¿Cuántas veces hemos escuchado esta historia? Decenas, quizá cientos de veces. La originalidad de 1917 no radica, sin embargo, en sus peripecias. La historia comienza así: dos soldados duermen a la sombra de un árbol. Estamos en Francia en el último año de la Primera Guerra Mundial. Los alemanes, al menos en apariencia, han emprendido la retirada. Un hombre se acerca a los soldados que duermen. Es un superior que, con voz de mando, ordena al más joven: “levántate, Blake, escoge a otro cabo y ven con él”. Blake es una auténtica representación del héroe bonachón, un arquetipo como Sancho Panza que, aún amodorrado, escoge al primero que encuentra a la mano, el otro que duerme junto al árbol: el cabo Schofield. Este resulta arquetipo del hombre pragmático y más bien cínico. Es él quien se transformará en el don Quijote de esta aventura, pero muy a su pesar.
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1917 es grandiosa y es épica, pero no por lo que dice (que ya lo hemos visto) sino por cómo lo dice. Primero hay que apreciar la actuación de estos dos. Dean-Charles Chapman es Blake y su honesto interés por volverse héroe de guerra y llevar a casa una medalla termina por enternecer no sólo al público, también a Schofield, interpretado por George MacKay. Es él, Mackay, quien desde los primeros minutos nos descubre que estamos frente a una obra maestra. Su actuación está llena de los matices necesarios en una obra que, como todas las grandes, habla de metamorfosis. Transformación. En estos pocos minutos hemos notado, además, algo importante: la cámara sigue a los protagonistas. Y no los dejará.
En efecto, 1917 es un larguísimo plano secuencia que, en su proximidad con los actores, ofrece al espectador la posibilidad de penetrar una aventura que pone en escena todas las emociones del ser humano. La fraternidad entre los soldados, la ternura paternal de Schofield y la candidez de Blake crecen. Es entonces que Schofield el cínico, el que no cree en lo que está haciendo, comienza a reconocer que la búsqueda en la que está metido es la empresa del Grial, ese objeto mítico que representa el sacrificio personal.
No se trata, sin embargo, de un elogio de la guerra; al contrario, se trata del sacrificio por ideales más altos. Además, 1917 es entretenida. Mantiene al espectador más insulso al borde del asiento. Con la cámara siempre cerca del héroe, pasamos por el terror de un búnker abandonado y por una ciudad en llamas en la que hay una mujer que, como Dido, le pide a Eneas que se quede para distraerlo de su misión.
El conflicto bélico se nos presenta como locura, como fuegos de artificio. Hay hacia el clímax un río turbulento en que la producción se permite seguir filmando y a George MacKay seguir actuando a pesar de que es evidente que en realidad se está ahogando. Por más que estemos acostumbrados a los efectos especiales, éstos sorprenden porque van unidos al arte. Por fin, cuando el río arroja a Schofield en tierra de nadie, ha llegado el momento más poético de la película. Nos encontramos en uno de esos bosques que parecen encantados. A lo lejos alguien está cantando. El cabo se ha despojado de todo: la comida, el arma, el casco. Se ha quedado solo consigo mismo. Estamos en lo que Aristóteles llama anagnórisis. El héroe se reconoce a sí mismo. Trae consigo un mensaje de salvación. Del cinismo ha pasado a la beatitud. Schofield, a punto de enfrentarse a la batalla más cruenta de su vida, ha dejado de ser un cabo. Es un caballero medieval.
1917
Sam Mendes | Estados Unidos | 2019
RP | ÁSS