Bajo la oscuridad remojada por la lluvia, la metrópoli se vuelve una trampa gigantesca para el que se atreva a rondar sus recovecos. Sea cualquier barrio, una avenida, un callejón, una tienda o un vagón del Metro, esa ciudad es un coto de caza cuando desaparece el sol. “Ellos piensan que me oculto en las sombras. Acechando. En espera de atacar. Sin embargo, yo soy las sombras”, dice el extravagante justiciero (Venganza, se llama a sí mismo), que luego de apalear a unos pelafustanes, se escurre a su cueva plagada de murciélagos. Kurt Cobain entona “Something In The Way”, el doceavo track del Nevermind (1991), ese álbum que apuntaló la leyenda de Nirvana. La rola no es para menos. Es el himno natural de los perturbados, la fábula iconoclasta del trampero que apresa sabandijas para convertirlos en mascotas.
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El umbroso fundido de apertura de The Batman, de Matt Reeves, advierte que el personaje creado por Bob Kane y Bill Finger, tan desgastado por el cine y la tv, ha recuperado su genuina dimensión. Ya no es el caricaturesco detective del serial fílmico de la década de 1940, interpretado por Lewis Wilson bajo la dirección de Lambert Hyllier; tampoco el ñoño enmascarado que interpretó Adam West en la serie y película de los 1960; el lúdico vigilante que forjó Tim Burton en Michael Keaton; el socialité con vida doble de Joel Schumacher (protagonizado primero por Val Kilmer y luego por George Clooney); el bulto que concibió Zack Synder con Ben Affleck ni el desquiciado vengador que Christopher Nolan elaboró a través de Christian Bale, el mejor, y más congruente, de los Batman hasta entonces. Y es que, Matt Reeves, como hizo Todd Phillips con Joker (2019), le devuelve al súper héroe más emblemático de DC Comics, su entraña psicótica, depresiva e insociable, dirigiendo a un Robert Pattinson que mezcla con habilidad al misterioso vampiro de Crepúsculo con el nihilista billonario Erik Parker de Cosmópolis, de David Cronenberg, y lo mismo hace con sus archienemigos, El Pingüino y El Acertijo, creaturas que en Colin Farrell y Paul Dano recobran su malévola dignidad, tan maltrecha por las debilidades histriónicas que para el palmípedo se permitieron Burgess Meredith y Danny de Vito, mientras que para el orate de las adivinanzas, Jim Carrey se esmeró en ridiculizar en la versión de Joel Schumacher.
Así, Matt Reeves presenta a un vigilante sin vida propia. Un depredador en metafórica ebriedad (“al amanecer, y sin la máscara, no recuerdo lo que hice ni lo qué pasó”), y un transgresor que solo respeta la ley para no cruzar la línea de lo humano, aunque ya perdió esos atributos y lo ignora: en su cruzada contra el crimen, él es el freak más conspicuo de todos los villanos. De igual manera, en la urbe que recrea, una suerte de los escenarios claustrofóbicos de Blade Runner (Ridley Scott, 1982), El Cuervo (Alex Proyas, 1994), Seven (David Fincher, 1995) o Dark City (Alex Proyas, 1998), palpita un universo lo más exacto al mundo en que vivimos: la maldad y las roturas del tejido social provienen de un sistema podrido por la desigualdad, la corrupción, la impunidad, los engaños de una clase política traidora y el desdoro de instituciones controladas por la delincuencia, en el que la única válvula de escape es la esquizofrénica revancha de los monstruos.
Sin concesiones, arropada por una atmósfera opresiva casi de principio a fin, The Batman es un decoroso ajuste de tuercas del cine noir, y una correcta reinvención del caballero oscuro y sus tristes antepasados (la locura de Martha Wayne, la connivencia de Thomas Wayne con el gánster Carmine Falcone), que por los burdos intereses de una industria mercachifle, sufrió diversas mutaciones que corrompieron su espíritu maldito y le restaron cafeína (“los malditos son buenos con mala suerte”, Fernando Savater dixit).
AQ