Para Rina García Lazo y Cristina Fernández
Hace cinco años, en noviembre de 2014, llegó a México un excéntrico pintor sueco. Se había interesado en el movimiento muralista y sus exponentes a través de algunos libros que le acercó una amiga mutua, Cristina Fernández. Su estancia tenía como objetivo conocer la obra de Rivera, Orozco, Siqueiros y Tamayo en toda su dimensión. En su recorrido, Johan Falkman supo que la pintura mural seguía en pie a través de dos representantes, Arturo García Bustos y Rina Lazo. Él, discípulo de Frida Kahlo, del grupo conocido como “los Fridos”. Ella, la mano derecha de Diego Rivera. Falkman hizo lo posible por conocerlos y lo logró. Pronto se reunieron en Coyoacán, en la casa de La Malinche, donde la pareja vivió hasta sus últimos días. El encuentro fue ameno y provechoso. El artista sueco, reconocido por sus retratos, los convenció de posar para él y me invitó, a través de Cristina, a registrar el proceso de aquella obra. Fue así como tuve la oportunidad de conversar con Rina y Arturo sobre sus experiencias en el muralismo. Reproduzco aquí la parte que corresponde a Rina Lazo, quien falleciera el 1 de noviembre.
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Rina Lazo llegó a México en 1946 becada por la escuela de Bellas Artes de Guatemala, su país de origen, tras haber ganado un concurso de pintura. Se inscribió en La Esmeralda, una de las mejores escuelas de arte, donde fue alumna de Andrés Sánchez Flores, el químico que preparaba los murales para Diego Rivera. “En la clase”, recuerda, “me mandó un recadito diciéndome que si quería ir a ayudar a Diego Rivera en la obra que hacía en el Hotel Del Prado, el famoso mural de Una tarde dominical en la Alameda Central. Por supuesto, me quedé extrañada. Apenas estaba empezando a estudiar pintura, pero Andrés me dijo: No, ya verá usted que sí va a poder. A las 6 de la mañana del día siguiente me presenté en el hotel. El muro estaba preparado para el fresco, un muro blanco, rugoso, y el maestro de pie ahí como una silueta oscura, con su sombrero puesto y su chaleco. Se acercó a saludarme, me besó la mano a la manera francesa y desde entonces empecé a colaborar con él hasta el día en que murió. Fue una experiencia maravillosa. Estuve con él desde finales de 1946; el mural de la Alameda lo firma en 1947 y muere en 1957. Fueron diez años los que tuve la suerte de estar cerca de un genio como Diego Rivera, el pintor más grande del siglo XX. Uno de esos fenómenos que se dan en el mundo cuando la inquietud llega a los jóvenes artistas para realizar pintura mural de contenido social”.
—Esa cercanía con Diego Rivera ¿cómo definió tu trayectoria en la pintura?
En realidad, no tenía más inquietud que aprender a pintar. Venía de provincia, de una ciudad pequeña donde no había pintura mural, pintura social, y me interesó mucho venir aquí y encontrarme con todos esos edificios pintados, todo ese interés, tanto en los jóvenes como entre los obreros. Había mucha inquietud y empecé a penetrar en todo eso. Además, por el hecho de estar trabajando con Diego Rivera tuve la oportunidad de conocer a Lázaro Cárdenas, que lo venía a visitar, al igual que Guillermo Haro, el astrónomo, poetas como Carlos Pellicer y muchos otros, porque Diego Rivera sabía de todo, de política, de ciencia y, por supuesto, de arte. Penetré rápidamente en lo que era el México de mediados del siglo XX y fue para mí una lección, no solo de pintura sino de política, conocer el pensamiento de todos esos grandes hombres. Era un pensamiento muy distinto, a diferencia de los nuevos pintores. Uno escuchaba, en los camiones, en la calle, conversaciones sobre la situación social y política del país. Hoy la gente está más preocupada por comprar ropa, ganar mucho, tener un coche.
—¿Cómo era un día de trabajo con Diego Rivera?
