En cierta ocasión, en un conversatorio público con otros escritores, Álvaro Mutis expresó: “Nunca he leído un libro que me aburra. Si un libro me aburre, sea del escritor que sea, lo cierro inmediatamente. Leo un libro para comunicarme, para sentir la presencia y el calor de alguien. Cuando eso no sucede, cierro el libro. O sea, no leo para aprender, sino sencillamente para seguir viviendo”.
Pienso que para Mutis la amistad era como leer un buen libro, un libro que no lo cansara, que no podía cerrarse, con el que pudiera conversar y comunicarse para percibir la existencia y el aliento del otro. Aspirante decidido a atesorar sobre todas las cosas un espíritu adolescente, tenía la rara virtud de hacer sentir a cada quien que desarrollara con él algún nivel de empatía, por la causa que fuera, un genuino sentimiento de proximidad. Si la lectura era para él un placer y una insondable alegría, con sus instantes de encuentro y desencuentro, divergencias y acercamientos, como en todo, así era tal vez para él la vivencia de la amistad, basada siempre en una alta dosis de complicidad mutua por algo, por un tipo de vino, por un libro, por un autor, por alguna actividad que le daba profunda consistencia. Lo principal para él, me parece, era el conservar ese niño que llevaba dentro, que creía arduamente en la vida como un tiempo de celebración, a pesar de que en todas partes y a toda hora aflora la putrefacción, la mierda, la injusticia, la corrupción de un mundo que se le antojaba despreciable. Hombre de personalidad extensa e inagotable curiosidad, bromista inteligente e irredento, fue un ser que se reía de sí mismo, que no se tomaba en serio, un poeta al fin y sobre todo eso: un poeta.
Lo conocí personalmente hacia 1984. Me lo presentó el poeta y traductor luso-queretano Francisco Cervantes, un ser que podía ser al mismo tiempo áspero, gruñón y afable, singular e impredecible, en una lectura en la que Mutis participó en el Palacio de Bellas Artes. En esos años yo era un geólogo provinciano dedicado a la exploración en las montañas de Jalisco, que a veces se escapaba al DF para intentar entrevistas con escritores que luego aparecían en la edición dominical del diario colombiano Vanguardia Liberal de Bucaramanga o en la revista bogotana Gaceta de Colcultura. Allí aparecieron, entre otras, conversaciones con José Agustín, José Luis González, Luis Cardoza y Aragón, Ernesto Mejía Sánchez y Sergio Pitol. Intenté entrevistar en una ocasión al propio Cervantes, pero el poeta me llevó a un antro donde a su lado se sentó una dama que él conocía y a cada pregunta mía sobre su obra y su trabajo de traductor, la desapacible señora siempre metía su cuchara, por lo que la interviú resultó impublicable. Entonces me sugirió buscar a Álvaro Mutis, con quien sin duda —me dijo— se lograría un diálogo sugestivo y encantador.
Yo había leído parte de la poesía de Mutis desde mis años de estudiante de bachillerato en Zipaquirá. A Los elementos del desastre y Los trabajos perdidos regresaba de manera intermitente en la década de 1970. No era una poesía que me apasionará sin medida en esos abriles de mi vida, pero había algo en ella que rozaba sin tregua mi apreciación de las cosas y el mundo. Sería, quizá, la peculiar visión sobre la vanidad de las empresas humanas, el absurdo de nuestros esfuerzos y la prisa loca en la que se extravía la vida. El encuentro no fue posible por esa época, tal vez por los constantes viajes de Mutis y porque yo pasaba largos periodos en un yacimiento aurífero al occidente de Jalisco. Sin embargo, cuando empezaron a aparecer sus novelas a finales de los ochenta y principios de los noventa, le di puntual seguimiento a la saga de Maqroll el Gaviero, esa prolongación natural de su poesía. Fue por esa época que empecé a verlo con mayor frecuencia.
