Cuando era niño pensaba que las almas hacían fila en el más allá para instalarse en los cuerpos de los recién nacidos. Éstas se surtían instantáneamente según el momento de la demanda. Por lo tanto, justo cuando asomé mi cabeza del vientre materno, le indicaron al alma en turno que se dirigiera a Monterrey; para ser precisos, a la maternidad Conchita, en la calle Degollado, ahí donde estaba dando a luz la señora Magdalena.
Esto necesitaba una precisión milimétrica, pues cada día nacían alrededor de 260 mil niños, o bien, tres por segundo. De tal modo, si mi madre hubiese tardado un tercio de segundo más en alumbrarme, mi alma se habría despachado a otro sitio. ¿Adónde? Por aquel entonces era natural tener en casa un almanaque mundial, en el que aparecían todos los países, sus poblaciones, con tasas de nacimientos y decesos.
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De entre las ramas de las matemáticas siempre me atrajo la probabilidad, y lo más probable era que, de no ser mexicano, hubiese sido chino; mientras que lo más improbable era que mi alma hubiese caído en el Vaticano, donde la tasa de nacimientos es cero. Pero había que sacar una respuesta por medio del azar, simulando una tómbola con los miles de nacimientos para ser distribuidos en los más de cien países. Así es que me inventé una fórmula que consideraba las cifras de cada nación, tomé una tabla de números aleatorios, pues entonces no había computadoras o calculadoras que los generaran, y puse manos a la obra. El resultado no me decepcionó: sueco.
Entre mis preferencias, Suecia estaba muy por encima de la media tabla, pero no entre los primeros diez. Muy por debajo estaba Bangladés, cuya imagen entonces la daba el disco de George Harrison, y cosa parecida ocurría con muchos países africanos; además había un montón de naciones poco atractivas por hallarse bajo dictaduras comunistas o militares, mientras que Suecia aparecía en la imaginación como un país de mujeres bellas y liberales.
Me propuse que adoptaría la cultura sueca y aprendería a hablar sueco para conmemorar esa patria fortuita. Para comenzar, me procuré un libro. Lo primero que cayó en mis manos fueron las memorias de Axel Munthe, tituladas La historia de San Michele. Con el tiempo fui leyendo varios autores más, pero lo cierto es que olvidé mi propósito de adoptar Suecia como segunda patria. De su lengua sé poco; apenas que cerveza se dice öl y algunas fórmulas de cortesía.
Llegó el momento en que visité Suecia, mas cuando conocí el invierno y el absolutismo del Systembolaget, me alborocé por no haberme retrasado ese tercio de segundo. En vez de ser escritor, sería académico sueco, y me sería imposible darle el Premio Nobel a un gran escritor de Monterrey que nunca fue.
ÁSS