Alí Chumacero: el desolado paisaje de la incertidumbre

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La exigencia formal de su poesía fue una respuesta a la hondura de sus preocupaciones estéticas y existenciales

Páramo de sueños —su primer volumen de poemas, publicado en 1944— es un libro cargado de pesimismo que erosiona con sus metáforas la fragmentación del
Diego José
Ciudad de México /

Una imagen persistente en la memoria de nuestra poesía, plasmada con oscura nitidez por José Gorostiza en Muerte sin fin (1939): “¡Más que vaso —también— más providente!/ Tal vez esta oquedad que nos estrecha/ en islas de monólogos sin eco”. Un joven Alí Chumacero (1918–2010) afirmaba en su primer libro el sentido de pertenencia y el impulso de individualidad solitaria que lo marcó para siempre: “Dejo flotar mi piel/ a través del cristal en que me ahogo/ como espejo en la noche,/ más delgada mi sangre y mis nervios al aire:/ esfuerzo que me hunde en lo destruido,/ voraz calor que me devora”. 

Si bien, la afinidad estética con la generación de Contemporáneos le aproximaba a ciertas preocupaciones estilísticas, su verdadera inquietud por adentrarse en los conflictos del ser, le llevó a elaborar una obra —capaz de absorber la experiencia lírica de nuestra tradición— más allá de las complicidades generacionales. José Emilio Pacheco ubica la importancia del contexto histórico en la sensibilidad de Chumacero, una época desgarrada por los conflictos mundiales centrados en Europa, que modificaron la percepción de quienes fueron jóvenes entonces. No por casualidad, Páramo de sueños —su primer volumen de poemas, publicado en 1944— es un libro cargado de pesimismo que erosiona con sus metáforas la fragmentación del ser, donde el sueño aludido en el título no es más un refugio sino el desolado paisaje de la incertidumbre: “Náufrago de mi propio sueño,/ como si transportara en la flor de los labios/ el silencio desnudo”. Hay una permanente desazón enunciativa en el libro, incluso la presencia del amor resulta fatídica: “Un mar de sombra eres, y entre tu sal oscura/ hay un mundo de luz amaneciendo”.

La sobria plasticidad de su lenguaje me remite al tenebrismo pictórico del Barroco: sus imágenes configuran un entramado oscuro y denso que anula el espacio determinado en que sucede el poema, no hay un aquí ni un ahora sino una atemporalidad angustiante; sus metáforas superpuestas y complementarias tienen la doble función de encubrir e iluminar, dejando al poema en una atmósfera etérea que acentúa en contraluz el sentimiento de incertidumbre que lo domina por completo: “Vivo bajo la piel/ y soy la sombra sólida que contra el sueño lucha:/ respiro inconsolado reposando/ en tus labios los míos temblorosos,/ agonizante entre tus manos/ como náufrago o ala sin espacio”. 

Tal vez, la intuición de ese páramo destruido en que se convertiría el Siglo XX orilló a Chumacero a indagar una manera distinta de acercarse a las palabras —de rondar con las palabras el vacío de significado— para después abandonarse a su mutismo. Alfonso Reyes comparaba el ejercicio de la poesía con la lucha de Jacob y el ángel, es decir, una batalla contra lo inefable; no tanto por el ardor del misterio, sino en cuanto a la lucha por nombrar con precisión, el impreciso universo de las emociones. La sentencia es de Verlaine quien aconsejaba un espíritu frío para domar el verso. Se trata de una imagen más próxima al herrero que al ladrón del fuego. El verbo que se me ocurre es templar. Para Reyes —como para Mallarmé y Chumacero— el genio de la poesía puede provenir del arrebato, pero se acendra en el dominio de las palabras que es el lugar donde ocurre la contienda con el ángel.

Cada libro de poesía debiera brindarnos el recuento de esta lucha. Alí Chumacero, exigente como ninguno a la hora de asumir este precepto, nos entregó en tres excelsas muestras su encuentro con el ángel de la poesía, cuyo envés demoníaco lo tentó con la perfección de la forma: Páramo de sueños (1944), Imágenes desterradas (1947) y Palabras en reposo (1956) representan, cada vez que nos acercamos a su fuego, lo que —en palabras de Ezra Pound— Chumacero asumió como divisa: “La función del artista es precisamente formular lo que no ha encontrado expresión en el lenguaje”. 

Derivada de esta vocación poética, su poesía se abocó a encontrar la exacta correspondencia entre emoción, expresión, símbolo y efecto: “La exaltación —dice Chumacero— se torna en un objeto capaz de producir exaltación, y su sentido se abre a quienes sepan descubrir en sus significados la intensidad propia de sus emociones”. La emotividad precede al poema, pero debe conservarse en la expresión; por eso, el símbolo resguardado en la metáfora, libera las ataduras del sentir a través de su significado, para producir una sensibilidad nueva o renovada en el lector. 

La exigencia formal de su poesía fue una respuesta a la hondura de sus preocupaciones estéticas y existenciales. Aquellos que viendo la noche alguna vez creyeron desplomarse al mundo saben que más que bálsamo, a veces, la poesía también es una desgarradura.    

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