Desde 1979, cuando Roman Polanski estrenó Tess, no había dirigido una película visualmente tan atractiva como esta polémica obra de 2019, El acusado y el espía. Se reconocen en ella las dotes del artista visual, el montaje, los movimientos de cámara y un color deslavado que sirve muy efectivamente para conducirnos a París en los últimos años del siglo XIX, cuando el capitán Alfred Dreyfus fue degradado y luego de un polémico juicio condenado al destierro en la Isla del Diablo para purgar un crimen que no cometió. El caso Dreyfus resulta importante, pues anuncia los horrores de la Shoah y porque demuestra, por primera vez en la historia del mundo, el poder de la palabra escrita, del periodismo en torno al cual se gestó ese término que hoy está tan manoseado: “intelectual”.
- Te recomendamos El año de la peste: el coronavirus de hace 355 años Laberinto
El título de la película de Polanski alude a un alegato que escribió Émile Zola en el periódico L’Aurore, afiliado por aquel entonces al movimiento obrero de corte anarquista de Pierre-Joseph Prudhon. El acusado y el espía es polémica por dos eventos que no necesariamente deberían relacionarse. Primero, Polanski está siendo acusado de violar a más de una chica y, segundo, Dreyfus fue acusado por el simple hecho de ser, como Polanski, judío. Las únicas palabras que unen los hechos anteriores son estas: “acusación” y “judío”.
La primera resuena, además, en el título y en el alegato de Zola contra el racismo. ¿Está Polanski sugiriendo que las acusaciones que pesan en su contra son tan injustas como las que llevaron a Dreyfus al destierro? Si así fuera, él mismo se está colocando en la picota y está manchando una obra de arte impecable al tratar de utilizarla como propaganda en su favor. Si así fuera, tendrían razón quienes se resisten a tratar de ver la obra con independencia de su creador pues el creador mismo ha relacionado ambos hechos.
La verdad es, sin embargo, que Polanski, aunque parece haber sugerido cierta similitud entre su caso y el de Dreyfus, no ha sido categórico al respecto. Vale la pena, por tanto, darle el beneficio de la duda y juzgar su película, en la medida de lo posible, como un evento estético independiente de las perversiones del creador. De otro modo, ¿qué haríamos con la obra de Pasolini? ¿Tendríamos que retirar a Caravaggio de los museos? ¿Debemos, en efecto, negarnos a escuchar a Wagner? ¿El hecho de que Chopin haya expresado abiertamente su desdén por la cultura judía debe arrojarlo fuera de cualquier lista musical? Creo que no, pero si Polanski insiste en utilizar el merecido prestigio que se ha ganado como artista para defenderse de hechos reales, entonces su obra debería tratarse como un pasquín.
Por lo pronto, hay pocas señales de que al interior de la obra ofrezcan ideas claras en uno u otro sentido. Tal vez en El acusado y el espía se insiste mucho en lo malévolo del nacionalismo francés y quizá el creador subraye con ahínco que su héroe es un adúltero, como para justificar de golpe cualquier transgresión sexual; lo importante en todo caso es el ritmo que recuerda un movimiento de Mahler o la poesía visual de la hermosísima película Tess. Querer extraer la cuestión política del caso Dreyfus es, por otra parte, tan absurdo como querer justicia sintiendo desdén por la verdad, pero en el arte ¿cuál es la verdad? Responder a esta pregunta es algo que corresponde a cada espectador. Es el lector y no el crítico quien sabe si es justo confundir o no a la obra de arte con el creador.
SVS | ÁSS