Visitó Morelia, la ciudad que me habita, en varias ocasiones. Le gustaba caminar por las calles del centro histórico mientras conversaba animadamente de las cosas que veía, lo que nos rodeaba, las visiones que le llegaban palpitantes de su memoria andante. Su conversación era firme, su voz vigorosa y sonora siempre impregnaba sus palabras de un cierto espíritu caviloso que le daba diafanidad a su discurso, salpicado de guiños irónicos y dosis imperceptibles de descreimiento. Nos metíamos a algún restaurante, bebíamos una copa de vino tinto antes de las viandas y su conversación se volvía un río. Era un placer escucharlo, sus historias parecían brincar impetuosas sobre los platos y marcharse tranquilas a tropezar con la vida en las calles. Todo en él rezumaba brío, empuje, frescura. Una tarde dio una charla en la Casa de la Cultura de Morelia sobre poesía hispanoamericana, que resultó memorable. Nos habló de la obra de Enrique Molina, Vicente Gerbasi, Juan Liscano, Gastón Baquero, Gonzalo Rojas, Jorge Gaytán Durán, Carlos Martínez Rivas, Blanca Varela, Cintio Vitier y muchos otros. Hubo instantes relevantes como cuando leyó con su voz inconfundible de bajo ligero unos versos del venezolano Gerbasi, que se tatuaron en mi imaginación cual impronta indeleble: “Detrás de los árboles secos/ una era nueva/ mueve jardines fluviales./ Entre las hojas/ las mujeres desnudas/ se abren como tulipanes húmedos”. Al día siguiente, en el mismo lugar, hizo una lectura de poemas de Summa de Maqroll el Gaviero que acababa de aparecer en la editorial Visor de España. El público que colmaba la sala escuchaba expectante, mientras a mí me conmovió de manera especial el “Nocturno” que termina con los versos: “Ahora, de repente, en mitad de la noche/ ha regresado la lluvia sobre los cafetales/ y entre el vocerío vegetal de las aguas/ me llega la intacta materia de otros días/ salvada del ajeno trabajo de los años”.
Siempre sospeché que a Mutis le intrigaban dos cosas mías. Que fuera geólogo y que hubiese vivido largos años en Rusia en mi juventud. Lo primero tenía que ver con Amirbar, cuando Maqroll se vuelve minero; y lo segundo se relacionaba sin duda con la cultura, el idioma y la literatura de ese extenso país que a él siempre se le hizo legendario, que de seguro quiso conocer algún día, pero por los azares del destino nunca le fue posible. Se habría divertido caminando por las calles de Moscú, de Perm o de Kazán, o por Novgorod la Grande, “la muy santa, las tres veces bendita capital de Rúrik” (según reza en el poema que le dedicó a ese lugar), habría sido feliz en ese territorio enigmático, como lo fue en su amada Constantinopla. Pero a lo más próximo que pudo llegar de esas tierras fue a una costa de Finlandia, en el mar Báltico, desde donde le pareció divisar el remoto reflejo de las luces de Petersburgo.
En otra ocasión presentó en Morelia mis versiones de poemas de Anna Ajmátova, que habían aparecido en la colección Poemas y Ensayos de la Dirección General de Publicaciones de la UNAM. Fui a recibirlo al aeropuerto local y tan pronto pisó tierra me entregó tres cuartillas de un prólogo que le había solicitado unas semanas antes para el libro Cinco poetas rusos que aparecería después en la editorial Norma de Bogotá. Me sorprendió su gesto y la manera ágil y comprometida como abordó en esas tres páginas, que tituló “Las voces de la tormenta”, la poesía de Mandelstam, Sologub, Gumiliov, Blok y la propia Ajmátova: “los poemas seleccionados de estos autores son de un acierto feliz, porque alcanzan a transmitir con toda fidelidad la atmósfera, el mundo secreto y los demonios y obsesiones que definen a cada uno de estos iluminados por el dolor del hombre y la belleza del mundo que nos rodea”. Muchas veces hablamos de estos poetas que a él le fascinaban. En la biblioteca de su casa en San Jerónimo reservaba un estante completo para estos y muchos otros escritores rusos que leía, sobre todo, en versiones francesas. Su interés por los escritores rusos ha sido una constante. A finales de 2001 le envié un cuaderno publicado por Filodecaballos con versiones de catorce poetas rusos. A los pocos días me llamó sólo para decirme “qué maravilla, viejo, qué fuertes y recios son esos poetas rusos del siglo de plata” y aclaró que le habían gustado, sobre todo, los poemas de Sologub, Arseni Tarkovski y Tsvetáieva. A comienzos de 2013 lo llamé y noté su voz un poco apagada, pero no fue sino que le recordara a algunos de estos poetas y su voz se animó de nuevo vivamente: “¡qué maravilla son esos poetas rusos!”, y se extendió esta vez en Ajmátova y Pushkin. Estoy casi seguro que Mutis me percibía como una especie de cómplice en la lectura de los escritores rusos, tan caros para los dos y que ambos habíamos leído: Ajmátova, Lidia Chukovskaia, Paustovski, Víctor Serge, Kuprin, Zoschenko y muchos más. Alguna vez me confesó que Joseph Brodski le había caído un poco gordo (en uno de esos encuentros televisivos de los años ochenta alrededor de la figura conductora de Octavio Paz), porque habló en algún momento mal de Chéjov. En esas complicidades, me parece que Mutis dejaba correr el efluvio natural de la amistad y el interlocutor no podía más que disfrutarla con la mayor intensidad.
