Uno de los descubrimientos más felices que he hecho dentro del cine reciente es la filmografía aún ceñida pero altamente sofisticada de la italiana Alice Rohrwacher (1980), quien al cabo de estudiar filosofía y literatura en la Universidad de Turín se especializó en la escritura de guiones en la Scuola Holden fundada por Alessandro Baricco.
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Su primera experiencia tras la cámara fue el documental político colectivo Checosamanca, que rodó en 2006 al lado de nueve colegas y que despliega un quinteto de historias ubicadas en distintas ciudades de Italia, aunque su debut en solitario se produciría cinco años después con el título de Corpo celeste (2011), un pequeño milagro cinematográfico que funge como carta de presentación del peculiar talento artístico de Rohrwacher y que traza con pericia un retrato tan entrañable como misterioso del tránsito de la infancia a la adolescencia.
Centrada en Marta (la admirable Yile Vianello en su primer trabajo actoral), una chica a punto de cumplir trece años, la trama de Corpo celeste se adentra en el espacio liminal entre niñez y pubertad para desde allí arrojar dardos sutiles pero eficaces contra la religión católica y sus formas institucionales, absurdas y anquilosadas. Rohrwacher elige justamente la mirada de Marta, inquieta y precoz, para mostrar un mundo donde la inocencia acaba más pronto de lo que aparenta en el espejo retrovisor de la vida. Junto con su madre y sus dos hermanas, la protagonista se muda de Suiza a Reggio Calabria en el sur de Italia y así ejemplifica el desarraigo que impacta de manera mental y a la vez corporal. El cuerpo al que alude el título del filme es el de Cristo crucificado pero también, y quizá sobre todo, el de Marta, que experimenta los cambios biológicos característicos de su periodo vital como si se tratara de enigmas por resolver a solas: la edad vuelta un acertijo insondable. Son varios los hallazgos de Corpo celeste, pero subrayo dos: el escepticismo de Marta con respecto a los ritos religiosos —la Confirmación en específico, que marca metafóricamente el umbral de la madurez— y su nexo con la figura crística en una bella escena de bordes eróticos. Entre los muchos detalles encantadores de la película destaca el tributo a Sátántangó (1994), una de las obras maestras del húngaro Béla Tarr, de la que Rohrwacher selecciona la célebre secuencia en que dos hombres caminan en medio de una tormenta y un vendaval de basura para crear su propia versión. Un fragmento de esta versión se convertiría posteriormente en el logotipo de Tempesta, la compañía productora de sus cintas.
El segundo largometraje de la cineasta italiana, que le mereció el Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes, es una hermosa muestra de las honduras humanas a las que se puede llegar cuando se sabe manejar la sonda de la sencillez naturalista. Le meraviglie (2014) se constituye como un canto a la pérdida no solo de un estilo de vida sino de la inocencia al enfocarse en una familia radicada en la Umbria profunda y dedicada a la apicultura, el oficio que Reinhard Rohrwacher —el padre alemán de la directora— practicó en la provincia de Terni durante la juventud de Alice y su hermana mayor Alba, la actriz que aparece en casi toda su filmografía. Esta familia es el vehículo que Le meraviglie aprovecha para brindar una estampa fidedigna de los núcleos sociales que crecen al margen del avance pretendidamente civilizatorio, y la adolescencia ofrece el punto de quiebre con dicha marginación. La sensibilidad excepcional de Rohrwacher permite que sus personajes solo en apariencia menores vayan cobrando una estatura mayor a medida que se desenvuelve la historia. El final de Le meraviglie, enigmático y fantástico a la vez, eleva el filme entero a un territorio metafísico que otorga una dimensión inédita a lo que se nos había relatado hasta ese momento.
