Si hay algún destinatario que logra mantener mi interés en la bandeja de entrada es el banco, porque he sido víctima de ese sentimiento de despreocupación que da pasar la tarjeta de crédito como si fuera un fondo sin exigencia de pago o exento de trabajo para cubrirlo. Suelo ser medida con el desorden de mis finanzas, pero más de alguna vez esa cifra de números se ha convertido en un reclamo a mi impulso de teclear cuatro dígitos sin pensar en la consecuencia. ¿Qué tanto nos dice una cantidad?
Replico mi infancia en la impresión de mis cifras
Una maestra nos proyectó la famosa imagen de Magritte, Ceci n’est pas un pipe mientras lanzaba la pregunta: ¿Por qué esto no es una pipa? con afán de medir nuestra capacidad de abstracción; cortó nuestras ideas, “Porque es una representación, la forma de alguien de abordar su idea sobre un objeto y plasmarla en un cuadro”. Tenía lógica la respuesta, mucha, tanta que la mía no alcanzó a acceder.
Kandinsky es un gran revolucionario de las representaciones, sus cuadros retratan entre círculos fauvistas la música y las matemáticas que inspiraron al pintor; creía que “los objetos dañan a las imágenes”. Lleva el color al sonido, dotando el negro con el silencio y a los primarios como una explosión; Prestissimo si se pasaran a una partitura. También da un valor metafísico, sobre todo a la forma del círculo, predominante en sus últimas pinturas. Decía, que era la más cercana a la cuarta dimensión.
Es interesante ver la reducción de sus conceptualizaciones donde aparece una progresión de lo excesivo a lo minimalista que se desarrolla a la par de su búsqueda espiritual. “Es la armonización del todo lo que produce la obra de arte” dice en su libro, De lo espiritual en el arte (1911).
Me lleva a esa pregunta sobre la importancia que tiene generar una búsqueda existencialista de sobre para qué tomarnos la molestia de concebir una idea que no logrará transmitir con claridad la emoción bajo la que se pensó, y será insuficiente para alcanzar la lógica de un grupo de estudiantes universitarios.
En el lenguaje gráfico es difícil llevar esa armonización de nuestra realidad a un concepto, pero hay un campo que para mí le gana: el de la música clásica, un terreno aún más abierto a la polisemia. Sibelius nos dibuja sus paisajes finlandeses en cada una de sus piezas y sin conocer Finlandia, pone a transitar por mis oídos un bosque melancólico que me da frío y me llena de una tristeza que en mi imaginario conjuga perfecto con una atmósfera invernal; si me pidieran definirla en un tono como Kandinsky sería gris, el mismo de una tarde corta de fin de año. Pero, yo pienso en eso porque conozco un poco sobre la biografía del autor, sino conociera nada, tal vez el imaginario me llevaría a una primavera cálida más cercana al amarillo vivaz lejano al “blues de navidad” tan necesitada de serotonina.
Cuando cumplí seis años, mi abuelo me preguntó qué quería de regalo. Yo, encandilada ante la propuesta, pedí la mayor cantidad de dinero posible en mi imaginario; mil pesos. Sonaban a un fondo inagotable, y un gran aumento de mi patrimonio infantil. Decidí ahorrarlo, por miedo a deshacer aquel número alcanzado, preferí vivir con la idea de ser poseedora, hasta que mis padres lo gastaron sin decirme, descubrí que mi riqueza ahora consistía en un recuerdo. Lo más valioso de aquel regalo es el sentimiento es la ingenuidad infantil que se desempolva con una sonrisa cada vez que reaparece mientras imagino los posibles finales de mi tesoro.
Claro, que me enojé cuando descubrí su inexistencia, pero ahora lo resignifico como adulta y pienso que tal vez aquellos mil pesos representaron un alivio para ellos. No justifico su robo, todo pudo ser un poco más considerado si hubieran pensado en mi significado. Pero, una vez más, la lógica no nos alcanza a todos para descifrar qué hay detrás.
