El título de El arte mágico (Atalanta, 2019) de André Breton estaba destinado a ser extraño, pero en este tiempo lo será, tal vez, por razones que su autor no podría haber previsto. En la actualidad y sobre todo aquí, en México, habrá quien lea esas tres palabras y piense que el libro es de maleficios o de amarres: artes mágicas. Habrá quien lo crea de un tratado de arteterapia (palabra que tiene varias definiciones, no todas seudocientíficas). Habrá quien se pregunte, incluso, qué sentido tiene publicar un libro, y en edición tan lujosa, cuando se puede conseguir cualquier producto “sobrenatural” en el mercado o mall más cercano, y cualquier información sobre lo “extranormal” en la televisión o en internet.
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Sin embargo, El arte mágico no es un manual, un recetario ni un grimorio. Es un ensayo: una historia del arte desde la perspectiva del surrealismo: un repaso de obras de muchos tiempos y lugares distintos a partir de su relación con la magia, que Breton define como “el conjunto de operaciones humanas cuyo fin es dominar imperiosamente las fuerzas de la naturaleza mediante el recurso a unas prácticas secretas de carácter más o menos irracional”. No importa si se cree, o no, que semejantes operaciones puedan dar algún resultado, alterar o influir en lo real: el primer enigma que El arte mágico nos invita a considerar no es cómo convocar a la lluvia, a la riqueza o a la potencia sexual, sino cómo ha persistido el concepto o el deseo de lo mágico, que está emparentado con la religión pero no es religión; que no es ciencia, aunque muchos la juzguen al menos colindante con el pensamiento científico, y que no abandona la imaginación de la especie humana.
Breton (1896-1966) no fue solamente un escritor surrealista sino, como se sabe, el primer teórico y cabeza visible del surrealismo, que fundó con la publicación del Manifiesto del Surrealismo (el primero de varios) en 1924. En las décadas posteriores, el movimiento que empezó como una propuesta de ruptura radical creció, se diversificó, se fragmentó y comenzó a ser asimilado en la tradición del arte occidental, como probablemente era inevitable, pero Breton, a su propia manera, siguió defendiéndolo hasta su muerte. El arte mágico apareció menos de diez años antes de ésta, en 1957, como parte de una colección del Club Français du Livre, ricamente ilustrada con fotografías de obras artísticas desde la prehistoria hasta el siglo XX. La edición estaba pensada para ser pequeña y de difícil acceso: un libro para coleccionistas, que en efecto estuvo largo tiempo agotado.
La nueva edición de Atalanta —diseñada por su director, Jacobo Siruela, y traducida por el gran Mauro Armiño— recupera el texto y las reproducciones de la original no solamente por su belleza, sino porque, en varios sentidos, El arte mágico resulta una especie de testamento artístico de Breton y una reafirmación del pensamiento surrealista más allá de la existencia del movimiento como tal. El surrealismo ha sido, y puede seguir siendo, una cara oculta, una sombra o un complemento, del racionalismo: no su negación sino su trascendencia, una exploración de la conciencia humana y una apuesta por su libertad.
El libro opera al menos de dos formas distintas en quien lo lee. La primera es superficial: por sí mismas, las imágenes —producto de una labor curatorial extensa y cuidadosa— provocan la maravilla, pues son bellas y desconcertantes. La estatuilla de marfil de la Venus de Lespugue (de algún momento entre el año 27 mil y el 20 mil a. C.), la imagen de un andrógino en un códice medieval del siglo XIV, La aparición de Gustave Moreau (c. 1876), El cerebro del niño de Giorgio de Chirico (1914) o un fotograma de la película Häxan: la brujería a través de los tiempos de Benjamin Christensen (1922) comparten el poder del distanciamiento fantástico: “qué rara se ve”, podemos decir de cualquiera, y al compararla con nuestra imagen de “lo normal” o “lo real” pondremos en juego, aun si no lo deseamos, las definiciones y las prejuicios que controlan nuestra percepción del mundo.
La segunda forma es más profunda porque involucra la semejanza crucial entre el surrealismo y la magia: el sobrepasar, o rodear, o poner en pausa a la razón, para no sólo reconocer los contornos de nuestra manera habitual de pensar sino para intentar alguna otra. Esto no requiere, ni rechaza, creencia alguna en lo sobrenatural. La “consigna fundamental del surrealismo”, escribe Breton, es la “liberación sin condiciones del espíritu”; esa noción es la base para proponer el surrealismo como nada menos que una posibilidad de vida y de una ruta difícil para el pensamiento. No de contemplación y abandono, sino de aprendizaje y esfuerzo: un camino estrecho, lejos de ilusiones, como el que se ofrece a los iniciados en la mejor tradición de la escritura mágica, desde John Dee hasta Eliphas Lévi. En estos días de mercantilización y saturación informativa, se nos sigue queriendo vender lo mágico como “oculto”, inaccesible a todos salvo unos pocos iniciados, cuando nunca ha sido más fácil —como ya decía— conseguir fórmulas mágicas, recetas para la felicidad, gurús y otros amos a quienes entregar la voluntad. Esa rendición es la causa de muchos males de nuestras sociedades actuales: no estaría mal volver a escuchar la voz de André Breton y pedirle, como a un oráculo, otra pista: otro punto de partida para interpretar y modificar nuestro presente.
Nota final
Al término del libro hay una larga sección en la que personalidades de la cultura occidental de mediados de siglo responden (o no) una encuesta de diez preguntas escritas por Breton acerca de los temas de 'El arte mágico'. El libro revela su edad en la escasez de mujeres entre esos entrevistados, igual que en varios giros del texto que ahora parecen anticuados, como decir “el hombre” en lugar de “la humanidad” o alguna otra frase más incluyente. Pero haríamos mal en rechazar El arte mágico´´ por ser un texto de su tiempo en esos aspectos. Para André Breton, su lección fue intuida o revelada, más grande que él y que su propia época.
RP | ÁSS