De muchas cosas depende aquello que nos llama la atención en un libro. En cada relectura a lo largo de los años suelo subrayar distintas frases que en la ocasión anterior, y los subrayados sirven como mapa emocional. En mis relecturas rusas de estos meses, subrayo fragmentos que antes había pasado de largo.
Pushkin escribió un libro titulado Viaje a Arzrum durante la campaña de 1829. En esta lectura subrayé: “Al volver al palacio me enteré… de que en Arzrum se había declarado la peste. Inmediatamente imaginé los horrores de una cuarentena”. Cuenta que se le acercó un pordiosero contagiado y “empujé al mendigo con una sensación de indecible repugnancia”, cosa que no suena muy caballeresca. A los enfermos les llama “apestados”, que ahora suena mal, pero es término correcto. La Biblia habla de las pestes con las que Dios se regodea, y Ezequiel, como su portavoz, dice: “al que esté en la ciudad lo consumirá el hambre y la pestilencia”.
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En su viaje a la isla de Sajalín, Chéjov escribió a un amigo: “En todas partes hay cólera, en todas partes hay cuarentena y terror”. Tras regresar, escribió “Gúsiev”, otra obra maestra. Es la historia de varios soldados enfermos que envían en barco de vuelta a casa. Algunos irán muriendo y los echarán al mar. Cuando el cadáver de Gúsiev se va hundiendo en las aguas, entre peces y un tiburón, Chéjov cambia la perspectiva para mirar hacia arriba. “Al contemplar ese cielo espléndido y fascinante, el océano empieza a ensombrecerse, pero pronto adquiere unos colores delicados, alegres, apasionados, difíciles de nombrar en la lengua de los hombres”.
En Doctor Zhivago, lo que prolifera es el tifus, transmitido por los piojos, y que suele florecer en tiempos de guerra. “Fosas comunes y túmulos colectivos para quienes morían de frío o del tifus exantemático que estaba causando estragos a lo largo de la línea y había devastado pueblos enteros”, y agrega: “Un viajero, cuando encontraba a otro, se hacía a un lado”.
Shólojov escribe en El Don apacible: “Centenares de prisioneros sucumbían de inanición o de tifus y disentería, que hacían estragos entre ellos”. Bunin relata en Una aldea: “Siempre escorbuto y tifus, tifus y escorbuto. En una zona perecieron todos los chicos; en otra se alimentaron de los perros”. Y más adelante: “En casi todas las cabañas había viruela o tifus exantemático”.
Vasili Grossman habla de escuelas cerradas “por brotes de sarampión” y de un orfelinato en el que “se había decretado la cuarentena a raíz de un brote de peste o de ántrax maligno”.
En mis próximas relecturas, espero subrayar “Es preciso vivir” en Las tres hermanas de Chéjov; y no esa línea de La muerte de Iván Ílich: “El sitio en el cementerio que eligió Prascovia Fiodorovna costaría doscientos rublos”.
ÁSS