En el traslado del aeropuerto a Morelia le comenté que había acabado de leer las novelas Amirbar y Abdul Bashur, soñador de navíos. La segunda me gustó mucho, y la primera me inquietaba porque Maqroll se había vuelto buscador de oro en tierra firme, asunto al que yo me dedicaba desde hacía años. Me atreví a preguntarle cómo había ocurrido la transformación de Maqroll, un hombre de mar, en minero. Me parecía fascinante esa osadía. Le comenté que tal vez por su inexperiencia minera Maqroll al entrar a la mina buscaba la veta en el suelo del socavón, mientras los mineros con colmillo y los geólogos la buscan, por el contrario, en el techo o en la frente de la galería. Mutis me escuchó con atención, sonrió divertido y dijo con toda naturalidad: “carajo, tienes razón, no sé qué le pasó al Gaviero”. Años después volví a leer Amirbar en un campamento de exploración en el distrito minero de San Diego Curucupaceo, al sur de Michoacán, y me gustó más que la primera lectura, hasta tal punto que en el levantamiento de las minas y en el respectivo mapa que elaboramos, a uno de los filones lo bautizamos como Amirbar, en honor al Gaviero.
A fines de los años noventa lo visité varias veces en su casa de San Jerónimo. En ocasiones íbamos con el escritor, poeta y periodista Eduardo García Aguilar, quien en 1993 publicó Celebraciones y otros fantasmas, una larga y muy completa conversación con el inventor de Maqroll el Gaviero, una biografía intelectual. A Mutis siempre lo encontrábamos alegre, le daba gusto que lo visitáramos, no cesaba de conversar de mil cosas, de sus amigos (en su estudio había una gran cantidad de ellos en fotografías), de los libros que más le gustaban, sacaba botellas de la cava y nos preparaba tragos de su invención, escuchábamos música por horas y siempre había un momento aparentemente contradictorio, pero delicioso, en que ponía en discos de acetato primero “Dios salve al zar”, interpretado por un coro ortodoxo portentoso, e inmediatamente después el enérgico y melodioso himno de la extinta URSS ejecutado por otro coro igual de maravilloso, esta vez del Ejército Rojo.
Siempre me ha parecido que leer a Mutis ha sido una de las buenas cosas que me han sucedido. Hay que leerlo para dudar de todo y no creer sino en la lectura de los libros prodigiosos que prolongan la vida. Solo esos libros nos pueden alimentar eficazmente en medio de los destrozos de un mundo que corre con prisa y sin remedio hacia su propio extravío, donde todo está condenado al olvido. La obra de Mutis es la de un esteta atrevido del deterioro, la de aquel que sabe que una palabra es suficiente para que se inicie “la danza de una fértil miseria”.