Cuento de fantasmas, estudio de la explotación fomentada por la burguesía, fábula sobre los poderes secretos de la naturaleza, sátira social. Todo esto es Lazzaro felice (2018), el tercer largometraje de Rohrwacher, una de las obras más originales del cine europeo contemporáneo que no en balde ganó el premio al mejor guión en el Festival de Cannes. Para mostrar que la bondad y la candidez son los dones más misteriosos en la era turbia que corre, Lazzaro felice los reúne en el intrigante personaje principal, que se revela como una novedosa representación del viajero en el tiempo y es encarnado por Adriano Tardiolo en su notable debut actoral. (Hay que señalar que desde Corpo celeste impresiona la facilidad con que Rohrwacher empatiza con intérpretes principiantes para que puedan conceder actuaciones sólidas y memorables.) Inspirada en una anécdota ocurrida en los años ochenta, sobre la esclavitud a que una marquesa sometió a comunidades campesinas sin contacto alguno con el orbe exterior, Lazzaro felice continúa la investigación de sociedades aisladas iniciada en Le meraviglie y reafirma la astucia de una estupenda narradora audiovisual. Con un pie plantado firmemente en terreno neorrealista, el cine de Rohrwacher acude no obstante al vuelo de la ensoñación para concebir parábolas atemporales.
Dieciséis años después de la experiencia en el mosaico colectivo Checosamanca, la directora quiso volver a probar fortuna con el cortometraje y el resultado es un cuento navideño perfecto que se teje en poco más de media hora. Inspirado en una carta que la extraordinaria escritora Elsa Morante envió el 21 de diciembre de 1971 a su amigo Goffredo Fofi, y que terminaría por transfigurarse en uno de los textos incluidos en el libro póstumo Piccolo manifeste e altri scritti (1988), Le pupille (2022) es un relato ubicado en un orfanato durante la Segunda Guerra Mundial que evidencia la inmensa capacidad de seducción del séptimo arte, una joya de múltiples fulgores que patentiza el indudable oficio de Rohrwacher. Con una ironía finísima, Le pupille lanza una crítica a la rigidez de la educación católica, prolongando de otro modo la mirada aguda de Marta en Corpo celeste, y al mismo tiempo capta el ambiente de opresión padecido en época de conflicto. Compuesto en su mayoría por niñas de diversas edades que no son actrices profesionales, el elenco de este corto da todo de sí para irradiar una armoniosa luz en las tinieblas.
A diferencia de los tres largometrajes que lo anteceden, y que operan a la inversa, La chimera (2023) comienza precisamente en la luz para concluir en la oscuridad del inframundo alegórico al que Arthur, el nuevo Orfeo (un Josh O’Connor magníficamente desastrado), desciende para rescatar a Beniamina, la nueva Eurídice (Yile Vianello, a quien vimos debutar en Corpo celeste), de las garras de la muerte. Las ceremonias nocturnas que tanto atraen a Rohrwacher —una peregrinación en Corpo celeste, una cacería en Le meraviglie, una serenata en Lazzaro felice— se extienden aquí gracias a una de las tantas excavaciones clandestinas acometidas por Arthur y sus secuaces. Sin ocultar su deuda con Federico Fellini, cuyo espíritu rocambolesco se pasea a sus anchas entre el saqueo de sepulcros etruscos que conforma el motor de la trama, La chimera regresa a los años ochenta de Lazzaro felice para seguir abonando con inteligencia al neorrealismo mágico patentado por la directora. Es este un filme que se debe tanto al género de aventuras como a la comedia picaresca y que es surcado por una suerte de gozoso ánimo fúnebre —el oxímoron es intencional y necesario— que deriva de la búsqueda en el presente de la amada difunta entre los despojos del pasado profundo por parte de Arthur, el joven arqueólogo británico con dotes de taumaturgo que además es capaz de entablar comunicación con los muertos. Esta reelaboración imaginativa del mito de Orfeo y Eurídice es reforzada por la inclusión de algunos fragmentos de La fábula de Orfeo (1607), la ópera de Claudio Monteverdi, que sirven como contrapunto de esta otra fábula contemporánea urdida en torno de los ladrones de tumbas —tombaroli, como se les conoce en la zona de la Italia central donde se desarrolla la historia— comandados por Arthur y sus virtudes de vidente telúrico. Pródigo en detalles sensacionales como la breve ruptura de la cuarta pared diderotiana efectuada por una fotógrafa francesa y la fluctuación entre dos formatos visuales para marcar la distinción entre realidad y ensueño, La chimera marca el inicio de una etapa de mayor madurez en la obra de Alice Rohrwacher, quien con este cuarto largometraje constata su resplandeciente singularidad en el paisaje del cine actual.
AQ