Annie Ernaux nos recibe en su casa situada en las afueras de París para conversar acerca de su obra, una de las más importantes en la actual literatura francesa. Su historia personal, la de una mujer de provincia nacida en una familia proletaria ajena al universo letrado, le permite hacer un análisis sin concesiones de la relación entre cultura y sociedad. Su trabajo, siempre comprometido, acaba de ser distinguido con el Premio Formentor, que le permitirá realizar uno de sus sueños de juventud: conocer México.
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—En su escritura, muestra la dimensión política de la intimidad al vincular la memoria individual y la colectiva.
Van siempre juntas. No podemos separar lo íntimo, lo individual de lo general o colectivo, ya sea del punto de vista histórico, sociológico, de lo cultural. Se trata de una convicción de la que no tenía del todo conciencia cuando comencé a escribir. En un principio se trataba de una especie de introspección, pero incluso en lo que parecía más íntimo, como en Pura pasión y Perderse, que eran análisis de una pasión que nunca presenté como mía a pesar de que era mi experiencia, quería más bien observar cómo la pasión nos atraviesa y desestabiliza. Intentaba objetivar todos los indicios, los síntomas, en los que desde luego hay también un aspecto social.
—¿Este aspecto social distinguiría su obra de la autoficción?
Sí, completamente. Para mí, la autoficción se basa en lo que le ocurrió a alguien, pero que la ficción —es decir, cierta manera de arreglar la historia— transforma. No hay ninguna búsqueda de la verdad. Aunque tampoco quisiera compararme con autores de autoficciones que se asumen como tales. No me interesa. Pero es importante establecer una diferencia y recordar que empecé a escribir antes de que la autoficción se impusiera en Francia. En el fondo las categorías no importan mucho; sin embargo, sé que a los lectores ese tipo de definiciones les son necesarias.
—¿Se trataría más bien de acercarse a lo real, de no ficcionalizar lo vivido?
En efecto. Escribir es intentar alcanzar lo real, lo que cada individuo experimenta al vivir y que nada tiene que ver con las apariencias. En lo que vivimos siempre hay algo por descubrir. Cuando vivimos algo, no tenemos las herramientas para entenderlo, estamos solo inmersos en la experiencia. La escritura es justamente mi herramienta de investigación, como lo son para un científico los métodos que utiliza para comprender los fenómenos. Hasta que algo no está escrito, tengo la impresión de que no lo he comprendido. Aunque esto no implica que al final lo habré logrado. Lo que cuenta es la ruta hacia esa verdad. Busco que al final de cada uno de mis libros ocurra lo que decía Proust en La prisionera al ver tocar a Albertine una pianola. Cuando termina, el narrador, lleno de emoción, exclama: “me parecía que después de haberla escuchado había una verdad más en el mundo”. Creo que un libro debe ser justo eso: una verdad más en el mundo.
—Me parece que en su obra va muy lejos en la manera de compartir su intimidad. No creo que intente exhibirse, sino más bien responder a una necesidad. ¿Qué la llevó a publicar partes tan íntimas de su diario?
No quisiera publicarlo completo, basta con los extractos que he dado a conocer. Publiqué un periodo que me parecía importante, Perderse, la parte correspondiente al año y medio que ocupó la pasión de la que hemos hablado antes. A pesar mío, cuando por fin pude releerlo, pensé que debía hacerlo público. Durante seis años, no tuve acceso a esa parte de mi diario pues el hombre con quien tenía entonces una relación me lo prohibió. Tenía celos de lo que había escrito sobre ese otro hombre. Primero me pidió que lo destruyera y después que lo sellara poniéndole un precinto —le juro que es verdad— para que pudiera asegurarse de que no lo abriría. Resulta increíble hasta dónde puede llegar la voluntad de dominación masculina, a la cual, debo confesar, me plegué. Cuando rompí con él, volví al texto y vi que formaba un todo. Si no se hubiera tratado de mí, bien hubiera podido presentarlo como una novela. Era de una total autenticidad. Sin embargo, si podía mirarlo así es porque ya no era la mujer que se expresaba ahí. Por eso no me fue difícil revelarlo, a pesar de la ambivalencia. Entre lo que vivo y escribo hay un plazo necesario que me permite tomar distancia y verme como si fuera otra. “Sí mismo como otro”, decía Paul Ricoeur.
—En Los años, al referirse a la historia de las mujeres —y a la suya propia— evoca “la desdicha de tener un útero” o nos recuerda “la muerte roja de las mujeres” a la que las conducía el aborto clandestino en Francia.
Cuando hablo de la desdicha de tener un útero no me refiero al hecho de ser mujer, sino a la situación en la que las mujeres se encuentran respecto a la procreación desde tiempos inmemoriales. La sociedad hace que las mujeres vivan su cuerpo así. Contra lo que lucho y no dejo de cuestionarme es la dominación masculina que perdura en las estructuras mentales y en la vida diaria.
