Aparición del cáncer | Por José de la Colina

La mar en medio

El autor recuerda los días en que le diagnosticaron la enfermedad que había padecido su madre. “¿Qué decir?”, se pregunta, y formula algunos deseos, entre ellos el de escribir un libro.

José de la Colina: "Espero no pasarla como mi pobre madre, esa tortura, esa larga agonía". (Foto: Paola García)
José de la Colina
Ciudad de México /

Miércoles 4 de abril de 2001. El jueves 22 de marzo en la tarde, cuando me preparaba para ir a la lección sobre Pedro Miret en mi catastrófico curso sobre cinco excéntricos de las letras mexicanas, en la Fundación Octavio Paz, meé una mezcla de orina y sangre que se veía densamente roja. 

Di la lección en la Fundación, donde ya no está [Guillermo] Sheridan y quién sabe a quién se le antoje a Marie-Jo poner como director, y en la noche tuve la oportuna ocurrencia de escribir mi artículo para Milenio, copiarlo, pasarlo a disquet y a papel, etc. Me presenté en Emergencias del Sanatorio Español al día siguiente, a eso de las once de la mañana, me hicieron un rápido pero bastante variado examen (que comenzó bebiendo dos litros y medio de agua de una vez, siguió con exámenes de sangre y ultrasonido, etc., y afortunadamente no me averiguaron si era prostatitis con ese método de meterte el dedo por el culo que según me contó hace unos años Álvaro Mutis es como si te encendieran un potente y desagradable bombillo por dentro), y ya no me dejaron salir, me dijeron que convenía que me quedara de una vez en el sanatorio para que se me interviniera al día siguiente, a las diez de la mañana. 

Ya desnudo, puesto en una silla de ruedas, con una de esas batitas blancas que tienen la abertura por atrás, de modo que tiene uno que estar cuidando la postura que toma de modo de que no se le vea el culo, traté de telefonear a [mi esposa] María con el celular, pero resulta que se ha acabado mi crédito de tarjeta, pero logré hacerlo con un teléfono de Urgencias. A eso de las dos llegó María, y me encontró ya encamado en lo que llaman sala general, un cuarto en el piso tres, dividido en cuatro apartamientos, separados por cortinas corredizas, persianas verticales, todos ocupados por vejestorios españoles (de los cuales uno en particular resultó muy latoso toda la noche, comentando no sé cuántas cosas en voz alta para sí mismo y haciendo de cuando en cuando unos ruidos como barboteaba berereeberbererber constantemente con una voz tan ronca como alta, debían ser ejercicios ordenados por los doctores, y que a la noche siguiente estuvo llamando una y otra vez porque necesitaba ir al baño y nadie venía y de pronto habló por el interfono: “¡Coño, tengo la cama llena de mierda!”, y es que en efecto se había cagado y la peste flotaba en todo el cuarto). 

María le llevó a Cecilia Jarero [editora de la sección cultural de Milenio] mi artículo. Se me había dicho que me operarían a las diez de la mañana del día siguiente, el sábado 24, pero en la noche, muy tarde, de modo que ya no pude prevenir a María, considerando que ya estaría durmiendo, me avisaron que sería a las ocho. Inyecciones, pastillas, cena típica de hospital, es decir desabrida, pero pese a todo bienvenida, pues en todo el día yo no había tomado bocado. Y en la mañana, en efecto, vinieron por mí, me hicieron tomar más pastillas, me pusieron una inyección, me bajaron en camilla al piso donde está el quirófano (produciéndome esa sensación de irrealidad que da el ir desnudo bajo la bata en el elevador en el que suben y bajan visitas, y luego el pasar por el recibidor abierto de la planta baja, etc.), y allí me pusieron dos o tres, no recuerdo, inyecciones lumbares para anestesiarme el cuerpo de la cintura para abajo. 

