El 5 de agosto de 1962, Marilyn Monroe apareció muerta en su dormitorio. El día anterior, Andy Warhol había concluido una exposición en la Ferus Gallery, por lo que se dedicó a recorrer Manhattan para acopiar todas las mercancías relacionadas con la Monroe. Tenía pensado hacer una memorabilia.
En ese tiempo, Warhol ya había pintado a algunas celebridades pero el deceso repentino de la rubia más chic de Hollywood, le inspiró el propósito de su iconografía: congelar (o conjurar) a la muerte y al desastre a través de un lienzo, reconstruir el encanto y el horror tomando como punto de partida al fotograma.
La búsqueda de Marylin culminó con una instantánea de la película Niagara (1953), donde protagonizó a Roose Loomis bajo la dirección de Henry Hathaway. El resultado: veinte divas sobre fondo anaranjado, con cabello amarillo, párpados verdes, labios rojo oscuro, el lunar en la mejilla izquierda como coordenada del deseo. La repetición de los retratos coincide con la opinión del galerista neoyorquino Tony Shafrazi acerca del carácter fílmico de la obra. El conjunto remite a un trozo de celuloide, el territorio natural de la mítica Norma Jeane Baker (“el mejor ambiente que se me puede ocurrir es el de una película, porque es tridimensional físicamente y bidimensional emocionalmente”, escribió Warhol en Mi filosofía de A a B y de B a A).
De este modo, Warhol desarrolló su técnica utilizando fotografías prestadas o que él mismo capturaba, decenas de rollos de los que escogía una sola pieza, y que amplificaba sobre seda o acetatos para luego retocar los contornos y pigmentarlos con tonalidades fuertes o delicadas, ya que el secreto entre la belleza y la fealdad lo tenía en sus propias manos. El color adecuado o el esmalte inoportuno producían efectos contundentes. El criminal captado en blanco y negro granulado de la serie Most Wanted de 1964 (John Victor G., Raymond C., Andrew F., John S. o Arthur Alvin M.) se hallaba a un abismo de distancia de las impresiones de próspera belleza que trasmitían los cuadros de Holly Solomon (1966), la Baronesa de Walden (1973), el retrato de la señora Zoppas‒Sachs (1973), la socialite Lee Radziwill (1972), la voluptuosa Diane von Furstenberg (1974) o el lienzo de Debbie Harry (1980), cuyo tratamiento fue muy parecido al que llevó a cabo con Marilyn Monroe.
Sobre esta cuestión, el poeta y crítico Carter Ratcliff anotó en su ensayo Looking good: Andy Warhol’s utopian portraiture: “Los artistas hacen muchas cosas con las ficciones del arte. Inventan imágenes de un equilibrio perfecto; invocan la exaltación de la melancolía; nos invitan a intuir las texturas de su punto de vista o de su toque personal. Ambiciosamente, los artistas proponen al mundo una nueva forma de ser. Inventan ficciones del género utópico, tal como lo hizo William Blake en sus revisiones acerca de la Biblia y Miguel Ángel”.
A través de un paralelismo estético entre los retratistas decimonónicos como John Singer Sargent y Jean Auguste Dominique Ingres, Carter Ratcliff no solo ponderó la visión futurista de Andy Warhol con respecto a sus obras y modelos (el dibujante, al fin y al cabo, persigue a la posteridad), sino que desentrañó la debilidad que tenía por las celebridades. Lo hizo a partir de la literatura: “Estoy tentado a decir que los modelos de Warhol no tienen nada en común más allá de posar para él, y no hay nada más que eso. Hay una pista en un pasaje de El gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald. Daisy, el amor de la vida de Gatsby, ha visto por primera vez la enorme casa de la orilla norte de Long Island. «No sé cómo puedes vivir solo aquí», dice ella. «La mantengo llena de gente interesante», responde Gatsby. «Gente que hace cosas interesantes. Gente famosa». La lista de invitados de Gatsby, con un poco de retraso, es la lista de modelos de Warhol”.
Por cierto, el mayor orgullo del dueño de la Factory y jerarca del arte pop era su agenda telefónica.
AQ