Lunes 4 de enero de 1960. Después de haber iniciado el año con su familia y amigos en Lourmarin, al sur de Francia, donde vivía desde hacía un par de años, Albert Camus muere en un accidente automovilístico. Había emprendido la ruta hacia París el día anterior con Michel Gallimard, sobrino de su célebre editor, a quien acompañaban su esposa Janine y su hija Anne. En ese viaje debía ir también René Char, quien al final decidió tomar el tren para no sobrecargar el lujoso Facel Vega de los Gallimard. Únicas sobrevivientes del accidente fueron Janine y Anne; Michel, gravemente herido, murió cinco días después. Emmanuel Roblès, amigo cercano del escritor, fue uno de los primeros en ver su cadáver. Al levantar la sábana que lo cubría se le reveló “el rostro de un durmiente muy cansado”, con un rasguño que le atravesaba la frente, “como un trazo definitivo que cancela una página”. Camus tenía 47 años.
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Entre el lodo y los restos del coche, encontraron su portafolios de cuero negro. En su interior, algunas fotos personales, su pasaporte, su diario, algunos libros (La gaya ciencia, Otelo) y el manuscrito de El primer hombre: 144 páginas que llenaban una escritura minúscula, difícil de descifrar, resultado del proyecto en el que trabajaba desde 1953, y dos cuadernos de notas para su redacción. A pesar de que desde 1960 su viuda Francine descifró el manuscrito, el libro no se publicó sino 34 años más tarde. El contexto —juzgó la familia— no era propicio: en plena guerra de Argelia, el relato de su infancia durante la época colonial podía suscitar un malentendido respecto a su posición política.
Quería respetar también ese ambicioso proyecto que le era tan preciado pues debía concretizar una nueva etapa en su labor literaria, una suerte de renacimiento tras la crisis moral y creadora que atravesó en la década de 1950. Así lo afirma en una carta de 1959: “No he escrito más que el tercio de mi obra. Con este libro, la comienzo de verdad”. De ahí tal vez la enorme dificultad para encontrar una escritura nueva, que deseaba “directa” y más personal, como una vuelta a sí mismo, tras la dispersión que trajo a su vida el Premio Nobel, su pasión por el teatro, la acción política. Dejaba atrás a los escritores norteamericanos, y Proust se volvía su modelo: “Empecé con obras donde negaba el tiempo. Poco a poco fui encontrando el origen del tiempo —su maduración—. La obra misma será una larga maduración”. Para ello, modifica su relación con el lenguaje, pero sobre todo con su propia historia. El primer hombre marca así un regreso a los silencios que habían asediado su obra: el padre ausente, la relación con su madre, la Argelia de sus primeros años.
Una novela monstruosa
La materia autobiográfica prima en esta novela inacabada, no sólo debido a la muerte accidental de su autor, sino a su naturaleza misma, “desmedida”, “monstruosa”, inabordable. La vida de su protagonista, Jacques Cormery, es la suya: la de un huérfano de la Primera Guerra Mundial, que creció en un barrio popular de Argel, dividido entre el mundo colonial de su infancia y su vida adulta en la metrópolis. La ficción le permite conferir a su experiencia personal una dimensión simbólica y mítica, contenida ya en el título. Pero sobre todo la ficción le da la ocasión de hablar de “quienes más quería”. De ahí quizá su plan en tres partes: los Nómadas, el Primer Hombre, la Madre. Por vez primera, abordaba la figura de su padre, Lucien Camus, con la que probablemente hubiera comenzado el libro: el primer hombre era él, uno de los miles de muertos de la batalla de la Marne al inicio de la guerra, en septiembre de 1914. Al visitar su tumba en Saint-Brieuc, en la Bretaña francesa, nunca visitada por su madre que permaneció en Argelia, Jacques constata la cruel paradoja que crea la marcha de la historia, su esencial absurdidad: “Fue en ese momento cuando leyó sobre la lápida la fecha de nacimiento de su padre, percatándose entonces de haberla ignorado. Después leyó las dos fechas, 1885-1914, e hizo maquinalmente el cálculo: 29 años. De pronto le asaltó un pensamiento que lo sacudió incluso físicamente. El tenía 40. El hombre enterrado bajo esa lápida, y que había sido su padre, era más joven que él”. Su desaparición hará de él, de Jacques, de Camus, el primer hombre, el huérfano que debe “aprender solo, crecer solo, en fuerza, en potencia, encontrar solo su moral y su verdad, nacer por fin como hombre para después nacer otra vez en un nacimiento más duro, el que consiste en nacer para los otros”.
La novela debía ser ante todo histórica, o, más bien, una novela en la que la historia se encarna en el cuerpo del padre y de la madre, pero también en el cuerpo de la mujer amada. Ya que, para Camus, solo la escritura y el amor pueden dar forma a la existencia, tal como lo escribe a una de sus grandes pasiones, María Casares: “triste es que no logremos poner un orden definitivo, una unidad muy clara en lo que somos. Siempre me he negado a la idea de morir informe. Y sin embargo… habremos de morir oscuros para nosotros mismos, dispersos y no sujetos como el haz de espigas maduras, sino más bien sueltos como granos regados. A menos de que un milagro haga que nazca el nuevo hombre”.