Desde el inicio de los murales trazábamos las líneas geométricas, veíamos las secciones áureas, la composición, la temática. Se buscaban libros. Por ejemplo, para el mural de la Alameda Diego llegó sin proyecto, con unos libros de Casasola sobre la historia de la Revolución mexicana y uno de de Posada. Yo le dije: “Maestro, usted no trae proyecto”. Y me contestó: “Es que un buen muralista, como los del renacimiento, crea sobre el muro, no trae proyecto”. Y efectivamente: lo vi crear el mural directamente sobre el muro con una facilidad admirable. Yo pensaba que era muy fácil, porque lo miraba trazar figura tras figura sin dificultad mientras yo le colocaba el carbón en la punta del carrizo. Lo observaba todo el día pintar, era maravilloso. Una vez, a las doce de la noche, me dijo: “Váyase a su casa, ya es tarde”. Era un México tranquilo. Me subí a un camión y me fui a casa. Al día siguiente regresé a las seis de la mañana y lo encontré sentado frente a la misma tarea, en el mismo lugar, con el pincel en la mano. Era admirable su pasión por la pintura. Se ha dicho mucho de Diego Rivera pero creo que su verdadero amor, su verdadera pasión, fue el arte. A Frida, eso sí, la quería y la admiraba mucho. Un día llegó y Diego le dijo: “Fridita, por qué no me vienes a ayudar”. Esa admiración y amor los demostró preocupándose por que se hiciera de su casa un museo. Fue un hecho muy importante porque de otro modo tal vez Frida no sería el icono mundial que es.
—¿Cuál dirías que fue el legado más importante que te dejó Diego?
El interés por hacer murales, sobre todo la composición, la temática y la técnica. Aprendí las mejores técnicas que prevalecen hoy en día, el fresco para murales y la pintura al temple para el caballete. Tuve la oportunidad, además, de pintar mi primer mural luego de dos años de estar con el maestro, en una logia masónica en la colonia del Valle. Llevé a Rivera para que lo viera y me escribió algo muy bonito que siempre recuerdo. Pinté otro mural al fresco en Guatemala que ahora está en el Museo de la Universidad de San Carlos. Y así, he seguido pintando cuando hay oportunidad. Estoy muy orgullosa de haber podido pintar un mural de veinte metros de largo para la sala Maya del Museo Nacional de Antropología e Historia. Después de haber ido a la Selva Lacandona, cuando se inauguró el museo, Ramírez Vázquez me dio la oportunidad valiosísima de penetrar en el arte prehispánico haciendo la réplica facsímil de las pinturas mayas de Bonampak.
—Más adelante también te acercas al grabado.
Conocía a Arturo García Bustos, quien trabajaba en el Taller de Gráfica Popular. Fui al taller con él, estuve trabajando y ahí conocí a Leopoldo Méndez, a Pablo O’Higgins, a Nacho Aguirre, a los grabadores más grandes del taller. Me entusiasmé con el grabado, aunque me costaba pensar en blanco y negro. Comencé a hacerlos en color, paisajes a la manera oriental, con varias planchas y entintando con pincel de colores, lo que resulta muy pictórico. He hecho grabado, no mucho, y han resultado bien a pesar de ser muy coloridos.
—Participaste de manera muy activa en el Frente Nacional de Artes Plásticas.
El FNAP fue una organización masiva de artistas. Recuerdo que todos los pintores destacados eran miembros, fueran de una tendencia o de otra. Era una organización muy importante, tanto que pretendimos que la decisión para organizar exposiciones en Bellas Artes fuera discutida también por algunos de los miembros y eso ya no les gustó, y trataron de debilitar al Frente. Teníamos una revista muy importante, Artes de México. Después de unos cuantos números dijeron que ya no había recursos (se le debía mucho a la imprenta) y que, por lo tanto, había que vender la revista. En ese momento, Siqueiros brincó, no estuvo de acuerdo, era uno de los más importantes fundadores. Juan O’Gormann dijo que él podía pagar esa deuda, pero a pesar de que se pagó, en el siguiente número se le quitó el nombre de FNAP y salió como Artes de México, revista que hasta el día de hoy es magnífica. Yo era de la directiva del Frente, así que me enteré de todo lo que estaba pasando, que era muy grave. Algunos artistas salieron del Frente para irse a trabajar al gobierno, lo fueron abandonando hasta que se disolvió. Ese fue el inicio de una lucha oficial en contra de la Escuela Mexicana de Pintura.
