, una herramienta diseñada por Errol Morris: consiste en una caja con dos espejos posicionados a 45 grados, que permite que la mirada del entrevistado sea franca hacia la cámara, aunque esté mirando a los ojos al entrevistador a través del juego de espejos. ¡Pum! Ahora sí hay conexión. Ahora nos vemos pero con esas máscaras no nos reconocemos.

¿Por qué decidiste usar esas máscaras tan inquietantes?

Fue a partir de una pesadilla. Soñé una imagen impactante. Indeleble.

La imagen indeleble fue tomando significados diferentes a los que había evocado en el sueño. Desde la antigüedad griega uno de los usos de la máscara es potenciar la verdad para revelar más de lo que oculta. Everardo sentía que su documental necesitaba un soporte de verdad que la máscara facilitaba. Ayuda mucho saberse anónimos. Y el hecho de uniformar a los personajes nos hace darnos cuenta que todos, de alguna manera, somos causa de la espiral de violencia. Nos involucra a todos su discurso ambiguo. Nos molesta. Lo logra.

“Además se diluye la idea de opresor y oprimido. El victimario también es resultado de las circunstancias. Pasa otra cosa interesante con la máscara: anula el clasismo. El ejercicio del mal ya no es sinónimo de pobreza o tono de piel. La máscara nos dice que él podrías ser tú”.

¿Me hablas de la pesadilla que tuviste, por favor?

Es solo el recuerdo. La máscara. Casi no recuerdo más que la imagen que se me queda, no la narración. La soñé, la busqué y empecé a platicar con gente que la diseñó.

¿Y qué hacía?

Nada. Estaba ahí. Yo la vi.

Fue una aparición.

Exacto. La vi y no se me borró. Hasta el día de hoy la recuerdo. Si algo vamos a recordar de esa película es esa máscara. Hay imágenes que en el cine son poderosas. Por ejemplo, yo de Sacrificio de Tarkovski sólo recuerdo la quema de la casa. De Amores perros recuerdo el choque del vehículo.

Yo también me acuerdo del choque del vehículo.

¿Ves? Hay imágenes, escenas, que hacen que las películas sean indelebles, aunque no nos acordemos de qué se trataron.

De Alexander Nevsky, de Eisenstein, Everardo recuerda el campanario; de Repulsión de Polanski el recorrido en una lancha.

Solo.

Quedan.

Fragmentos.

“Creo que construyo mi memoria a partir de fragmentos, ¡que a lo mejor ni son verdaderos!”

El humo de nuestros cigarros le da un halo de intelectualidad a nuestra conversación que se hace cada vez más metafísica en el pequeño jardín trasero de su casa. Me da pena voltear hacia su esposa Camelia que está trabajando en el sillón de la sala. De vez en cuando nos lanza una mirada a través de la ventana.

Nos pasa a muchos esto de los fragmentos de memoria. Hace poco lo leí escrito de otra forma. La poetisa Barbara Kingsolver dice que la memoria es pariente de la verdad, pero no su gemela. La memoria y la identidad son algo arbitrario que se va construyendo a partir de fragmentos y relaciones afectivas. Es esto, ¿no?

“¡Incluso la curaduría del álbum familiar! ¿Qué fotos se imprimieron y quedaron en el álbum familiar con el que vamos a construir la identidad de la infancia? Alguien decidió por nosotros cómo íbamos a construir la memoria. Eso es hacer documentales, también”.

Es un archivo. Hecho de recortes y fragmentos ajenos montados a partir de la idea que tiene el archivista, que construye su versión de la historia.

De sus colegas

Le pregunto si vio Get Back. Lo vio. Es el documental de Peter Jackson sobre los Beatles. Una joya. Peter Jackson me encanta desde que en los 90 veía con mis amigos de la escuela sus películas splatter: Bad taste. Braindead. En fin, es el director de Lord of the Rings. Y en este trabajo monumental recupera 60 horas de filmación de Michael Lindsay-Hoggen 1969 y las monta en un documental de ocho horas (dividido en tres partes). Es uno de los programas del momento.

¿Qué te parece la operación de Peter Jackson?

Hay mucho que me gusta de esta reapropiación y reconstrucción del material. Lo único verdadero está proyectado en la pantalla. Una gran diferencia con la ficción es que yo trabajo con lo que me encontré y no con lo que quería.

Esta frase es muy bonita, pero luego no es tan sencillo como parece. Nos lleva a Luis Buñuel. Sí. Buñuel filma Las Hurdes en 1933, un documental que cambiará la historia. Lo define un “ensayo cinematográfico de geografía humana”. Habla de un pueblo que vive como en la Edad Media. En el documental se ve una cabra que se desbarranca. Ah, pero se desbarranca porque le dan un balazo desde abajo. En otra escena un bebé que murió de hambre cruza un río en un ataúd. A Buñuel lo criticaron porque fue un artificio, y él rebatía que efectivamente cuando filmó ningún niño había muerto de hambre, pero eso no significaba que los niños no se murieran de hambre en Las Hurdes.

