Ariana Harwicz abraza la frase que Oscar Wilde le escribió a lord Alfred Douglas, su amante, desde la cárcel en 1897: “El lenguaje requiere estar afinado como un violín”. En el caso de la escritora bonaerense, esa convicción se materializa en un proceso parecido a la escultura.
“Trabajo por elipsis. Por eso cada vez son más pequeñas mis novelas. Empiezo a escribir y reduzco lo más posible hasta que queda el corazón de la frase. Saco conectores, saco artículos, saco adjetivos. No es que no los haya, pero son raros. Trato de sacar todo”.
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En 2019, Dharma Books publicó en México Matate amor, novela debut de Harwicz. Ahora, la editorial mexicana ha puesto en circulación La débil mental, una historia sobre vínculos afectivos llevados al límite y las oscuridades de una relación materno-filial.
Desde Francia, al borde de la medianoche, la escritora habla con Laberinto en esta entrevista de la que se han suprimido las preguntas.
El nacimiento del lenguaje
Es el centro de toda la literatura: ¿Cómo se escribe? ¿De qué están hechas las palabras? ¿Por qué se escribe una palabra y no otra? ¿En qué consiste el acto de escribir que uno automatiza?
Escribir no es escribir. Si no, todos somos escritores, o todos somos cantantes si cantamos, o bailarines si bailamos. Se dice escribir, pero es un error. Escribir es otra cosa. Y es una obsesión mía saber qué es esa otra cosa. Entonces, los personajes también están obsesionados. En La débil mental o en Matate amor siempre están cuestionándose qué están diciendo. Todo el tiempo está puesto en discusión qué es la palabra. Cuando escribo, estoy todo el tiempo pensando por qué una palabra y no la otra.
Sin calificativos
No me gustan mucho los adjetivos, a menos que sea un adjetivo a lo Borges, que le da vuelta a toda la gramática, que repiensa todo… un adjetivo insospechado, único. Para escribir no me gustan, los odio. Y si pongo uno, tiene que ser muy extraño. Cuando hablan de lo que escribo suelen usar muchos adjetivos. Ahí hay una disociación entre lo que escribo y cómo se lee. No me molesta, pero no estoy de acuerdo. Cuando ponen: “una escritura desquiciada, loca, visceral”, o “es un vómito”, o “una escritura sin filtro”... No, nada que ver. Así no lo vivo yo.
Siempre hay un abismo, un desfasaje, entre cómo se lee y cómo se escribe. Sí hay intensidad en mi escritura, pero hay matemática, hay cálculo. Todo el tiempo trato de pensar cómo piensa un músico. Yo no soy música y tampoco estudié música, pero estoy todo el tiempo tratando de pensar cómo pensaría un pianista. Trato de ejecutar mi escritura con ese mismo rigor, de pensar musicalmente cada estructura, cada palabra, cada oración.
En combate con la lengua
Es una vieja imagen la de la guerra en el lenguaje, la de la batalla y todo eso que usan los semiólogos y los teóricos. Es una guerra amorosa. Estoy en guerra con el lenguaje y es una guerra apasionada. Una cosa no quita la otra. Hay un gran amor por la lengua, una devoción, casi un fanatismo. Por otro lado, estoy en guerra porque lo necesito para encontrar algún hallazgo lingüístico, alguna palabra, una forma de pensar algo nuevo. Necesito pelearme con el lenguaje, discutirlo, desarmarlo, revelarlo, repensarlo.
El problema de la escritura es que vos estás escribiendo, lo leés treinta veces y ya después te perdés. No sabés si está bueno lo que escribiste, porque lo viste tantas veces… Es un periodo de ceguera.
Una vez que el texto está sellado, fundido como un hierro, es una maquinaria, es un todo. Son novelas tan cortas, tan trabajadas, que no hay palabras o frases de más. Hay un control.
Inestabilidad que cuenta
En Matate amor, en La débil mental y en Precoz, hay una inestabilidad deseada, deliberada, buscada. No para hacer un efecto o para ser vanguardista o caótica, sino porque no me imagino escribiendo de otro modo. Cuando veo una novela en que está todo el sentido completado, en que se entiende todo, donde no hay nada que agregar, me asfixia porque digo: ¿y dónde entra el lector? Necesito dejar puertas abiertas todo el tiempo. Algunos lo hacen en la trama, yo lo hago más bien en el lenguaje. Mis tramas son muy sencillas.
Esa inestabilidad me parece indispensable. En el cine también, si estoy entendiendo todo, viendo todo, escuchando todo… Es un pleonasmo, una redundancia. Se da un efecto de no poder pensar y lo más lindo es pensar, completar el sentido es la operación básica del arte.
Trato de provocar esos agujeros en la gramática para que ahí entre el lector. Si entra y ve otra cosa, eso para mí es un efecto de lectura milagroso.
La contundente primera persona
La elipsis es toda una decisión estética. En estas novelas no pude hacer otra cosa que ir a la primera persona. Tiene una fuerza, una radicalidad, una contundencia, un énfasis… Es una voz muy enfática y yo necesitaba esa cámara subjetiva, pero que está llena de la misma estrategia: está llena de agujeros. A veces en La débil mental y en Matate, amor interfieren otros diálogos, y se cuelan dentro del solipsismo.
También le habla a los otros, no es completamente autista. Hay también una relación con los otros. Y los diálogos no son ordenados, no se sabe bien quién habla. No es solamente un monólogo. Por momentos son diálogos, por momentos es una voz omnisciente.
El faro de Tolstói
El deseo más alto de todo escritor o de todo artista es la gran fórmula tolstoiana, tan obvia pero tan verdadera: lo más particular, lo más personal, el detalle más pequeño de tu vida va a ser el va a tener una fuerza universal única, justamente porque es singular. Esa ecuación no hay que olvidarla nunca: “Pinta tu aldea y pintarás el mundo”.
No le hablo al mundo entero, no intento ser universal cuando escribo. Más bien lo contrario, intento ir a lo más profundo que pueda, a lo más particular. Inevitablemente eso da un salto y es universal. Todos nos enamoramos, perdemos, nos enfermamos, tenemos pánico a fracasar. Pero con esa masa, ¿qué puedo decir que sea que sea único? Esa es la gran lucha del arte. Se trata de ser lo más particular que puedas, lo más singular que puedas.
ÁSS