Aquellos fabulosos y locos años veinte

En portada

Su desencanto, sus vanguardias artísticas y movimientos feministas de liberación los vuelven un espejo de nuestros días.

En los años veinte, todo debía reinventarse. (Archivo)
Melina Balcázar Moreno
París /

Si 2020 marcó una pausa en nuestro ritmo globalizado, un siglo antes, los “felices años veinte” lo aceleraron frenéticamente. Tras el dolor de una guerra con más de diez millones de muertos y veinte millones de heridos, todo debía reinventarse: la humanidad, la vida cotidiana, el arte, la literatura, el amor. Surge una época que caracteriza la audacia de las vanguardias, de los movimientos feministas, de la reinvención del espacio imaginada por la arquitectura y el diseño. Pues se trata de romper, incluso destruir como lo exige Dada, con ese conformismo burgués que condujo a la guerra.

Los diferentes nombres que los designan muestran esa ansia de vivir y liberarse, su pasión por el modernismo y la desconfianza hacia las normas: son años que rugen tanto en Estados Unidos y Gran Bretaña (Roaring Twenties) como en Italia (Ruggenti anni), años dorados en Alemania (Goldenen Zwanziger Jahre) y locos en Francia (années folles). El gran escritor viajero Joseph Kessel los recuerda como “un paraíso violento, desenfrenado, casi demente”: “habíamos ganado la guerra y creíamos sería la última, sentíamos que la vida se abría ante nosotros”. El evocador cronónimo de “los años locos” recubre con un imaginario cultural y social una realidad histórica compleja. Así lo analiza Myriam Juan en el libro homónimo (Les Années folles, Presses Universitaires de France, París, 2021) que acaba de consagrarles a partir de la perspectiva de una historia social de las representaciones. De ahí la importancia que otorga a las figuras de la garçonne y de Joséphine Baker, a la revista negra de los cabaretes, al jazz o al art déco.

Como ocurre con todo periodo histórico, nos dice, resulta polémico establecer sus límites temporales. Existe, sin embargo, cierto consenso en situarlo entre 1919 y 1929, es decir, entre el difícil regreso de los soldados, en su mayoría desfigurados o mutilados, tras el armisticio de 1918, y la crisis económica y política que, en Europa, llevará al partido nazi al poder en 1933 y, en Estados Unidos, a la Gran Depresión. Durante ese periodo, una efervescencia se apodera de las grandes capitales de entonces —Nueva York, París, Berlín—, “una locura de lujo, derroche, desorden e internacionalismo”, como escribe Maurice Sachs, importante testigo de la época. Así, al ser sobre todo urbana, la historia de los años locos se limita solo a una parte de la sociedad —las élites privilegiadas y el medio artístico—. Sin embargo, el apogeo de la cultura de masas, que también la caracteriza, así como una aceleración de la mundialización, permiten difundir sus figuras icónicas cuyos rasgos se integran de modo profundo en la sociedad aun hasta nuestros días.

Una nueva silueta

Un nuevo ideal estético moldea el cuerpo femenino, que ocupa un lugar central en estos años. Durante la Gran Guerra, el trabajo femenino aumenta de manera considerable y las mujeres reclaman el abandono del uso del corsé, que denuncian como un instrumento de mutilación, inadecuado para la vida activa que deben y quieren llevar. La moda se adapta entonces a una época que erige velocidad y movimiento como valores. Una modificación radical se produce así: faldas y vestidos se acortan y dejan ver las rodillas, se busca ocultar las curvas femeninas para esculpir una silueta longilínea, el bronceado se pone de moda y el cabello corto se impone. Cada uno de estos rasgos promueve un nuevo modo de vida: “lo hacen con tanta eficacia que prevalece la idea de que esta moda acompaña el advenimiento de una mujer moderna liberada de los lastres tradicionales. La realidad era distinta pues la liberación distaba mucho de ser total. Las exigencias para conformarse a un ideal de belleza nunca habían sido tan fuertes y dicho ideal era aún más tiránico al presentarse como natural”. Se afirma una silueta perfecta, que resume la revista Vogue en 1927 con una frase: “Una mujer es igual a su línea”. Así, nuevas coerciones se imponen, en particular el dictado de la delgadez que pasa tanto por las fajas y bandas que atenúan las caderas y aplanan los pechos como por la práctica asidua de ejercicios que, junto a una dieta estricta, deben esculpir un “corsé muscular”.

Sin embargo, no todo es imposición social en esta aspiración a una apariencia andrógina. La garçonne, figura emblemática de la época, encarna ese modo individual de reivindicar su independencia y de emanciparse que pasa por el rechazo de la feminidad tradicional. Se imponen en la sociedad mujeres que se niegan a plegarse a las exigencias de la familia y la maternidad. Su posición y las reacciones que suscitan ilustran la división existente en los movimientos feministas, ya muy activos entonces. En efecto, una parte de las feministas defienden visiones conservadoras de la sociedad y tienden a condenar a aquellas que ignoran sus lineamientos. Intentan así tranquilizar dándoles garantías a quienes temen que la obtención de nuevos derechos por las mujeres desestabilice el orden moral. “La garçonne, esta mujer nueva y liberada aparece”, señala Myriam Juan, “a la vez como un emblema y un fantasma, una construcción cultural en la que se manifiestan las aspiraciones y los miedos de una época. De la joven casi ordinaria que mezcla afirmación de sí misma y seducción, según un modelo ampliamente difundido por el cine, a la mujer vestida de hombre y que cuestiona los fundamentos de la dominación masculina, la paleta de realidades sociales que cubre la garçonne se revela en extremo diversa. Las confusiones de/en el género sin embargo tienen su origen en una crisis de la virilidad que la guerra exacerbó”.

