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Un valor innombrable e inútil, bien cierto,
Pero reencontrado en los márgenes
Del sueño más remoto,
En las particiones del sueño final,
En la senda confusa y magnética
De los burros y de los poetas.
El Burro
Poema de Roberto Bolaño (1994)
No me creo a un periodista que no lee poesía.
A Diego Enrique Osorno le creo.
Lo inverosímil se hace real
Este libro de crónicas “infra” de Diego Enrique Osorno —DEO, a partir de este momento— recorre Israel, Palestina, Cuba, Noruega, Venezuela, Líbano, Islas Caimán, Siria, Francia, Estados Unidos, China, Brasil, España y México para escudriñar la realidad, por debajo de la superficie de la realidad, o sea, por dentro y más allá de la realidad de ese Mundo enfermo donde lo inverosímil se hace real.
Cada una de las historias de este libro nos demuestra la capacidad de DEO para señalar esas otras violencias más sutiles, menos obvias; más complejas de identificar, narrar y, por supuesto, de desafiar. Cada historia tiene un planteamiento diferente en cuanto a su forma, según su contexto, y también en función de la mancha que le ha dejado como experiencia vivida.
DEO, que se autodefine como una autoridad en tema de iglesias y establos, nos lleva a aquella Habana de noches “sin son ni reguetón” y llena de profetas tristes por la muerte del jefe de los “barbudos”, amigo de aquel otro señor con barba que decía con voz recia: “Los revolucionarios no son gente normal”. DEO persigue esos misterios que siguen rondando por Caracas sobre aquel presidente que soñaba con Bolívar y también con ser beisbolista del equipo Magallanes; nos pasea por una Toulouse que se parece a Caborca (Sonora) por la intensidad del sol mañanero de primavera.
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DEO también nos enseña cómo mira distinto la luz de su querida Sonora después de leer a Roberto Bolaño; cómo habla con mendigos y con gringos excombatientes de Vietnam que, cansados de comer salmón, exigen pizza; cómo conoce a artistas franceses que pintan flores y tienen intuición; y a conductores noruegos que piensan que en México toda la gente es feliz.
Pasea, conversa y se muestra curioso. DEO recorre algunas de las muchas Chinas. Lee a Christopher Hitchens, como si fuera un amuleto demoniaco. Compra cremas del Mar Muerto para llevarlas a Monterrey y en la sierra Tarahumara nos enfrenta a cómo narrar el hambre y a la memoria de otro poeta que se perdió, el francés Antonin Artaud. DEO se encuentra con su doble a las puertas del Santo Sepulcro en Jerusalén y departe con oficiales libaneses de inteligencia sorprendidos al ver a su primer mexicano fuera de una de las telenovelas de Thalía en Beirut, una ciudad que, hoy como ayer, sigue en ruinas. Lo mismo que le sucede a esa Siria que en 2008 ya se desangraba antes de entrar la guerra abierta y en la que DEO descubre y nos descubre que, aunque puedas recitar sin error los 99 nombres de Alá, “al paraíso solamente se llega cuando uno muere”.
En estas semanas de lecturas, hemos intercambiado llamadas y audios de WhatsApp. Le he comentado mis dudas y preguntas; hemos revisado algún detalle del libro y le he planteado mis reflexiones al hilo de la lectura, sobre las ideas y los nombres que se me aparecen cuando lo leo. He pensado en los Villoro, padre, Luis, hijo, Juan; también en Sergio González Rodríguez, Acuario. El paso de las páginas me ha llevado a pensar también en las influencias de sus amigos, como ese gran periodista y extraordinario ser humano llamado John Gibler, el gringo bueno más mexicano que existe. También están esos “toques” aprendidos del estilo de ese polaco del que no osaré escribir su nombre para no equivocarme al poner mis acentos donde no debo; el recuerdo de los versos rotos de Mario Santiago Papasquiaro; de los de El Mero León del Corrido, Beto Quintanilla; y también de esas palabras escritas en la Tierra de nadie de Eduardo Antonio Parra. Y es que DEO sabe ser fan y, como un metaviajero orgulloso, nos reconoce de forma explícita su pasión por lo méritos de otros: “Vengo al Café Reggio, en Greenwich Village, porque Mario Puzzo escribió aquí El Padrino”.
Sin perder de vista el rancho
DEO nunca pierde de vista su rancho. Nos interpela, por ejemplo y ya desde inicio, con algunas confesiones personales referidas al origen de este libro, y también con asuntos sentimentales sobre ser de Monterrey, “como soy regio, soy rupestre”; sobre México, “un país donde eres violento o violentólogo” y del que piensa “en sus intelectuales de bolsillo y en los periodistas chatarra de la tele”.
Como sugiere DEO en el libro, escribo este prólogo mientras escucho “Nocturno a Rosario” en la voz de Chalino Sánchez, un sicario nacido en Sinaloa que acabó siendo un cantante popular de voz chillona al que el plomo dejó esperando para siempre “Las nieves de enero”. También oigo, eso ya a propuesta mía, a Los minis de Caborca que narran el ataque de “300 locos” que dan la vida por “El cazador” de Altar (Sonora) y también a Abraham Vázquez, hijo de Parral (Chihuahua), que tiene una canción que parece un trabajo de final de máster de sociología norteña que se titula “Se ocupan Huevos”. Escuchándolos, leyendo a DEO, y a pesar de que nos cueste tanto asumirlo a los que no lo somos: el Norte existe, no es ninguna entelequia, hay un Norte en todo norteño.