Antes de perder la conciencia (efecto sin duda de la inyección en el brazo y de la pastilla) tuve la fantasmal sensación de que no tenía piernas, muslo, bajo vientre. La operación parece que duró tres horas o cuando menos dos horas y media, la realizó el doctor Marino. Cuando desperté estaba de nuevo, acompañado de María, en el piso tercero, pero en otra “sala”, que hasta mi dada de alta no tuvo más “habitante” que yo y mis ocasionales visitas: el domingo llegó, con María, Gema Amanda, que visitaba por primera vez un hospital y estaba fascinada con la cama eléctrica cuyo respaldo sube y baja con solo apretar un botón, y Mora y Juan José Reyes, luego Javier García Galiano, que me regaló la biografía de Billy Wilder editada por Tusquets y del que me leí un buen tirón de sus más de ochocientas páginas, y con Javier vino Cecilia Jarero (que me contó que no había agradado en Milenio enterarse de que yo estaba en el “consejo de redacción de Dos Puntos”, y aclaré que nada de consejo de redacción, solo era una lista de colaboradores. Estuve en el hospital hasta el lunes al mediodía (en que me dieron de alta). 

La operación no había sido abriéndome, sino a través del meato, así que estuve con la incómoda doble sonda ese tiempo, hasta que vieron que con la orina no salía más sangre. Me dieron pues de alta el sábado y hubo un poco de lío en los trámites de salida porque con el cambio de “sala” se perdió el recibo, tan necesario para lograr atención en el sanatorio. El doctor Marino, tras decirme que la operación había salido, bien que se trataba de un tumorcillo o quiste en la vejiga, y de recetarme medicinas algo caras, unos quinientos pesos: Ciproxina, Ranisén y en caso de dolor Voltarén (me parece que así se escribe), me citó a consulta para el martes 3 de abril. De modo que he pasado estos días, incluido el 29, el de mi cumpleaños, en casa, y saliendo muy poco.

El viernes 30 comida en el Lar Gallego con los de Aldus, [Pepe] Sordo y Gabriel Bernal Granados, que quieren que les dé prácticamente todo lo que escriba. Comida esa sin beber una gota de alcohol, como todos estos días. En la noche del sábado 31 asistí, a las siete, a la entrega del premio Octavio Paz a Blanca Varela: una buena parte del tout mexique intellectuel más Vicente Fox, que es del patronato, que estuvo en presidium con Alberto Ruy Sánchez y Horacio Costa. Estaba [José Luis] Cuevas. ¿Por qué no te hace tilín Botero?, le pregunté. ¡Por imbécil!, respondió. Luego en petit comité de más o menos amigos, allí en el patio de la casona coyoacanense de la fundación, conversación suelta, en círculo de sillas con Marie Jo, Rossi (que me dio permiso de utilizar su capítulo sobre mí de Cartas credenciales para que vaya como prólogo del libro de ensayos que daré a Aldus y que he decidido llamar definitivamente Libertades imaginarias).

(Gran revuelo en México desde hace días por la reforma de la ley hacendaria que la bestia Fox pretende imponer a través de su secretario de Hacienda, el tal Francisco Gil Díaz, siempre con ese rostro enfermizo, sombrío, chingaquedito, poniendo impuestos hasta a alimentos, medicinas, libros, colegiaturas, ahorros, etc., es decir a todo lo que respire sobre la superficie del país, hasta al pestañear y el andar silbando por la calle.)

Ayer, martes a urología en el S.E. y el doctor Marino me da la mala noticia: el tumor, extirpado a tiempo, me dice, era maligno, es decir que tengo cáncer, ¡el cáncer de los Gurría! Puede reaparecer o no, en poco tiempo o después de años, en el mismo sitio o en otro. Deberé llevar mi “vida normal”, comiendo cuanto quiera, e incluso bebiendo, pero sin nada que irrite, y hacerme examen cada seis meses, pero por lo pronto he de volver el martes 24 de abril. ¿Qué decir? Espero no pasarla como mi pobre madre, esa tortura, esa larga agonía, y sobre todo no ser prisionero de un hospital, de tratamientos, de radiaciones, etc. Y espero escribir por fin un libro que yo como lector pueda respetar.

AQ

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