—Pero el hombre que le prohibió leer su diario ejercía su dominio sobre usted. Al mismo tiempo, en Perderse parece sugerir que habría una forma de libertad al entregarse a una pasión.
Cuando se publicó Pura pasión, en particular en Estados Unidos, hubo reacciones muy violentas que tachaban el libro de antifeminista. Pero, para mí, el solo gesto de escribir apegándome a la manera en que lo viví era un gesto feminista. Podemos, desde luego, seguir hablando de la supuesta sumisión en ese libro, pero fue algo que elegí, nadie me impuso nada. Decidí ir hasta el final de esa experiencia. Hubiera podido decir no en cualquier momento, pero escogí el placer. En el libro queda claro que tenía ganas de hacer el amor todo el tiempo con ese hombre y sufría al no verlo. Vivirlo plenamente y escribirlo era un acto feminista. Sentí la sumisión durante mi matrimonio. En aquella época, no se compartían las tareas domésticas y la “carga mental”, como se le dice hoy, era aplastante.
—Tiene una conciencia de clase muy clara. En varias ocasiones ha afirmado que escribe para vengar a su raza. ¿De qué manera la marcó el medio al que pertenecía?
Sabemos que los primeros años de la infancia son primordiales, los modelos que tenemos en esa época desempeñan un papel determinante. Y ¿cuáles son nuestros modelos sino nuestros padres, la gente de nuestro barrio con la que formamos una sociedad desde una edad muy temprana? Era entristecedor todo lo que ignoraba cuando tenía 18 años, cuando salí por primera vez de mi medio. Solo conocía mi entorno familiar, mi ciudad y mi escuela. Viví de manera extrema ese encierro en el que fue mi primer mundo y después una expansión gracias a mis estudios.
—Ha señalado la importancia de la sociología en su trabajo, en particular la obra de Pierre Bourdieu. ¿Por qué le interesa el análisis sociológico?
Fue un descubrimiento tardío. Después de 1968, y siendo profesora, me interesaban mucho los estudios sobre la escuela. Leí Los herederos: los estudiantes y la cultura y fue una deflagración: lo que contaba sobre los estudiantes becados que se encuentran siempre fuera de lugar era justamente mi experiencia. Y este análisis fue haciendo su camino en mí de manera fulgurante y escribí Les armoires vides, mi primer libro. A partir de ese momento no pude dejar de situarme socialmente y dejar de mirar el mundo a partir de ese ángulo.
—Al recordar 1968, destaca el desprecio aristocrático del general De Gaulle por el movimiento estudiantil. Me parece que es algo que también identifica en Emmanuel Macron.
Con Macron es peor aún que con De Gaulle, o con los que lo precedieron, Sarkozy, Hollande… Toda la persona de Macron encarna la inconciencia de clase. Sus declaraciones y reflexiones muestran que nunca ha estado en contacto con la realidad de las clases sociales. La ignora por completo, y es algo muy peligroso.
—¿Cree que por ese tipo de desconocimiento la mayoría de los intelectuales no apoyaron el movimiento de los chalecos amarillos?
Los intelectuales manifestaron una desconfianza visceral hacia los manifestantes. Desde su perspectiva, su rebelión no podía ser buena, les parecía que estaba viciada desde el inicio al no formar parte de la clase intelectual. Como si no pudiera surgir una verdad de lo que vivía todos los días la gente que protestaba. Son ellos quienes conocen su realidad. ¿Cómo podrían no tener una palabra legítima al respecto? Tal vez es una palabra cruda, directa, pero eso no le quita su legitimidad. La verdadera violencia estuvo en las formas de desprecio con que se habló del movimiento, no en que hayan atacado “la más bella avenida del mundo”, los Campos Elíseos, o el Arco del Triunfo, los bancos, las bellas tiendas. El único crimen no está en la degradación de los bienes, sino en la precariedad, la miseria, a la que se ha condenado a una gran parte de la población.
—Tal vez la incomprensión se deba también al hecho de que las protestas vinieron de la Francia “provinciana” o “periférica”, como se la suele llamar.
Era mejor decir la Francia provinciana que periférica. Periferia es muy confuso, es como si estuvieran fuera de lo que importa. Es una manera de decir que no conocemos a esa gente, que es invisible. Esa masa que no vota o que los medios, la clase política, los intelectuales, dicen que vota mal. Hay un gran desprecio. Leí cosas en las que comparaban a los chalecos amarillos con los obreros parisinos de antaño para acusarlos de que ni siquiera están sindicados.
