Existen dos formas de aceptar una distinción como la que hoy se me confiere al hacerme miembro honorario de esta Academia Nacional de Arquitectura. La primera es dar las gracias, lo cual hago en primer término, del modo más sincero y emocionado. La segunda es considerar que la entrada a una Academia no significa solo la obtención de un laurel sino el compromiso de trabajar con el arma de mi disciplina para la construcción del mapa concreto y espiritual de la ciudad, donde el escritor y el arquitecto tienen responsabilidades paralelas.
Jamás he tenido en mis manos una cuchara de albañil, pero he tratado de ser fiel a la consigna de que cada objeto verbal salido de mis manos sea construido con base en la confección de cada ladrillo, así como el arquitecto conquista el espacio a través de la materia.
El arquitecto es un poeta del espacio. La blancura ocupada por sus sueños es el patrimonio que nos deja cada día en que tenemos la fortuna de respirar el mismo aire y hacer nuestros sentidos parte de los suyos. Su necesidad y obligación es crear para los otros, diseñar espacios para darnos los unos a los otros y hacer de la existencia un oficio más pleno. Convertir el planeta en un lugar mejor para vivir.
El tiempo me ha concedido el privilegio de cultivar la amistad de arquitectos que por diversas razones forman parte de mi querencia y mi trabajo y quienes hoy se encuentran con nosotros desde otra luz. A su ausencia presente dedico estas palabras. Cuando estaba al frente del Centro Universitario de Estudios sobre la Ciudad, el arquitecto Francisco Covarrubias me invitó varias veces a pensar sobre el sitio en que nos tocó vivir, como lo reitera nuestra querida Cristina Pacheco; por mi cofrade Sergio Zaldívar siento una profunda admiración: médico de cabecera de nuestra Catedral, siempre estuvo activo y atento para hacer cuanto pudiera en beneficio de nuestro patrimonio; con Antonio Toca compartí la pasión por el arte subterráneo, prueba de que la oscuridad es otra luz, y he sido testigo de sus valiosos trabajos arquitectónicos en diversas partes de la República. El arquitecto Aurelio Nuño fue alumno de mi padre y esa circunstancia nos hermanó siempre. De él aprendí, entre otras cosas, que la belleza arquitectónica es un derecho de todos, como lo demuestran las estaciones del metro por él diseñadas en la calzada Ignacio Zaragoza. El arquitecto Luis Arnal Simón dejó esta vida cuando preparaba un libro para el iniciado y el profano. Lo primero, porque ofrece en sus objetos verbales y plásticos una visión de la arquitectura y sus protagonistas que han abandonado esta vida por voluntad propia o por circunstancias diversas que los condujeron a la destrucción prematura. Lo segundo, porque nos pone frente a la única y gran interrogante que podemos hacernos los sobrevivientes de esta breve aventura.
Lazos de tiempo y afecto me unen con Carlos Véjar-Pérez Rubio, doble artista de la pluma y que con la misma lucidez hace una lectura de la calle Insurgentes o de la historia de nuestra América. Con el arquitecto Felipe Leal, colega de El Colegio Nacional y a quién debemos el rescate y custodia del edificio que nos aloja. A Vicente Alonso debo, entre muchas cosas, el privilegio de que haya confiado a mi pluma el umbral de sus libros donde da muestra de su talento y su limpieza en todos los sentidos del término.
La solidaridad de todos ellos es el motivo principal de mi ingreso honorario a esta Academia, pero también creo que la invitación se debe a las lecturas que de la ciudad he llevado a cabo. Cuando empecé a escribir mi libro Elogio de la calle. Una biografía literaria de la Ciudad de México, quienes me dieron sustento fueron fundamentalmente urbanistas y pensadores como Lewis Mumford, Louis Kahn, Kevin Lynch y Luis Barragán. A través del tiempo me han iluminado las lámparas de John Ruskin o la palabra siempre aguda y precisa de Frank Loyd Wright. Si el escritor es el cartógrafo emotivo de la urbe, el arquitecto es el poeta del espacio, el domador de la luz y, como quería Le Corbusier, quien logra la síntesis de las artes mayores. La ciudad es un organismo vivo, y como tal debemos estar atentos a su crecimiento, sus peligros y beneficios.
No he dejado de escribir sobre la ciudad y por eso publiqué en el año sesenta de mi vida y bajo el sello de nuestra Universidad, una suma de textos cuyo eje común es esta gran casa llamada Ciudad de México. Su título, Fundada en el tiempo, proviene de una idea de mi maestro Rubén Bonifaz Nuño, quien entre muchas otras luminosas páginas escribió: “Lo fundado es anterior al fundador. La ciudad tiene ser real y cierto en la eternidad, y el fundador viene tan solo a dar testimonio de tal existencia. Pero al dar ese testimonio, el fundador contagia con el tiempo la eternidad de lo fundado.”
Mi acercamiento a la ciudad ha sido siempre íntimo y personal, positivo y luminoso. Rechazo el lugar común jungla de asfalto. Prefiero la declaración de amor de Salvador Novo cuando habla de nuestra ciudad mía. En otra parte lo escribí y lo reitero en este ámbito: en nuestras acciones más humildes, somos el héroe anónimo que consagra, eleva y dignifica. Vivir la ciudad es defenderla. Leerla es conservarla.
Palabras pronunciadas en la ceremonia de investidura de la Academia Nacional de Arquitectura, Sala Mexicana de la Biblioteca Nacional, 8 de junio de 2023.
AQ