Murillo y el Barroco andaluz

Arte

Una exposición del Museo del Prado reúne 33 obras del artista español, escenas costumbristas, imágenes religiosas y paisajes cuya sofisticación demuestra la influencia del pintor en las siguientes que lo sucedieron.

Bartolomé Esteban Murillo, 'La disipación del hijo pródigo'. (Museo del Prado)
Víctor Núñez Jaime
Madrid /

Fue pintor pero bien podría haber sido director de escena. En la mayoría de sus cuadros, Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682) se ocupó de relacionar a sus protagonistas con la intención de narrar una historia. Son personajes de la vida civil o sagrada interactuando para gente que desee ver y “leer” imágenes. Por eso distribuye las acciones, a manera de serie, en varios lienzos. O sea: el artista sevillano es un antecedente de los folletines decimonónicos y de las actuales plataformas audiovisuales de pago. Tal afirmación se desprende después de ver El hijo pródigo de Murillo y el arte de narrar en el Barroco andaluz, la exposición con la que arranca su nueva temporada el Museo del Prado.

Cuenta Javier Portús, jefe de conservación de pintura española (hasta 1800) de la pinacoteca madrileña, y curador de esta muestra, que Murillo se distinguió, entre otras cosas, por realizar “una portentosa investigación del sistema de las emociones y de su representación. También se ocupó de cuidar que la credibilidad de sus escenas se basara en el naturalismo. La verdad es que, en toda Europa, hay pocos artistas que lleguen a la capacidad descriptiva y narrativa de Murillo”.

A mitad del siglo XVII, en Andalucía comenzaron a proliferar cuadros organizados en series que eran encargados por ciudadanos ricos o por las distintas órdenes religiosas para sus iglesias y conventos. Cada conjunto de imágenes contaba un episodio bíblico o biográfico de algún personaje sagrado. A eso se debe la abundancia de recursos compositivos de cada “estampa.

Además del protagonista de la exposición, que permanecerá abierta al público hasta el próximo mes de enero, entre los artistas precursores de este tipo de series pictóricas del barroco andaluz se encuentran Alonso Cano o Antonio del Castillo o Juan Valdés Leal. Estos dos últimos plasmaron la travesía bíblica ocurrida en Egipto y la biografía de San Ambrosio, así como de la representación de paisajes y afectos en la vida cotidiana de la época.

Uno de los mejores ejemplos de este estilo gráfico del sur de España se encuentra en los cuadros que Murillo pintó para narrar las vicisitudes del hijo pródigo (dos de ellos restaurados y prestados expresamente para esta muestra por la National Gallery de Dublín), desde que abandona el hogar paterno hasta su regreso a él. En el lienzo El hijo pródigo hace vida disoluta, concretamente, se aprecia una escena costumbrista con elementos propios de un bodegón y otros elementos naturalistas, como la figura de un músico que, situado a contraluz, pretende amenizar un banquete, o el perro que asoma debajo del mantel de la mesa o, incluso, los magnánimos escotes de las damas engalanadas con vestidos de colores encendidos.


Bartolomé Esteban Murillo es uno de los pintores españoles más conocidos y valorados en el extranjero. Su matrimonio con Beatriz Cabrera Villalobos, hija de una familia hispalense “acomodada y bien relacionada”, fue de gran ayuda para conseguir clientes que le hicieran encargos importantes. En 1645, apenas una semana después de la noche de bodas, le pidieron once lienzos para el claustro chico del convento de San Francisco de Sevilla. Tardó tres años en hacer la serie completa y ese trabajo se convirtió en su mejor carta de presentación. Hoy, más de tres siglos después de su muerte, buena parte de los inmuebles católicos sevillanos cuentan con una o varias de sus obras.

Murillo representa, también, un gran salto para los creadores: pasar de ser artesanos a ser artistas. “Tanto él como sus contemporáneos desarrollaron una fuerte conciencia de su propia valía y del honor debido a su actividad.”, subraya Javier Portús. Y una vez que se erigieron como artistas, los pintores aprovecharon y se hicieron un hueco en la alta sociedad. “Murillo no sólo supo conectar con las expectativas de la representación pictórica de la sociedad sevillana, con una clientela adinerada y muy formada, sino que fue capaz de hacerlas evolucionar hacia fórmulas más sofisticadas desde un punto de vista estilístico y temático”, añade Portús.

La exposición del Museo del Prado incluye una sección de cuadros dispersos que en su momento formaron parte de series pictóricas. Son escenas de abundantes banquetes o encuentros alrededor de un pozo o en torno a un paisaje. A todas hay que mirarlas con atención, de forma pausada y secuenciada, pues su esencia narrativa requiere un acercamiento mayor al habitual. El recorrido completo incluye 33 cuadros y se cierra con Rebeca y Eliezer, donde se cuenta la socialización en torno al pozo, en estrecha relación con el paisaje, la gestión de los afectos de las protagonistas, las miradas cruzadas con las que parecen dialogar, mientras todo parece ocurrir entre lo sagrado y lo profano.

AQ

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