Para denunciar el espacio que los medios daban a los chalecos amarillos, Macron se refirió a ellos utilizando una formulación que dejaba ver todo su menosprecio: “Jojo el chaleco amarillo”. Redujo así un movimiento colectivo de gran amplitud a un personaje anónimo que, a través de un diminutivo popular, designa a un don nadie, un fulano cualquiera. Fue muy revelador de su forma de ver el movimiento, que no hay que creer ha terminado.
Macron ha intentado distraernos con esta nueva polémica en torno al velo que suscitó su ministro de la Educación al querer prohibir que las madres que llevan un velo acompañen a sus hijos en las salidas escolares. No creo que el presidente sea antimusulmán; se trata de un cálculo político para contrarrestar la influencia de Marine Le Pen.
—Escribió un polémico artículo en el diario Libération, “Soror Lila”, para defender el uso del hiyab deportivo.
Se trata de un texto que me pidieron para el Libération de los escritores. El tema era el cambio climático, pero yo les propuse escribir más bien sobre el hiyab para correr que lanzó una tienda de ropa deportiva. La periodista me dijo que era una “actualidad pasada”. Pero insistí diciéndole que era algo recurrente, como lo podemos ver hoy día. Era una manera de manifestar mi enojo contra un feminismo que pretende mandar a otras mujeres y decirles lo que tienen que hacer.
—Ahí apunta que la empatía de las feministas se detiene con las mujeres que llevan el hiyab.
No hay ninguna solidaridad con ellas. En los medios, por ejemplo, no las escuchamos. Solo comentadores y expertos hablan del “problema” cuando deberían ser las mujeres musulmanas las que tendrían que abordarlo.
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—Creo que es una posición mal comprendida. Escuchaba hace poco a Riss, uno de los sobrevivientes del atentado en Charlie Hebdo, tachar de “colaboracionistas” con el islamismo a los intelectuales que al defender el islam traicionan el ideal laico, republicano, francés. ¿Qué piensa de este tipo de críticas?
Sí, nos llaman los tontos útiles. Es muy difícil expresar una palabra como la mía ya que en el contexto francés la religión debe ser completamente privada. Debemos ser individuos neutros, laicos. Pero la laicidad no consiste en eso: no son las personas las que deben ser laicas, sino el Estado. Lucho contra esta visión de la sociedad que permite discriminar y estigmatizar un grupo importante de la sociedad.
En la playa, si usted toma el sol en topless no hay problema, pero si usa un burkini es un escándalo. ¿Quién puede decidir lo que está bien o mal? En Francia estamos tomando una dirección en extremo peligrosa. Estoy de acuerdo en no hablar de islamofobia, como se propuso en la reciente marcha, pero sí podemos decir que hay un racismo contra los musulmanes. ¿Cómo podemos integrar a los musulmanes tratándolos así? Resulta contraproductivo, como se dice ahora. Si fuera musulmana, tendría los nervios a flor de piel.
—¿Sería ese “orgullo de los humillados” del que ha hablado en otras ocasiones?
Se trata de la reacción identitaria de una parte de la población que siente no hay un espacio para ella en la sociedad, a la que se le estigmatiza y que decide entonces llevarlo. Desde luego que no es lo mismo llevar el velo en Francia que en Arabia Saudita o en Catar. Debemos hacer la distinción.
—¿Qué opina del artículo “El derecho a importunar”, publicado por una centena de reconocidas mujeres francesas, entre las que figuraba Catherine Deneuve?
Es una reflexión de un grupo de mujeres privilegiadas, que gozan de reconocimiento y por ende de libertad. Por eso tienen la sensación de vivir libremente, nunca se confrontan a la realidad de las mujeres ordinarias que toman el metro y terminaron minimizando esa experiencia. Piensan que la seducción es un valor, que es importante que una mujer siga siendo objeto de seducción. Lo que más me molestó en ese texto era que las mujeres se pusieran del lado de los hombres y que afirmaran que el movimiento iba demasiado lejos. Pero es justamente porque los hombres han ido demasiado lejos que las mujeres se han visto obligadas a reaccionar así.
Antes del movimiento #MeToo había escrito en mi diario una frase muy pesimista: “creo que moriré sin haber visto la revolución de las mujeres”. Cuando surgió el movimiento volví a recobrar esperanza.
—En un breve texto, aborda la relación entre literatura y política. Comienza tomando distancia de la posición de Claude Simon, para quien el único compromiso posible era con la escritura misma. Por el contrario, usted afirma que la literatura puede tener un impacto real y cambiar la sociedad. ¿De qué manera sus textos son políticos?
Aunque haya recibido la influencia de la Nueva Novela nunca he creído que la escritura solo deba referirse a sí misma. Hay un vínculo entre la literatura y la injusticia del mundo. Creo que la literatura puede contribuir a cambiar el mundo modificando, impregnando el imaginario, ampliándolo. Puede ayudarnos a cambiar nuestra comprensión. Algo que podemos reprochar a la autoficción es su carácter completamente apolítico.
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