Arturo Rivera, nuestro Orfeo en los infiernos

Memoria

No pintaba la realidad que todos quieren ver, sino el cuerpo humano en tensión con objetos y significados que se contradicen a la vez que nos perturban.

El pintor Arturo Rivera murió a los 75 años de edad, el 29 de octubre de 2020. (Foto: Javier Ríos | MILENIO)
José Ángel Leyva
Ciudad de México /

El 27 de octubre por la tarde hablamos por teléfono. Hacía meses que no escuchaba su voz. Me contó su estancia durante buena parte de la pandemia en Tepoztlán, con su hija Emilia y con la madre de ésta, su ex pareja. Estaba en su casa de la Condesa y deseaba que nos viéramos para mostrarme su obra nueva. “Es algo distinto, alejado del realismo, sin abandonarlo, pero es otro discurso. Este aislamiento me dio el impulso para iniciar otra etapa creativa”. Quedamos de llamarnos este lunes dos de noviembre y ponernos de acuerdo para comer en su casa o en algún restaurante. Me intrigaba mucho el anuncio de ese cambio. El viernes 29 por la mañana recibí el anuncio de su muerte. Corrí a su casa para despedirme. Ante el féretro me preguntaba por ese cambio anunciado y recordé sus palabras en una entrevista que le hice años atrás: “El paso del tiempo te aproxima a la imagen de la muerte. Ello significa que mi pintura refleja mi origen. La originalidad no está en lo que nadie ha hecho, sino en el descubrimiento de ese origen, de donde has partido”.

En el número 13 de la revista La Otra impresa, octubre-diciembre de 2011, publicamos un documental fotográfico de Pascual Borzelli sobre Arturo Rivera. No hay más explicación que la exposición de fotos que nos conducen por el espacio y el ritmo creativo del artista plástico. Advertimos la preparación de enseres que han de servir para la composición del cuadro. Vemos al artista posar para la lente en diversas situaciones, observamos el desarrollo de la pintura y sus constantes modificaciones. Aparecer, desaparecer. Mirar, borrar, cuestionar, dialogar, volver a pintar. Un proceso de indagación y acometidas pictóricas de un artista al que algunos medios han calificado como un gran provocador. Rivera es muchas cosas poco convencionales, pero menos un provocador. Su pintura es inquietante, cierto, sus posturas políticamente incorrectas, indudablemente, sus reacciones imprevistas, sus gestos de empatía o antipatía muy elocuentes. Pero Arturo no pretendía atraer la atención de nadie, mucho menos de los medios ni de la crítica, de la cual desconfiaba; manifestaba su preferencia por los poetas para hablar de su trabajo. De hecho admiraba a los poetas, los atendía con la calidez y la curiosidad de un niño. Sus libros están marcados por la presencia de textos más líricos que académicos.

Durante los años noventa tuve una conversación periodística con el doctor Fernando Ortíz Monasterio, para hablar de su especialidad como cirujano plástico y como pionero en corregir deformaciones, como el labio leporino, en el útero materno. Fue él quien despertó mi curiosidad por la obra de Arturo Rivera; me habló de sus dibujos y pinturas basadas en los casos médicos que él operaba, como el hiperteleorbitismo. Otras deformaciones congénitas llamaron la atención del artista, quien las recreó bajo su propia perspectiva plástica, como lo hizo también en su Historia del ojo (1990). Fue con Ejercicios de la buena muerte que pude entrevistarlo en su casa-estudio, en 1999; la sesión se convirtió en una tertulia que iba y venía por diversos temas. Me contó a detalle su cirugía a corazón abierto, su experiencia con el silencio y la nada al quedar desconectado, sin sístole y sin diástole. Me pidió que volviera otro día para revisar la entrevista y seguir conversando. Esa segunda sesión ya no estaba la hermosa chica que aprendía a dibujar con él. Hablamos de la poesía de Eduardo Lizalde, a quien tanto admiraba, de los poetas a quienes conocía y leía, como Francisco Hernández. Meses después obsequió un grabado, “La caída de Ícaro”, para la revista Alforja, que había publicado sus dibujos.

Ejercicios de la buena muerte 

©Arturo Rivera | Colección MILENIO Arte


Lizalde afirmaba, en su texto sobre la exposición “Las bodas del cielo y el infierno”, que Arturo Rivera era nuestro Orfeo en los infiernos, no para rescatar a Eurídice, sino para buscar lo que no hay, lo que se piensa o se anuncia agotado. Heterodoxo, irreverente, incrédulo nato y “gambusino de imágenes aterradoras” se resistía a abandonar el territorio de lo figurativo regido no sólo por la destreza y el detalle, por la exigencia técnica, sino por el conocimiento de la tradición para pintar no la realidad que todos ven o quieren ver, sino la que el artista sueña, piensa, siente, imagina, ve. Esa donde el cuerpo propio es ajeno y el ajeno propio. Arturo expresaba: soy mi modelo, soy todo lo que pinto. Por eso mismo no le interesaban las naturalezas muertas y sí los cuerpos animados; lo humano en tensión con objetos y significados que se contradicen y se potencian, a la vez que nos perturban.

Es difícil decir que Arturo Rivera fue mi amigo —así lo siento—, pero puedo afirmar que hubo siempre un trato fino, cálido, fraterno, generoso, que ganó mi afecto y admiración. Sentí su muerte como un desgarrón que me hace decir con Francisco Hernández: “Era Arturo Rivera un verdadero artista, un pintor verdadero obsesionado por las manifestaciones más terribles de la belleza”.

José Ángel Leyva es escritor y Jefe de Publicaciones de la UACM

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