Woody Allen dice que el fracaso tiene matices desiguales: “Hay una gran brecha entre fracasar en la letra impresa y fracasar en el escenario. Fracasar en la letra impresa es un asunto privado. Fracasar delante de la audiencia es algo embarazoso y el cómico experimenta la misma sensación desagradable que uno podría tener si lo crucifican”. El aserto, obvio, se refiere a la comedia, a quien inventa el chiste y a quien lo ejecuta ante el público ávido de risas y dispuesto a la venganza si se siente defraudado, porque el fracaso de un narrador o de un poeta no es una cuestión privada. Por su parte, el guionista tiene más posibilidades de cuidado. Si una película supera la mala hechura y desemboca en bodrio, el público lincha por instinto al director o a los actores, casi nunca se molesta en reclamar la cabeza del que escribió una porquería.
La opinión de Allen proviene de su autobiografía A propósito de nada (2020), un recuento vivencial sobrecargado de ironía y cuya prosa, como sus pelis, transmite con fidelidad el temple neoyorquino: su infancia en Brooklyn y su frustrada vocación de mago, el éxito precoz como redactor de chistes (a los 16 ganaba más dinero que su padre), el camino pedregoso del stand up y la tv de variedades, la carrera en cine, sus amigos, matrimonios, desavenencias, fracasos, escándalos, la historia con Soon-Yi y la querella con Mia Farrow por el presunto abuso que cometió con su hija Dylan, que ocupa casi una tercera parte de las 438 páginas del libro. (Al respecto, para quien quiera sumergirse en un pantano espeso de dimes y diretes, y sacar sus propias conclusiones, HBO max estrenó hace unos meses Allen vs. Farrow, miniserie dirigida por Kirby Dick y Amy Ziering, con la versión de la familia y gente cercana a la actriz.)
Pero volviendo a la autobiografía. Si algo queda claro, es que Allen es una especie de hierro magnético para seres más inestables que el uranio. Sea Louise Lasser, su segunda esposa, bella y talentosa, maniaca e infiel empedernida; sea uno de sus mejores colegas, Dick Cavett, el célebre comediante y presentador de televisión, carismático, ubicuo, irresistible, pero aquejado por una depresión de los mil diablos que lo mantuvo entre las fiestas y los electroshocks; sea su ex gran amiga Jean Doumanian, productora de sus filmes por largo tiempo, hasta que rompieron en los tribunales por una insignificante controversia: ella y su pareja se negaron a pagarle regalías. Sea, incluso, gente extraña: a los 25, una señora lo demandó argumentando que él no era Woody Allen sino un tal Ferdinand Goglia, el marido que la abandonó y le debía una millonada de pensión. Tras meses de abogados, él se presenta en el juzgado. La quejosa no asiste pero con sólo ver al demandado, el tribunal dictamina su inocencia, pues entre las edades de ambos median guerras, epidemias y avances tecnológicos y científicos.
Sea él mismo. Se confiesa el mayor fraude intelectual del siglo XX, porque no ha leído lo que uno cree, saquea los libros para ensamblar diálogos y sofisticar a sus personajes. Terminada la edición, no vuelve a ver sus filmes ni las cintas ajenas en las que actúa: “No me gusta verme en el cine, así que no vi ninguna de esas películas, como tampoco otra en la que yo actuaba en toda su extensión, llamada Cachitos picantes, de la que me di cuenta que ganaría el Oscar al Desperdicio Más Increíble del Celuloide del año 2000” (se trata de los filmes de Stanley Tucci y Douglas McGrath; Cachitos es, ni más ni menos, un churro de Alfonso Arau).
Hay cierto encanto en las memorias de un creador. La sencillez, auténtica o postiza, con que se muestran, los despoja del nimbo que tejen sus fantasías. Pues como Luis Buñuel, que dijo que si pudiera extender su vida solo sería para beber un whisky y fumarse un cigarrillo, Allen señala que él no aspira a habitar en los corazones y la mente del público sino a seguir viviendo en su casa.
AQ