Lo visité con el escritor Mario Rey, estudioso de su obra, la última vez, apenas unas semanas antes de su muerte. En una agradable habitación del segundo piso de su casa nos recibieron Carmen y don Álvaro. Departimos durante tres horas, recordamos, bebimos whisky Chivas, Mutis tomó tres tragos, estaba animado, nos habló de su infancia en la finca de Coello, de su llegada a México, de Lecumberri, de su amigo Gabo, a quien había visto recientemente. Le había llevado mi libro reciente, La vida entera y otros cuentos raros de escritores rusos, lo acariciaba, lo hojeaba, lo ponía sobre una mesita, lo volvía a tomar y al leer el índice exclamaba: “¡Ah!, Gógol, Gorki, Andréiev!” y lo volvía a poner sobre la mesita. Al salir, Carmen nos acompañó y pudimos ver una vez más, en la planta baja de la casa, su estudio, su cueva llena de libros, su sillón gris con cuadritos morados en los que solía sentarse a leer o a dar entrevistas. Reviví por un instante nuestras veladas en ese lugar. Al salir a la calle ya anochecía, sentí un ligero aire de despedida y le comenté a Mario que de seguro Mutis seguía imaginando nuevas empresas y tribulaciones de su entrañable personaje.
Años después, en mis paseos mañaneros por la avenida Universidad de Morelia, me lo encontraba con frecuencia a la entrada de una librería; en un rincón detrás de un cristal atisbaba a los transeúntes con su leve mirada. Si no fuera porque era la entrada a una librería, uno podría pensar que alguien lo olvidó en ese rincón para que siguiera en la vida. Ahí estuvo su imagen varios años, su rostro con ojos traviesos, bigote claro, su sonrisa curiosa mirando pasar las cosas del mundo. La gente deambulaba a su lado, miraba la foto, seguía de largo. Donde estaba esa librería universitaria ahora es un café y ya no está la foto de Mutis en la entrada. Pero, aun así, cada vez que camino por la avenida me quedo ahí parado, en la entrada del café, unos segundos, pienso en Amirbar, en Abdul Bashur, soñador de navíos, en el errante Maqroll que valoraba la amistad y descreía de todo. Y entonces pienso en su poesía, en sus novelas, en su conversación, en su figura, en las palabras que siempre me ofreció y que hoy vibran todavía en mi espíritu con todos sus ecos, con todas las navegaciones y tribulaciones del inolvidable Gaviero.
Mutis esencial
Poeta, narrador, memorialista (y la voz en off que narraba algunos pormenores para la audiencia de habla hispana en la serie de televisión 'Los Intocables'), Álvaro Mutis tiene una obra consagrada a mostrar la futilidad de las empresas humanas. El artífice de esta empresa es Maqroll el Gaviero, protagonista de siete novelas: 'La nieve del Almirante' (1986), 'Ilona llega con la lluvia' (1988), 'Un bel morir' (1989), 'La última escala del Tramp Steamer' (1989), 'Amirbar' (1990), 'Abdul Bashur, soñador de navíos' (1991) y 'Tríptico de mar y tierra' (1993).
Dos libros contienen la visión poética de Álvaro Mutis: 'Los elementos del desastre' (1953) y 'Los trabajos perdidos' (1965). Su singularidad proviene de una rareza: no se inscriben dentro de la tradición colombiana sino de un proyecto de renovación que mucho le debe a las técnicas del surrealismo. Como ocurre en las novelas, estos poemarios expresan la desazón frente a un mundo que irremediablemente se va o que ya no es posible habitar. La nostalgia convive con la angustia existencial.
El memorialista se halla presente en 'Diario de Lecumberri' (1960). Se trata, como el mismo Álvaro Mutis escribió, del testimonio de una experiencia —quince meses en prisión— “nacida de largas horas de encierro y soledad”, que pudo revelarle “aspectos, ocultos para mí hasta entonces, de esa tan mancillada condición humana”. No es descabellado imaginar que Macqroll naciera entre los muros de Lecumberri.
Jorge Bustamante García (Zipaquirá, Colombia), escritor, geólogo y traductor. Ha publicado poesía, ensayo, relato, novela. Entre sus libros se encuentran: Invención del viaje (1986), Literatura rusa de fin de milenio (1996), El viaje y los sueños: la literatura rusa en la obra de Sergio Pitol (2013) y Las calles de las ciudades ajenas (2018). En 2021 apareció su versión de la novela utópica Estrella Roja de Alexander Bogdánov. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.
AQ