Suponemos que somos racionales, pero hace 70 años, E. R. Dodds dictaba unas conferencias en Berkeley que se convirtieron en un libro estupendo, Los griegos y lo irracional (Alianza Editorial, Madrid): la sorpresa que sigue siendo para sus lectores averiguar que la mentalidad de Homero y los griegos concebía a un sujeto muy distinto, y al mismo tiempo semejante, de lo que nosotros suponemos ser. Para Homero, el ser humano no es siempre autónomo sino un ente abierto, sobre el cual pueden actuar y gobernar fuerzas distintas y externas.
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Por eso Voltaire no entendía a Homero; despreciaba sus personajes rotos e incapaces de dar razón de sí mismos. Lo enojaba el mismo punto que usa Dodds en su primera conferencia: “la explicación de Agamenón”. Y es que Agamenón había despojado a Aquiles de su botín, de modo abusivo, pero cuando necesita que el gran guerrero y sus mirmidones vuelvan a la batalla se ve obligado a disculparse: “No soy yo el culpable sino Zeus, y la Moira, y la Erinia que deambula en las tinieblas”. Aquiles acepta la excusa; Voltaire se enoja: le parece despreciable recurso literario que un “yo no fui” convenciera a un guerrero altivo y soberbio. Tiene razón, pero también se equivoca. El sujeto homérico no es un ente autónomo, ni suficiente: hay fuerzas que pueden tomar control de sus decisiones, según convenga al destino.
En el canto II de la Ilíada, Agamenón recibe un sueño de Zeus, pero decide que el dios engaña y hace lo contrario de lo que el sueño quería revelarle. Es capaz de suspicacias contra Zeus, pero se halla inerme ante la Moira y la Erinia. López Eire traduce “Moira” por “Hado”; Bonifaz Nuño pone “Destino”. Ambos son mejores opciones de ilación narrativa. La primera traducción, y el uso más frecuente de la palabra “Moira”, incluso en Homero, es el de “parte”, como oposición al todo o a lo que está completo. El destino es la parte que le toca a alguien, su lote. Es la deificación del fragmento, porque no existe el accidente.
Nosotros estamos casi obligados a suponer que el ser humano es autónomo; que hay un fuero interno, todo interior, cerrado, donde nada sucede que no sea uno mismo. No es posible siquiera imaginar la ética ilustrada, la de Voltaire, y sobre todo la de Kant, si no se supone una autonomía donde todo lo que sucede dentro de mí, soy yo. Incluso los sueños, desde Descartes, se explican respecto del sujeto que los sueña. Es el universo freudiano que simplemente supone que todo lo que sucede en el sujeto es el sujeto mismo. El sueño ha dejado de ser cosa que venga de fuera: se hace en uno y, aunque quién sabe quién hace el sueño, lo asumimos como cosa de un yo sin aberturas.
Habitamos el mundo creyendo que somos entes autónomos, en vías de conocerse a sí mismos y que, por supuesto, nadie sabe mejor que uno mismo las razones y mecanismos de nuestros propios actos, elecciones, decisiones... hasta que un como viento frío se nos cuela por la espalda.
Resulta que la empresa Cambridge Analytica (la del estupendo documental The Great Hack) alardeaba de conocer mejor a las personas de lo que ellas creían saber. Según Michal Kosinski, bastan 68 likes de una persona en Facebook para deducir su color de piel, orientación sexual, afiliación política; 150 son suficientes para entender la personalidad de alguien mejor que sus propios padres; y 300, dice Kosinski, me dejan saber más acerca de ti, de lo que tú mismo sabes.
Y nos vamos volviendo homéricos, de nuevo. Uno supone, según la sintaxis básica y común, que “entra” en las redes sociales de internet, cuando el verbo debiera ser el contrario: salir. Es decir: no entro a Twitter ni a Facebook: salgo a un universo del que solamente percibo una fachada colorida; en realidad, estoy abriendo mi información para la acción de fuerzas superiores a mi arbitrio ni al arbitrio de ninguna voluntad autónoma. Pongo un grano de arena en un desierto que crece: Big Data, algoritmos... y las redes sociales ocupan el lugar de Áte, la Moira y la Erinia. Zeus era un mal interventor: ni Agamenón le creyó, al revés, por completo del Dios de Descartes y su certeza del yo, con un Dios que no engaña.
El verbo “entrar” permite al retiario creerse una persona unitaria y consistente, sin percibir que deja abiertas y exhibidas sus entrañas virtuales, y que interpretar sus vísceras cibernéticas lo vuelve más predecible, más cognoscible para otros que para sí mismo. Somos como pájaros cuyas tripas interpretan otros arúspices.
ÁSS