Una de las mejores escenas de Ghost Dog de Jim Jarmusch, es aquella en la que Raymond, el haitiano que regentea un coche de helados, lleva al sicario que da nombre a la película, hasta la azotea del edificio en el que vive. Ahí le muestra lo que a primera vista es una labor disparatada: un hombre ensambla un barco en el terrado contiguo. Raymond suelta carcajadas. Se pregunta cómo diablos va a bajar al buque de ese techo o si acaso planea navegar sobre las nubes, y exclama ¡el tipo está loco! ¡No, es un genio!
Esa escena tiene algo de poético, pero no es el quehacer inútil ni lo absurdo de armar un bote en la terraza. Está en la situación babélica que Jarmusch completa en tres minutos: la amistad entre Raymond y Ghost Dog se sostiene en el galimatías (el primero habla francés y el segundo inglés, solo se entienden con jugadas de ajedrez y compartiendo barquillos de chocolate). Entonces, cuando Raymond se anima a cuestionar al empeñoso constructor del barco, éste tampoco entiende lo que dice porque su lengua es el español.
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Herman Melville escribió en Billy Budd: “El marinero es franqueza; el hombre de tierra es sutileza. La vida no es para el marinero un juego que requiera mucha cabeza”, así que el navío de Jarmusch, condenado al ancla inevitable de la altura, no requiere explicación. Es una metáfora de osada libertad, aunque ilusoria, artificial.
Jessie Conrad, esposa del célebre Joseph, cuenta que para el autor de Lord Jim y El corazón de las tinieblas la mar fue más que una obsesión. Su destreza para hacer nudos, la sabiduría del cabotaje, el protocolo que un buen marino debe respetar, eran su credo.
Joseph le contó anécdotas trágicas y risibles, como la del médico que a pesar de la ingente cantidad de enfermos a su cargo, decidió matarse con una sobredosis de somníferos. Sucedió en el Torrens, el antepenúltimo buque que Conrad navegó, y en el que viajaban como pasajeros el escritor John Glasworthy y el señor E. L. Sanderson. Sanderson pasó la noche sentado en su litera, sin saber que al lado, el médico ya viajaba en otra barca, la de Caronte. O aquella en la que un par de ancianas solteronas colgaron una bolsa de ropa sucia en el farol del camarote, provocando un incendio que no las aterró, las indignó: dos tripulantes muy jóvenes acudieron a sofocar el fuego, lo que consideraron una afrenta a su achacosa intimidad.
En Joseph Conrad y su mundo, mezcla de memorias, novela y biografía, Jessie narra, también, que su marido solía embarcarse con su hijo Borys en fuentes o cisternas, juego con que se franqueó el afecto de otros niños. Como ejemplo, cita este pasaje que Edward Garnett anotó en la introducción al epistolario que publicó de Conrad: “… Cuando Joseph Conrad quería rendirse a alguien lo hacía de todo corazón y con una originalidad irresistible. Recuerdo un día de 1898 en que él y Jessie Conrad vinieron de visita a la finca de Cearne y me lo encontré con mi hijo David, que tenía seis años, navegando los dos por el prado metidos en una enorme cesta ataviada con una escoba, un mantel y una cuerda para tender la ropa. La fantasía de un barco auténtico estaba singularmente lograda por la mera presencia de Joseph Conrad, que cambiaba la vela de lado al cambiar el viento, buscaba el ángulo para cada viraje y daba órdenes cortantes al chico usando el lenguaje marinero que tan bien conocía. Este espíritu alegre y juguetón, tal vez más evidente en su juventud, contrastaba curiosamente con la auténtica disposición mental del Conrad meditabundo, sardónico y desilusionado con la vida”.
El barco, aún anclado, es una invitación al viaje real o imaginario, como en la película de Jarmusch (por cierto, Ghost Dog cumple veinticinco años).
AQ