Cuando Ana Lara (1959) ingresó, en 1975, al Conservatorio Nacional de Música (México), encontró absurdo y atraso. No pudo recibirse.
“Las materias que me faltaba cursar ya no existían y no había equivalencias. En cambio, materias fundamentales como contrapunto, instrumentación u orquestación no existían y había que tomar las clases en otros lados”.
La cátedra de composición, a cargo de Mario Lavista (1943) y Daniel Catán (1949-2011), iba en dirección contraria: hacia la experimentación y la profundidad. Gracias a ellos, Ana Lara —junto con otros jóvenes compositores como Gabriela Ortiz, Mariana Villanueva, Rosa Guraieb, Ramón Montes de Oca, Armando Luna, Ricardo Risco, Luis Jaime Cortez, Hebert Vázquez y Juan Fernando Durán— entendió que analizar una obra exige descubrir pensamiento y que eso, el hallazgo de la poética sonora, abre el oído y la mente hacia experiencias musicales más amplias, intensas, desconcertantes y complejas.
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“Mario Lavista estaba experimentando en ese momento con las nuevas técnicas instrumentales y probablemente fue eso lo que más me marcó en esa época: descubrir cómo instrumentos tradicionales ofrecían toda una nueva gama de posibilidades tímbricas y, por tanto, expresivas”.
Estas búsquedas están presentes en la primera obra que Ana Lara escribió: Hacia la noche (Ediciones Mexicanas, 1985), en donde una flauta sola se explora a sí misma. La naturaleza de su exploración es el enfrentamiento: enfrentarse contra sus miedos y sus márgenes para sonar a todo lo que se supone una flauta no debe sonar, un supuesto que durante 300 años (siglos XVII, XVIII, XIX y principios del XX) controló la manera de articular sonidos en el mundo de la música occidental, un supuesto asociado a la tradición tonal y su necesidad de estructurar cualquier discurso en torno a la melodía.
Hacia la noche es una búsqueda ansiosa por renovar estructuras y formas; en su ansia lleva radicalidad y, por lo tanto, algo hay en su apariencia sobre descontrol, desconcierto y desarticulación; sin embargo, la esencia de esta renovación radica en un esqueleto cuidadosamente estructurado del que resalta su riguroso interés por el detalle. El rigor comienza con el destinatario —la obra está escrita para Guillermo Portillo; es decir: el sonido particular de un flautista específico— y el tipo de flauta —perforada con el si grave—, y el rigor se extiende hacia las notas de carácter que acompañan los compases para indicarle al intérprete cambios expresivos cuya dinámica es la exaltación de los contrastes: la orden de tocar “como en un susurro” es precedida por la de tocar “con decisión” y a la orden de tocar “desde la agitación” le sigue una petición de tocar “dulce y tranquilo”, cada vez más lento, hasta que el sonido debe desaparecer “como una sombra”.
En su propósito de desafiar la interpretación tradicional, la partitura ofrece una sección destinada a especificar intrincados señalamientos técnicos; por ejemplo: “transformar poco a poco un sonido eólico en real y viceversa” o “con la parte interior del labio superior, cubrir parte del orificio superior de la embocadura para obtener un ligero silbido dos octavas más arriba de la posición fundamental indicada”.
Tras haber escrito Hacia la noche, Ana Lara viajó a Cracovia para especializarse en composición en la Academia Superior.
“En Polonia, el ambiente era muy distinto al de México. Se respiraba la excelencia. El nivel era altísimo. La cultura polaca en los ochenta era muy vanguardista, sobre todo en ballet y teatro. Witold Lutosławski pasaba cada año una semana con nosotros para trabajar sus obras con la orquesta de la escuela que él dirigía, y claro: era una oportunidad maravillosa para conocer a fondo su música”.
De esta época datan su primera obra escrita para orquesta: La víspera (1989), y sus dos primeros proyectos escénicos: Viejas historias (1988), espectáculo dancístico-teatral con coreografía de Rossana Filomarino, y Más allá (1988), música incidental para la obra homónima sobre Mathias Goeritz dirigida por Natalia Carriazo. Pero lo más importante de su aventura polaca fue haber descubierto sensaciones clave para descifrar su íntimo pensamiento musical: aversión por hacer asociaciones entre instrumentos y conceptos (retóricas del tipo trombones/destino, amor romántico/ tema A de cinco notas) y fascinación por trabajar con el sonido como único material compositivo.
“El poeta Eduardo Milán dice que los artistas tenemos, si bien nos va, una idea que vamos repitiendo a lo largo de nuestra vida y si esa idea es buena, tanto mejor. Yo creo que, efectivamente, cada compositor tiene sus obsesiones (que no son necesariamente elegidas) y vamos hilando alrededor de ellas, tratando de profundizar en la búsqueda”.
En Ana Lara, la obsesión evidente, esa que ella controla, es el sonido por sí mismo: explorar, curiosa, incansable, todas las posibles voces. Pero su música también está atravesada por obsesiones que se le desbordan, sueños secretos de los que no es del todo consciente, destinados a jamás ser descifrados. Un camino hacia la resolución de este enigma quizá tiene que ver con el nombre de su primera obra: Hacia la noche y el nombre de la más reciente: Cuando caiga el silencio (que se interpretó cinco veces en 2019 entre Londres, Guadalajara y Niza). Ambos nombres encierran un misterio pasivo. Su pasividad radica en las palabras “hacia” y “cuando”; su misterio radica en las palabras “noche” y “silencio”. Dos misterios deseados que no han llegado: se va hacia la noche y se afirma que llegará el silencio, pero aún hay ruido y es de día. Las obsesiones secretas de Ana Lara quizá se relacionan con eso: con la irresolución y la espera. Ella propone una idea literaria y la deja irresuelta: Cuando caiga el silencio…, y ahí, en el misterio, actúa su música: cuando el silencio caiga ¿qué?, ¿entonces qué pasa?, pero el sonido no disipa dudas; al contrario: las profundiza y expande, se asume increado y dirige sus búsquedas hacia atmósferas indefinidas y cosas rotas. La incertidumbre es la esencia oculta de su poética.
“La incertidumbre ha sido parte fundamental de mi trabajo, desde siempre, y no creo que vaya a desaparecer. Hay tal cantidad de técnicas y estéticas que a veces uno se siente perdido. En cada una de mis obras intento experimentar con técnicas que no he usado, lanzarme a nuevos retos, trato de ir un poco más allá ante cada obra. Encontrar nuevas maneras de decir las cosas es lo que hace que quiera seguir escribiendo música”.
En estos días iniciales del 2020, con 60 años recién cumplidos, Ana Lara alistaba Breves sombras, que será estrenada por la Orquesta Filarmónica de la UNAM el 7 de noviembre en la Sala Nezahualcóyotl. La obra explora algunos gestos presentes en la Sinfonía núm. 8 de Beethoven (1770-1827) —quien este año cumple 250 años de nacido—, como la técnica de aceleración del tempo, los contrastes armónicos y el empleo de octavas, aunque evita las citas explícitas y centra su narración en establecer un diálogo atmosférico desde una extroversión que trasciende al espíritu enérgico de la Octava para sumergirse también —inmersión bosquejada en la palabra “sombras” del título— dentro de los últimos cuartetos para cuerdas beethovenianos (del 12 al 16), donde se experimenta con la fragmentación del pensamiento y por primera vez en la historia de la música la duda idiomática se instala en la exploración sonora.
ÁSS