Arturo Rivera: la entraña más íntima

Memoria

En su obra, el artista visualizaba sueños, deseos, angustias, terrores, éxtasis, abominaciones y otras presencias intangibles que habitan en el alma humana.

El artista plástico Arturo Rivera junto a una de sus obras. (Foto: Javier Ríos | MILENIO)
Ernesto Lumbreras
Ciudad de México /

Dice Julio Ramón Ribeyro en una de sus Prosas apátridas: “Mi error ha consistido en haber querido observar la entraña de las cosas, olvidando el precepto de Joubert: ‘Cuídate de husmear bajo los cimientos’”. En la edad dorada de Arturo Rivera (San Pedro de los Pinos, 1945 - colonia Condesa, 2020), la visita en 1957 al Museo de Historia Natural en el Chopo debe marcarse como un hito en su calendario de artista cachorro. Los gabinetes de aves y felinos disecados, esqueletos de peces y saurios, fósiles de helechos y nautilius, de caracolas y armadillos, de insectos atrapados en piedras de ámbar, sedimentaron una capa importante en el imaginario del futuro pintor. Otra impronta fueron los bajorrelieves de yeso de caballos griegos que vio y tocó en casa de su abuela materna. ¿Y el microscopio de lente Zeiss que recibió en la navidad de 1960? Entre atisbar el universo y ver el ojo de una mosca, el muchacho jamás vaciló su elección. Por eso, cuando ingresa a la Academia de San Carlos, en 1963, posee ya una visión íntima y entrañable sobre los seres y las cosas del mundo, esas realidades interiores y fisiológicas de los organismo vivos, pero también, esas presencias rotundas e intangibles que habitan en el alma humana: sueños, deseos, angustias, desconsuelos, terrores, éxtasis, presentimientos, rencores, abominaciones, recuerdos…

Matrimonio Arnolfini

© Arturo Rivera | Colección MILENIO Arte


Para cuando Fernando Gamboa decide montar, en 1982, su primera gran exposición, Arturo Rivera ha recorrido de ida y de vuelta el taller de pintura del Renacimiento italiano, el de la escuela flamenca y el de la española. Sus estancias en Nueva York, Londres y Múnich han permeado su obra de los discursos plásticos que cuestionan la banalidad y la impostura en el mercado del arte. Pintores como Francis Bacon, Antonio López o Lucian Freud confluyen en sus tentativas técnicas y, en ciertas estancias del mito y del símbolo, trazan afinidades espirituales respecto de su búsqueda.

Ecce Homo

© Arturo Rivera | Colección MILENIO Arte


En las décadas por venir, Rivera pintará sus mejores cuadros, la mayoría expuestos en dos muestras históricas, no sólo de su biografía, sino para los anales del arte contemporáneo de México: Bodas del cielo y del infierno (MAM y MARCO, 1995) y El rostro de los vivos (Palacio de Bellas Artes, 2000). En este periodo prolífico y estelar surgieron de su grafito y pincel piezas maestras como Fuego de 1982, El rito de 1988, El veedor y Las dádivas divinas de 1990, Ecce Homo y El olvidado A.P. de 1993, El ángel necesario y La última cena de 1994, Herodes y sus verdugos de 1995, Septeto para un roedor de 1996, El chamán de 1997, Autorretrato, homenaje a Julio Ruelas y Ejercicios de la buena muerte de 1999, Vulcano de 2000, La medusa de 2001, La jineta de 2003, Llegando a Nueva York de 2005, Autorretrato con paño rojo de 2011, Bodas de Hades y Perséfone de 2012, Encuentro de 2016 y Autorretrato, homenaje a Hermenegildo Bustos de 2019. Todo una obra abierta por ordenar y revisar, con inevitables constantes y territorios incógnitos que rebasan la interpretación psicológica y literaria. En 1987 anotaba Olivier Debroise: “Como evocaciones personales, enigmáticas, los cuadros de Arturo Rivera no se pueden reducir a una gramática: hay que dejarles su radio”. Con la muerte del pintor —su última anécdota—, el espectador de su arte se encuentra hoy, felizmente, en el kilómetro cero del radio propuesto por el crítico.

Exposición 'Autofagia' en el Munal. (Foto: Javier Ríos | MILENIO)

AQ | ÁSS

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