Muchos son los escritores a quienes Álvaro Uribe encarnó desde la publicación de Topos (1980), un ceñido libro de cuentos, hasta Los que no (2021), quizá su novela más autobiográfica. Son tantos como los tiempos, estilos y tradiciones a los cuales se consagró y supo reanimar con voluntad artesanal. Hay de este modo un Álvaro Uribe que, con paciente naturalidad, sabe entretejer el saber libresco y el arte de contar; se trata, nada más y nada menos, del dueño de la palabra y de la linterna que la alumbra de Historia de historias.
Hay un Álvaro Uribe que imagina el testimonio de Arnulfo Arroyo, el fallido asesino de Porfirio Díaz cuyo paso por la historia nacional es arrancada del olvido gracias a los oficios de un tal F. G., el demiurgo tras la maquinaria narrativa de Expediente del atentado. Muy distinto es el indiscreto relator de los infiernos domésticos que atiza a sus semejantes en Autorretrato de familia con perro, como lo es el narrador y protagonista de Morir más de una vez, el mismo que se oculta detrás de la memoria paradójica de quien fue y también de “quien estuvo a punto de ser”. Otro es el moralista de nuestros días, al que no debemos confundir con los lanzadores de anatemas, el descendiente aventajado de Teofastro y Jean de La Bruyère que fustiga a la fauna académica y cultural en Caracteres. Y diverso es el Álvaro Uribe convertido en biógrafo de Federico Gamboa o el ensayista de La parte ideal, capaz de urdir la libre exploración de las ideas con los recuerdos personales. Solo así, siendo muchos, Álvaro Uribe pudo erigir una obra polifónica y polimorfa desde la cual sospechamos que “todo en el fondo nos ocurre a todos”.
Observo esta personalidad —o vocación— múltiple en Expediente del atentado con mayor intensidad que en otros de sus libros. Vamos del pastiche a la parodia de la minuta oficial, del informe policiaco a la confesión, del diario al intercambio epistolar y a la crónica de sucesos. Géneros tan disímiles como incompatibles conviven hasta dar la visión total de un fresco creado por varios ejecutantes. No es un asunto menor que, a la par de la composición narrativa, la novela consiga elevar a una figura insignificante —por el resultado final de su empresa— a la altura de personaje. Dice Arnulfo Arroyo durante uno de los interrogatorios: “De haber ajusticiado a Porfirio Díaz, como era sin duda mi intención, yo reclamaría ahora para mí toda la gloria. Con igual egoísmo asumo plenamente la ignominia del fracaso”. Unas páginas después de esta declaración, leemos: “Quedo impuesto del contenido de la amable misiva que acaba de traerme su mensajero”. No es asunto menor hacer convivir la prosa de ocasión con la vitalidad expresiva de un “escritor indecente”.
Esta irresistible estructura fragmentaria parece la razón de ser de la obra de Álvaro Uribe. Pienso en esa otra novela de espíritu nostálgico y movida por el presentimiento de que el cáncer no concede una segunda oportunidad: Morir más de una vez. Es el recuerdo —o el recuerdo ya menos parecido al modelo original— de un tiempo evocado treinta años después de los hechos contados. El narrador escribe desde 2009 —o asegura que desearía escribir la novela que estamos leyendo en el año futuro de 2009 mientras yace en la cama de un hospital— con la necesidad de traer de vuelta sus tratos profesionales, intelectuales y amorosos con París. Frente a nosotros se extiende una ancha galería habitada por personajes —como en Los que no— encumbrados por la pluma del narrador pero al final casi siempre derrotados por sus ambiciones. Lo importante, o lo que debería serlo cuando hablamos de audacia formal, es cómo esos personajes ofrecen algunos pedazos de sus vidas: a la manera de los protagonistas de un cuento, con las dosis justas de premios, desgracias y revelaciones súbitas para desaparecer poco después sin olvidar imprimir su huella. El novelista Álvaro Uribe procura los registros fragmentarios, las brevedades contenidas en la vastedad, porque, como declaró en 2015 tras la recepción del Premio Xavier Villaurrutia por Autorretrato de familia con perro, “Soy un cuentista exiliado en el territorio extraño de la novela”.
Un cuentista exiliado… ¿es el mismo detrás de Los que no, el canto elegiaco por una generación? Como en tantas ocasiones, Álvaro Uribe —es decir, la escritura personificada que ocupa la página— se confiesa predispuesto a “las admirables y temibles narraciones no ficticias, o casi no ficticias”. Los tanteos de la memoria, y aun sus extravíos, son, contradiciendo a la historia, una verdad literaria. La fórmula “Rigurosamente cierto”, admite el fabulador que ha sido incluido “en el bando de los que no vivieron todo lo que habrían podido vivir”, proviene también “del arsenal de mañas de la literatura”. De modo que, a pesar de los esfuerzos por dar noticias fidedignas de un pasado, todo termina convertido en ficción narrativa, y lo hace con una de las estrategias menos recurrentes en el cuento: la exposición del “yo” como trasunto de los otros.
Veo al autor de Los que no ocultando al cuentista que siempre dijo ser pero no encuentro desliz alguno en este acto postrero. Ahora que he releído algunos de sus libros fabulosos, con su extraña mezcla de formalidad y desparpajo, de máximas elegantes y opiniones contundentes, he creído descubrir el eslabón que hermana a los muchos Álvaro Uribe fertilizando la imaginación de Álvaro Uribe. He reconocido la ironía, esa juguetona y a ratos estricta manera de juzgarnos a nosotros mismos, que nos hace descreer “de las respuestas elementales”. Solo bajo este signo es posible firmar esta declaración de principios, supongo, su carta de navegación: “narrar acontecimientos semejantes a los que viví, a los que pude haber vivido, a los que me gustaría no vivir y a los que ha vivido la gente que voy conociendo”.
AQ