Desde que en 1973 Fellini generó ese universo al que llamó Amarcord, apareció en el cine una suerte de género. Es cierto, Fellini se representó a sí mismo antes, en 8 ½, y el autorretrato es tan viejo como el dibujo, pero ese universo de amores y recuerdos (justo eso que significa Amarcord) ha ido cobrando poco a poco el carácter de tradición en el cine de autor. Y es que ¿cómo resistir la tentación de hacer que la vida propia se eleve a la altura del arte?
En Roma, del 2018, Alfonso Cuarón consiguió un autorretrato tan logrado como el de Ingmar Bergman en Fanny y Alexander. El pálido niño que jura ser incapaz de mentir por su honor de ciudadano sueco se transforma, en la obra de Cuarón, en un niño mexicano que abraza con ternura a una mujer indígena que, como si fuese su madre, le ha dado la vida. El cine es memoria, pues. Memoria amorosa en que también incursionó Kenneth Branagh cuando decidió narrar sus primeros escarceos con la literatura en Belfast, del 2021. Lo hizo también (en 2021) Paul Thomas Anderson con Licorice Pizza.
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Lo anterior no significa, claro, que cualquier vida esté a la altura del arte. El Parnaso (como sabían los griegos) es una fiesta en la que se vale exagerar y mentir, pero pasarse de listo suele resultar de muy mal gusto. No es lo mismo el retrato de la Comunión de los Santos que se inventa Terrence Mallick en El árbol de la vida que el Bardo de Alejandro González Iñárritu: un más allá en el que las sirvientas siguen siendo sirvientas.
Pero, en fin, que en esta ya añosa tradición de memorias y nostalgia hay en Netflix una pequeña joya que es necesario recomendar. Se llama Apolo 10 ½: Una infancia espacial y ha sido escrita por Richard Linklater. Para contar la historia de su familia, de su país, de la Guerra Fría y de ese momento en que los estadunidenses de buena voluntad estaban convencidos, gracias a la propaganda de su gobierno, hay que decir, de que ellos eran los héroes del mundo libre, Linklater ha decidido retomar una técnica muy llamativa con la que ya experimentó antes con gran éxito. Lo hizo cuando adaptó la novela de Philip K. Dick que se llama Una mirada a la oscuridad y que dirigió en 2006. Dicha técnica consiste en filmar cada escena con actores de carne y hueso que más adelante (ya en el cuarto de edición) se transforman en una suerte de caricatura o, mejor, animaciones: obras de arte en que la frontera entre lo real y lo verosímil se rompe del todo. Como debe ser.
El método de Linklater tiene, además del atractivo estético, una cualidad que vale la pena subrayar, ofrece a esta historia de amor por un tiempo y un país particular (Estados Unidos en 1969) una cierta objetividad, una distancia que, de otro modo hubiese caído en el más fallido patrioterismo. Incluso en la propaganda. Pero no, la mezcla entre animación y realidad (si es que puede hablarse de “realidad” cuando se habla de cine) permite a Linklater filmar una suerte de documental lleno de añoranza; nostalgia por una inocencia que ya no existe, melancolía por un muchacho que alguna vez soñó con ser astronauta pero que, como a todos nos sucede, creció.
Apolo 10 ½ no es una película de tres actos en el sentido más convencional, es el recuento íntimo, entrañable de un hombre que ha llegado a ser lo suficientemente sabio como para mirar al pasado y sonreír, con cariño, es cierto, pero también con un poco de esa tristeza de quienes saben que ni el arte ni el cine, ni Cuarón ni Bergman, son capaces de volver a dar vida al niño que fuimos y que se fue.
Apolo 10 ½
Richard Linklater | Estados Unidos | 2022
AQ