—¿Qué propició la salida de aquellos artistas del Frente?
Les pareció que no era correcto porque habían recibido la beca Guggenheim y regresaban con otro pensamiento. A los que no estaban dentro de la Escuela Mexicana se les invitaba a las bienales y oficialmente ya no se permitía que los profesores de la Escuela Mexicana siguieran dando clases. Fue un acuerdo que vino después de mucha propaganda que se había hecho en la revista de la OEA, una revista muy importante que circulaba por toda América Latina, sostenida por compañías como la Esso Standar Oil Company, la United Fruit Company y otros consorcios. Desde ahí empezó el ataque a la Escuela Mexicana. Se invitaba a gente como Martha Traba, y a otras críticas de arte importantes, a que escribieran sobre la Escuela Mexicana. Se llegó a decir que Diego Rivera no sabía dibujar, cuando era un maravilloso dibujante. En México se utilizó a José Luis Cuevas para esta publicidad. Él mismo reconoció las tonterías que decía porque en sus conferencias atacaba a los grandes. Yo participé en algunas, en el Museo de Arte Moderno, donde Cuevas le decía horrores a Siqueiros y los periódicos lo publicaban, porque lo malo no es que una gente lo diga sino que tenga eco. Y así fue como los mismos mexicanos, por órdenes de otros grupos, atacaron a la Escuela Mexicana. Se empezó en los periódicos, en las páginas culturales, a ensalzar a otros grupos, a denigrar a los muralistas, a decir que eran panfletos contra el gobierno. Ya venía de muchos años, desde que Diego Rivera pintó el mural en el Rockefeller Center y se atrevió a decir todo lo que sentía. Atacó al capitalismo desde el centro mismo, en Nueva York. Así lo dijo Rockefeller, a quien acompañé un día a enseñarle el mural a unas personas que habían venido de Estados Unidos especialmente a verlo. Les decía que no era posible aceptar que en el corazón mismo del capitalismo se pintara a Lenin. Ya luego se reunió gente muy importante de la cultura norteamericana, el director del Museo de Arte Moderno de Nueva York, el mismo Rockefeller, entre otros, para decidir si era o no conveniente atacar este movimiento social porque consideraban que era muy poderoso y podía traer consecuencias políticas en Norteamérica. Y así se inició, como todos lo saben, el ataque frontal a la Escuela Mexicana. A pesar de ello se siguieron pintando murales en México, sobre todo en provincia. Por ejemplo, en Veracruz o en Oaxaca la pintura de Arturo García Bustos. Todavía se hacen obras importantes, pero en esa época, como ya no había encargo para los pintores, comenzaron a hacer un arte diferente sin tintes sociales o políticos. Así obtenían mejores precios, además de los premios que siempre son estimulantes y necesarios.
—Sin embargo, Arturo y tú continuaron la tradición del muralismo. Han sido emblemas de la Escuela Mexicana de Pintura.
Nosotros siempre seguimos pintando murales, en México o en otros países. Fuimos, por ejemplo, a Italia. Parece mentira que nos hayan invitado a hacer un mural y dar clases de fresco en el lugar donde surgió la pintura mural al fresco. El hecho es que la pintura al fresco en México se había olvidado y cuando Diego Rivera regresa y quiere pintar murales y quiere pintar fresco, no sabía cómo era exactamente la técnica, aunque conocía los frescos del Renacimiento. Entonces, Javier Guerrero, un pintor magnífico que está olvidado, un indígena cuyo padre era pintor de pulquerías y conoció el fresco a través de él, pudo enseñar a Diego Rivera la técnica que venía de los antiguos mexicanos. Y yo también, he de decir, vengo de los antiguos mexicanos, soy de origen maya, y cuando de nuevo me encontré con ese arte me inquietó mucho, me interesó estudiar el pensamiento maya. Ahora estoy pintando un mural transportable sobre el inframundo. Me compenetré tanto que mi obra, aunque no es un arte social donde vemos a los guerrilleros, es un arte donde puedo decir algo que enorgullezca al mexicano y a todos los latinoamericanos de Mesoamérica que venimos de una gran cultura que no debemos perder ni olvidar.
RP