El recuerdo envuelve nuestros presentes.
La dualidad que representan las cosas es un tema que me engancha, esa parte donde cada quien es responsable de darle un valor a lo que hace. En unos meses de desánimo, donde cada día sonaba como preludio de Chopin, empecé a comprar billetes de lotería; un par, sin pretensión de enriquecerme, solamente por la esperanza que sentía cada semana cuando los revisaba.
Nuestras referencias son la moneda del significado.
Tenía un encanto el ejercicio de buscar la sorpresa en el sitio web de la Lotería Nacional, algo que raya en lo patético. Dos pedazos de papel que se podían transformar en millones de pesos, en una ilusión existencial, o en un separador de libros. Nadie entendía porque de un día a otro, comencé a comprar billetes, yo sí. Necesitaba una esperanza externa para justificar mi existencia. Esos boletos eran la trompeta de la marcha de mi cotidianidad que comenzaba con el Reveille del despertador.
Mi vida es un acto burocrático
Es difícil pensar que nuestra existencia se puede traducir fácilmente al acto de manipular papeles. Me acuerdo cuando leí El hombre en busca del sentido de Frankl, y relataba la parte cuando unos soldados habían deshecho el manuscrito que consideraba su chef d'oeuvre y lo reescribió en los papeles que encontraba usando eso como una necesidad para sobrevivir.
Existe un placer en acumular papeles de diferente tipo, cada vez más difícil porque el papel en estos tiempos se reemplaza por pixeles, pero algunos sobreviven como los periódicos impresos. Mi abuelo hizo un acto poético para documentar la biografía de mi madre, comprar el periódico cada cumpleaños para entregárselos cuando tuviera 18, así sabría que pasó en cada aniversario de su infancia; creo que no compartían ese placer de almacenar porque para ella solo fue una pila de papeles. Lo agradezco porque a diferencia del abuelo, no nos dejará una colección de cajas llenas de documentos y polvo como herencia.
De origen chino (como la mayoría de los objetos que consumimos a diario) apareció mucho antes de que los italianos pusieran su fábrica en Fabriano, mismo nombre que llevan los blocks favoritos de los artistas contemporáneos, también los billetes son una invención china, que aparecen en Europa hasta 1661 gracias al banco Sueco. Mi cartera carece de billetes, se conforma con tener tres soldados de plástico listos para cumplir ante la necesidad o irresponsabilidad de su capitana, según el caso. Realmente, dentro de mi lista de pendientes cada vez decae más la tarea de ir al banco a retirar efectivo. Un código de 4 dígitos sustituyó la necesidad de poner una firma para aprobar algo. Aquellos tiempos donde tenían que calcar la tarjeta de crédito y hablar al banco para autorizar la transacción han quedado dentro de la caja registradora de los recuerdos vagos.
El dinero siempre ha sido atractivo, no por la necesidad de una cifra estática en la cuenta, sino por el sentido de libertad que ofrece. En casa había una regla: “quieres algo, ahorras la mitad”. Después de ahorrar durante años para varias mitades me di cuenta que ambas medias partes se pagaban con tiempo.
Trabajé todas las mañanas de un verano para ver un par de tenis en mis pies que pronto perdieron para mí el sentido de “inclusión o satisfacción” y pasaron a convertirse en mi traducción de “mes de vacaciones”. Después de un par de años de uso, desaparecieron de mis pertenencias, sin ninguna consulta más que el criterio de la persona que los tiró a la basura, bajo toda ignorancia de su valor.
Desconocer el significado me ha salvado de muchos dilemas, se ha convertido en un comodín mental que me fuerza a empatizar con situaciones; Una muletilla emocional que aparece cuando prefiero el final abierto de la “posibilidad”, una indulgencia que me pasa como adulta, incluso cuando deseo que esos mil pesos aparezcan a final de mes, para cubrir ese gasto hecho en un acto de desconsideración ante mi significado.
AQ