“A ti, que nunca podrás leer este libro”
Así dedica a su madre, Catherine, la que debía convertirse en su obra magna. Una mujer sencilla, discreta, que no sabía leer, proveniente de una familia pobre que emigró huyendo de la guerra francoprusiana, con la esperanza de encontrar una vida mejor en Argelia. Una mujer a la que —nos revela la novela— siempre amó con la misma intensidad de la infancia: “La mirada de su madre, temblorosa, dulce, afiebrada, se había detenido en él con tal expresión que el niño retrocedió, vaciló y salió huyendo. ‘Me quiere, entonces me quiere’, se iba diciendo en la escalera y al mismo tiempo comprendía que la quería locamente, que había deseado con todas sus fuerzas que ella lo quisiera y que hasta entonces siempre lo había dudado”. Los numerosos pasajes que le consagra figuran quizá entre los más bellos de su obra. Abandona su estilo enfático, grandilocuente, y encuentra el tono justo para relatar —respetando al mismo tiempo su doloroso silencio— la vida de su madre, tan parecida a muchas otras.
Camus descendía en efecto de la “tribu de los sin nombre”, de quienes no pueden permitirse el lujo de construir una memoria:
La memoria de los pobres está menos alimentada que la de los ricos, tiene menos puntos de referencia en el espacio, puesto que rara vez dejan el lugar donde viven, y también menos puntos de referencia en el tiempo de una vida uniforme y gris. Tienen, claro está, la memoria del corazón, que es la más segura, dicen, pero el corazón se gasta con la pena y el trabajo, olvida más rápido bajo el peso de la fatiga. El tiempo perdido sòlo lo recuperan los ricos. Para los pobres, el tiempo solo marca los vagos rastros del camino de la muerte. Y además, para poder soportar, no hay que recordar demasiado, hay que estar pegado a los días, hora tras hora, como lo hacía su madre, un poco a la fuerza, sin duda, puesto que aquella enfermedad juvenil […] la había dejado sorda y con dificultad en el habla, le impidió aprender lo que se enseña hasta a los más desheredados, y la forzó a la resignación muda, pero era también la única manera que había encontrado de afrontar su vida, ¿y qué otra cosa podía hacer?, ¿quién en su lugar hubiera encontrado otra cosa?
Así, El primer hombre afirma con fuerza lo que, según Camus, la literatura debe ser: un memorial, donde la vida de los olvidados encuentra la palabra, se inscribe en la historia que se había empeñado en hacerlos a un lado.
Sin embargo, su apego al mundo de la infancia lo llevó a ceder a la tentación de embellecer la pobreza, magnificándola sin cuestionarla: “al fin el único misterio era el de la pobreza, que hace de los hombres seres sin nombre y sin pasado, que los devuelve al inmenso tropel de los muertos anónimos que han construido el mundo, desapareciendo para siempre”. Como si la luz del Mediterráneo —que escindía su vida— purificara la pobreza, haciéndola ligera e incluso digna de añoranza: ahora sabía en el fondo de su alma que Saint-Brieuc y lo que representaba nunca había sido nada para él, y pensaba en las tumbas desgastadas y verdosas que acababa de abandonar, aceptando con una especie de extraña alegría que la muerte lo devolviera a su verdadera patria y cubriese a su vez con su vasto olvido el recuerdo del hombre monstruoso y [trivial] que había crecido y se había formado sin ayuda y sin auxilio, en la pobreza, en una orilla feliz y bajo la luz de las primeras mañanas del mundo, para abordar después, solo, sin memoria y sin fe, el mundo de los hombres de su tiempo, y su espantosa y exaltante historia.
Árabes sin nombre
El primer hombre es también la novela del Magreb o, mejor dicho, de su comunidad, los pieds-noirs, los franceses de ascendencia europea instalados en el norte de África durante la colonización. Al volver a su genealogía, Camus parece darle la espalda a la Historia. Responde al movimiento independentista con un relato en el que busca mostrar su pertenencia a la tierra argelina. En su última Crónica argelina (1958), deja claro su derecho a permanecer en la que considera también su patria, olvidando por completo la violencia de la colonización: “Con respecto a Argelia, la independencia nacional es solo una fórmula apasionada. Nunca ha existido aún una nación argelina. […] Hoy, los árabes no constituyen por sí solos toda Argelia. La importancia y la antigüedad del poblamiento francés bastan para crear un problema sin parangón en la historia. Los franceses de Argelia son también, y en el sentido fuerte del término, nativos”.
Le resultaba tal vez doloroso pensar en el segundo destierro que le esperaba a su familia. Como si el afecto lo hubiera cegado políticamente. De ahí que creyera en una Argelia francesa, una comunidad franco-árabe que evolucionaría lentamente hacia una justicia social: “Una Argelia constituida por poblamientos federados y unida a Francia me parece preferible, sin comparación posible en lo que respecta a la simple justicia, a una Argelia unida a un imperio de Islam que no realizaría para los pueblos árabes sino una suma de miserias y sufrimientos y que arrancaría al pueblo francés a su patria natural”. Su apego a la tierra de su infancia parecía impedirle entender la totalidad del problema colonial o, para decirlo con Edward Said, su “inconsciente colonial” fue más fuerte y lo llevó a seguir afirmando la prioridad francesa en Argelia.
A pesar de que en su labor periodística denunció las condiciones de pobreza extrema en la que se encontraban las poblaciones árabes y bereberes, como escritor, en El primer hombre, les niega de nuevo un nombre. Como en El extranjero o La peste, vuelve a designarlos sòlo como “los árabes”. Siempre al margen de sus relatos. Ninguno de ellos figuró como uno de sus personajes. Los mantuvo alejados de toda acción: presencias silenciosas —sino es que silenciadas—, espectadores, vigías de una conciencia occidental atormentada por las grandes causas y principios, pero que nada hizo para acercarse a las comunidades nativas.
ÁSS