El montaje le da un nuevo sentido a la realidad que se filmó.

En Cuates de Australia, la comunidad migra con la sequía y regresa con las lluvias. Lo que pasaba en la realidad era que la gente se iba de a poquitos. Uno se iba un mes antes, a casa de una prima a Cuatro Ciénegas, otro se iba una semana después porque tenía un pariente en Monclova, entonces nunca había, cinematográficamente, una imagen que contara el éxodo. Lo qué hizo Everardo González fue organizar un picnic para que toda la gente cargara las camionetas y se fuera hacia el lugar del picnic. Y esa es su escena del éxodo. Tal cual. Ficción. Y cuando vuelven las lluvias, la escena de cuando vuelven del picnic es su retorno.

“Por supuesto que eso no ocurrió así. Pero eso no significa que la gente no se vaya porque viene la sequía, ¿de acuerdo? Por eso me gusta esta apropiación, siempre y cuando haya un principio claro de no mentir”.

¿Cómo que “por supuesto”? Entonces, ¿cómo sabemos cuándo el narrador está mintiendo o diciendo la verdad? ¿Qué es lo aceptable? ¿Es verdad o es mentira?

Otra vez esa mirada socarrona. Más humo saliendo de las fosas nasales. ¿Esa es su respuesta?

No.

“Es real, más allá de si es verdadera o no. Es cine”.

Es la narración la que le da sentido a la realidad, le da sentido a la vida de la gente. Que para es aburrida.

“La vida es aburrida, ¡hombre! La realidad es aburrida y pasa tan de súbito que incluso si uno no quisiera se da cuenta”.

Por eso son tan valiosos los narradores. Porque le dan sentido a la vida, la estructuran, la van hilando a través del tiempo. El tiempo. Ah, decía yo que Everardo fabrica cápsulas del tiempo. Ya se dijo mucho en esta entrevista. Cierro.

¿Qué es el tiempo para ti?

No, pues, no sé. Esta pregunta está muy metafísica, ¡cabrón! Yo sólo lo puedo medir en la presencia física que tengo en este mundo. Para mí esto es el tiempo.

Esto es mentira.

Se ríe. Da una fumada, vuelve a mirarme a los ojos.

Sí, tienes razón. No tendría sentido lo que yo hago si no pensando en la permanencia de la imagen.

Le pregunto a Everardo González cuáles son los cineastas que considera unos pilares en su vida. Werner Herzog le gusta porque es un hombre a quien no lo frena nada.

Como un jabalí.

Felipe Casals y Paul Leduc lo han protegido mucho. Ademir Kenovic lo motivó a seguir haciendo documentales. Fueron sus maestros de conversación.

“Este es un oficio de maestros y aprendices. Todo es herencia, transmisión de conocimiento”.

A quien nunca se cansa de ver es a Martin Scorsese.

“Te podría hablar de un director asiático encriptado, que sólo conocen los cinéfilos mamones, pero quien nunca me cansa es Scorsese. ¿Cuántas veces hemos visto a De Niro rompiendo un teléfono en sus películas? o Joe Pesci pateando a un ser humano. Y le seguimos. Su construcción de personajes, ese retrato de la parte podrida, me mata: el ponecuernos, el cocainómano, el malandro, el que va cayendo en una espiral permanentemente. Filma como los dioses, y su editora, Thelma Schoonmaker, es lo mejor de lo mejor. Me encanta su imagen de mujer tejedora, de viejita que es capaz de editar las secuencias más violentas de la historia del cine. Ése es el que no me cansa”.

Busco fragmentos de entrevistas a Martin Scorsese y me encuentro uno muy breve del American Film Institute sobre el cine documental. Dice Martin: “Las primeras películas eran documentales inocentes, los hermanos Lumière en Francia fotografiaban la vida cotidiana, un tren llegando a la estación, trabajadores saliendo de una fábrica, pero miras esas grabaciones ahora y de verdad se suspende el tiempo. Cien años completos toman vida. Creo que es el elemento más importante de la imagen en movimiento, registrar la historia o por lo menos ser un testigo de la historia, de alguna manera. Nos pone en contacto con la gente del pasado y es importante para nosotros conocer el pasado para ser capaces de formar el futuro”.

Hacer documentales es viajar en el tiempo.

hc

  • Federico Mastrogiovanni
  • Escritor y periodista, autor del libro 'Ayotzinapa y nuestras sombras' (Grijalbo 2024), entre otros libros. Es ganador del Premio Nacional de Periodismo 2021 en la categoría “entrevista/perfil”

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