El declive de Occidente

A la par de la creciente influencia occidental que se extiende principalmente a través del cine, esa tentación de Occidente que el joven André Malraux denuncia desde 1926, cobra auge el combate anticolonial. En efecto, la guerra aceleró el deseo de los pueblos colonizados de disponer de mayores derechos e incluso de aspirar a una verdadera independencia.

El desencanto por la cultura occidental conduce también en el ámbito de las artes y la literatura a una crítica del colonialismo, de su ánimo de conquista y la supuesta superioridad de su civilización. De ahí la búsqueda de otras inspiraciones que llevan a las vanguardias, en particular al surrealismo, a interesarse por el arte africano.

La guerra trajo también consigo el jazz, que los artistas afroamericanos enrolados en el ejército dieron a conocer en Europa. Una vez que el conflicto terminó, estos artistas se instalan en el viejo continente o realizan giras por él con regularidad. Personalidades como Jean Cocteau identifican en ese nuevo ritmo la expresión misma de la modernidad. Pero será en las noches de los teatros y cabarets que el jazz triunfa, no sin provocar un gran escándalo al explotar las fantasías ligadas a la “raza negra”, mezcla de exotismo, exuberancia y erotismo. Tal es el caso de la Revista negra, creada en 1925 en el teatro de los Campos Elíseos, que debe tanto su éxito como los álgidos debates a la presencia de un elenco en su totalidad afroamericano. Con este espectáculo, el público francés descubre también el charlestón, indisociable de la figura de la bailarina y cantante Joséphine Baker, célebre por su cinturón de plátanos sobre su cuerpo semidesnudo. El carácter único de su personaje de tintes burlescos, aunado a su dinamismo y gran erotismo, hacen de ella un icono de los años veinte. Con ella, con la bohemia artística y literaria, la fiesta se reinventa, pues debe combatirse ante todo la solemnidad, la seriedad, la gravedad que produjo la hecatombe de la guerra. De ahí la voluntad de comenzar desde cero de movimientos como Dada, que Philippe Soupault definía como una forma de tabula rasa: “debíamos suprimirlo todo, por ello rechazábamos a todos, no importaba si había que sacrificar a una generación entera de valiosos poetas, como Apollinaire, Reverdy o Cendrars. La vida consiste más en destruir que en construir. Espero a mi vez que venga una generación que me sacrifique y me borre del mapa”.

La guerra aceleró el deseo de los pueblos colonizados de aspirar a una verdadera independencia. (División de Jazz de la orquesta Lief Java, Wikimedia

Una década enferma

La idea de locura empleada para caracterizar estos años hace patente sus significaciones contradictorias. “Para muchos de los que la vivieron”, escribe Myriam Juan, “la época incubaba un profundo malestar, resultado de sus excesos y una pérdida de puntos de referencia, principalmente en el plano moral. Una visión negativa que no solo expresan los conservadores que sin cesar denunciaron su peligroso desenfreno, sino también sus propios protagonistas”. Así ocurre con F. Scott Fitzgerald, uno de sus escritores más emblemáticos, quien desde 1922 señala sus ambigüedades en Hermosos y malditos (The Beautiful and Damned). Ahí describe la otra cara del paraíso, el abismo que esconde la aparente frivolidad de ese ambiente que vivió intensamente y en el cual el frenesí no es sino melancolía. En sus memorias sobre el mítico cabaret Le boeuf sur le toît, frecuentado por un público homosexual y por la elite intelectual parisina, Maurice Sachs escribe en 1939: “Tantos años han pasado ya desde que terminó la maldita guerra, pero persiste en nuestra boca un sabor de ceniza que no es el de las cenizas del pasado. Es más bien el de algo que no comprendemos: las cenizas por venir de un incendio que todavía no ha comenzado”.

Fiesta en Berlín en 1928. (Sterneck Archive vía Flickr)

La locura hace referencia así simultáneamente a la expresión de una despreocupada alegría de vivir y al síntoma de una enfermedad mortífera. De ahí que el que designa a esta época haya emergido en la década de 1960: “A esa generación optimista y mimada, en plena liberación moral, los años locos le presentan su espejo precursor, donde descubren el reflejo de su gusto por la fiesta, la música americana y las audacias sexuales, que halaga a esos hijos del rock y de la píldora anticonceptiva. El siglo mismo vivía su juventud, sus veinte años, edad de todas las posibilidades”.

Si bien los años locos están lejos de nosotros, ciertas de sus aspiraciones y de sus inquietudes permanecen, entre sueño y pesadilla, entre promesa y advertencia.

AQ

LAS MÁS VISTAS