Cada pincelada de Arturo Rivera revela al cuerpo dentro del cuerpo. Lo que vemos es tan solo la interioridad en esa carne hendida, suturada, abierta para sí, en sus cuadros el cuerpo deja de ser metáfora desierta. Parábola de lo sutil y lo violento, lo tenebroso pero a la vez inteligible de la finitud es la conciencia de que esa frágil vastedad hace del alma un ente en busca de su estado primigenio.
Arturo Rivera escarbó la piel. Desmontó el armazón orgánico, sus trazos alcanzan la osamenta. Una calavera como epígrafe de la vida deshabitada de relato (Horizonte fósil, 2008; Cráneo plato, 2009): cuando el último suspiro abandona a la materia, el despojo es libre de un pasado y el tiempo vuelve a reconstruirlo en su esencia mitológica.
Quizá es por eso que en Ejercicios de la buena muerte (1999), Rivera se contempla en la mesa del forense: el sueño bajo custodia del ángel negro, el súcubo también observa a ese hombre de ojos cerrados hacia la luz de una lámpara que, a su modo, explora el rostro languideciendo junto a un pequeño cerdo.
Ejercicios de la buena muerte
© Arturo Rivera | Colección MILENIO Arte
O qué decir de los extraños relatos de inmolación y sacrificio: Septeto para un roedor (1996), la niña, la mujer, el hombre velando a un toro que se desangra ante una rata, un pez y una serpiente; El primer sueño de Edipo (2002), hombre y mujer unidos por un ofidio que apunta el nido que contiene un pequeño esqueleto, o D.F. (2008): el vacuno, el cerdo, la mujer y el tipo de mirada oscura. Detrás de ellos, la ventana y sus presagios.
El universo de Rivera era como ese mundo en que Dalí inventó sus frescos: la serie Historia del ojo, de 1990, es un montaje de seres jugueteando con globos oculares como mundos que caen sobre las manos: Santa Lucía, Tiresias, La dulce espina dorada, Sueño de guerra, Las dádivas divinas, Nacimiento del ojo. Y es que se mira únicamente para descubrir lo que no existe, se palpa el órgano para que la vista se cubra de tacto porque también eso es lo que somos, sugirió el artista en esos óleos de quimeras profanas: El chamán (1997) y su expresión de locura luminosa, la misma que resplandece en El mago (2007) o en Demonio (1993): él sólo observa la pirámide en sus garras, un objeto que, como aquel panel de Stanley Kubrick en 2001: Odisea del espacio, contiene a la naturaleza y sus misterios.
Septeto para un roedor
© Arturo Rivera | Colección MILENIO Arte
La infancia, para Rivera, fue el signo de lo frágil, la vida apagada e inclemente: El Kanato de la Horda de Oro (2008) es uno de sus cuadros más intensos: enfundada en una arnés de acero, la criatura desollada hasta los huesos antecede al rostro de un salvaje hambriento; El grito I (1988) o el cadáver del pequeño junto a los peces que se duelen de la vida; Costillar II (2004), In the Bedroom II (2002), In the Bedroom III (2003) y Cráneo tirado (2004) visiones fulminantes del horror o la maldad: Herodes y sus verdugos (1995) capta un trío de asesinos descalzos ante el botín de seres que nos miran desde su tímida agonía.
Ernst Jünger escribió: “El dolor es una de esas llaves con que abrimos las puertas no solo de lo más íntimo, sino a la vez del mundo. Cuando nos acercamos a los puntos en que el ser humano se muestra a la altura del dolor o superior a él logramos acceder a las fuentes de que mana su poder y al secreto que se esconde tras su dominio. ¡Dime cuál es tu relación con el dolor y te diré quién eres!”. Y posiblemente esa era la razón por la que Arturo Rivera se expuso lacerado, sean Autorretrato (2003) o Autorretrato Kena (2011), o por la que exterioriza un escenario de torturadores y expoliados, de ávidos bebedores de sangre, de montadores del sentido contrario: La jineta (2014), fémina furtiva sobre el lomo de un verraco, mujer de caderas desnudas y piernas suaves.
Y una vez más, ¿no fue san Agustín quien dijo que “el dolor es privativo del alma y no del cuerpo”?
La titiritera (2007) mueve los hilos de su juguete de carne y hueso, y luego se desdobla en la hembra de piernas abiertas de La tormenta (2007), mujer de Atajo (2000), bruja sensual en Cesta (2003).
El cosmos plástico de Arturo Rivera es feérico, hay monstruos y prodigios: Centauro (2000), Saturno (1997), El Cristo roto (1991), La tentación de San Antonio (1997). Hombres y bestias en caprichos voluptuosos, visiones que emanan del pintor no como un sueño sino como superstición.
Adiós, maestro. Ha llegado a su universo.
AQ | ÁSS