Un arte en los límites entre un de y un desde
El periodismo es un arte de los límites entre dos preposiciones, de y desde. DEO piensa mucho tanto en el “de” (qué habla) como en el “desde” (dónde habla) y, así, nos confiesa sus dudas: “¿Cómo escribir un reportaje sobre lo que sucede en esta sierra Tarahumara, sin caer de alguna forma en eso, en escribir sobre los rarámuris con un toque de drama, algo de comedia y un poco de acción, la fórmula hollywoodense que quiere el consumidor?”.
Esa búsqueda incierta es una característica central del trabajo de DEO, ya sea persiguiendo durante años la sombra alargada de Samuel Noyola, un poeta de Monterrey que se quemó en un incendio de vocales, o embarcado para navegar por el sentido del zapatismo hoy. El periodismo de DEO no tiene que ver con “datos duros” inofensivos; tampoco con esa “información de actualidad” tan superficial como irrelevante.
DEO también busca a largo de este libro ese estilo que ha ido aposentando con el paso de los años, las crónicas, y la llegada de las canas. No hace trampas. No saca 23 estampas de santos del bolsillo como alguno de sus personajes; tampoco hace apariciones sorprendentes como uno de los dictadores más longevos y menos conocidos del planeta, Teodoro Obiang Nguema, el presidente vitalicio de un pequeño país del corazón de África en el que, aunque casi nadie lo recuerda, se habla español. Los textos de este libro se sitúan, como le gusta a DEO, en los entresijos que van entre el más acá y el más allá de la verdad. Son crónicas impuras concebidas como desvíos de lo real cuya lectura me reafirma en esa idea que cada día se refuerza más en mi visión del periodismo: perspectivismo no es relativismo.
La “misteriosa” realidad
Bolañista confeso y, como Roberto Bolaño, DEO es un poeta frustrado que ha conseguido ser un gran reportero que, cuando escribe, tiene esa capacidad relevante del buen cronista, te cuenta sin que lo notes. Como todo perro romántico y callejero, DEO no te hace saber que sabe. Lo notas, punto. Recorre túneles oscuros y siente las mareas, pero aún no tiene el ego hipertrofiado como le sucede a esas elites burguesas del periodismo burocrático gagá.
DEO aprendió leyendo a Gabo y a Bolaño, dos de sus grandes referencias de juventud, la voluntad y la ambición por cambiar el mundo, aunque solo sea pintando la fachada de su rancho universitario y desconocido, el periodismo. Y sabe que para que el periodismo cambie el mundo, primero hay que cambiar el periodismo y eso solo se podrá hacer “entre sombras asesinas”. Es lo que intenta con sus documentales; con sus series, sus artículos; con sus libros.
DEO reconoce que el periodismo convencional, con sus hechos, sus informaciones y sus actualidades ya no sirve en un mundo como el actual, donde todo es posible, donde nada parece posible. Por eso su trabajo no tiene ese polvo de un camino que te lleva directo de la recogida de un premio a la hemeroteca del olvido. Es el periodismo de un cronista vaquero de los senderos tristes que nunca olvida a ese campesino insurrecto ejecutado por la maquinaria de un estado imaginado, pero nada imaginario.
DEO se atreve a estar solo como un “detective de pacotilla” en un oasis mafioso y asume sus riesgos. No mira desde afuera, está y se le ve —es imposible no hacerlo dado su tamaño— y sabe que todo periodista, como observador participativo, siempre está amenazado por sus ignorancias, sus sesgos y sus (auto) engaños a la hora de enfrentarse a una “realidad” que sigue siendo tan “misteriosa” como cuando Juan Rulfo la calificó con ese adjetivo.
Pensamiento crítico y libertad
Nos conocemos hace muchos años y hemos conversado sobre el más allá, en todo lo humano del más acá. DEO no es uno de esos funcionarios burocráticos del periodismo tan habituales en mi querido México. Tampoco pertenece a la casta de los (y las) puntuales inquisidores de heterodoxias tan habituales en mi querido México.
He disfrutado de libros y documentales que me encanta saber que son suyos y también le he visto hacer alguna serie que preferiría saber que no es suya, pero al final todo suma, y más que nada, suman los errores porque, aunque nos cueste reconocerlo, todos somos un gran catálogo de maravillosos fracasos que siempre acaba igual, con el fracaso definitivo de no conseguir la inmortalidad.
El periodismo de DEO no es el de una mosquita muerta. Tampoco es el de un buitre de lo “necro”, como dice nuestra lectura común y compartida del gran pensador camerunés Achille Mbembe. El periodismo de DEO es peligroso porque el pensamiento crítico y la libertad para ejercerlo o son peligrosos o no son nada, especialmente cuando se practican en una sociedad como la mexicana que asesina y consiente el asesinato de sus periodistas.
La memoria miente, nunca recuerda lo que inventó
Como todo periodista cabal, DEO sabe que la memoria miente, nunca recuerda lo que inventó; y así no olvida que la desmemoria es el gran enemigo de cualquier periodista cabal. Hace ya unos años que DEO nos avisó de qué iba su trabajo. Lo hizo con su Manifiesto del periodismo infrarrealista en aquel libro coral titulado No basta con encender una vela y que he releído con gusto estos días. Olvídense de las letras escritas por periodistas burócratas, de las palabras embotelladas por vendedores de hechos y crecepelo periodístico. Olviden los clics que hacen crack de los traficantes de aire frito… Esto, como escribió DEO va, siempre fue, sigue yendo de:
Escribir (…) en el hotel de un pueblo de asesinos (…) sobre un pueblo de víctimas.
Escribir contra lo políticamente correcto, lo políticamente corrupto.
Bienvenidos a un Mundo enfermo, una historia de terror que no lo parecerá.
Pere Ortín es periodista y editor catalán.
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