Beatriz Zamora y el fuego negro del amor

Arte

La artista plástica muestra su visión abstracta y cósmica del mundo en el Museo de la Ciudad de México. En 94 obras, somos testigos de la profundidad de la mirada.

La artista Beatriz Zamora frente a una de sus obras. (Especial)
José Ángel Leyva
Ciudad de México /

La exposición El Negro de Beatriz Zamora, inaugurada el 24 de agosto en el Museo de la Ciudad de México, permanecerá abierta al público hasta el 30 de marzo de 2025. Se trata de una generosa muestra que permite al espectador reconocer la relevancia estética de esta obra abstracta que se concentra exclusivamente en el negro, no solo como pigmento y material sino como lenguaje, dimensión plástica y espiritual, representación cósmica en el quehacer artístico de Beatriz Zamora. Noventa y cuatro obras de diversas dimensiones, en las que destacan más de treinta de gran formato, de 3 x 1.5 metros, constatan cómo el negro revela sus diversas concentraciones y su amplitud de registros cromáticos, brillos y texturas.

A propósito de esta exposición, el Museo ha retomado la lectura de los tres volúmenes de 100 x 100, publicado en 1998, para mostrar el trabajo en papel, lo más próximo al dibujo tradicional, aunque no lo es porque utiliza muchos recursos que desbordan el concepto de la línea, pero se queda en los márgenes de la expresión gráfica. La artista mexicana, de 89 años de edad, mantiene aún su disciplina creativa, fiel a su determinación de consagrarse al arte abstracto, desde que obtuviera el Premio Nacional de Arte del Salón de Artes Plásticas 1978, cuando un grupo de colegas inconformes intentó destruir la obra ganadora y amenazó su integridad física. Pero esos artistas no pudieron destruir el cuadro, ni siquiera hacerle daño; tampoco pudieron impedir que Beatriz Zamora sea parte del canon de las artes plásticas de México.

La obra de Beatriz Zamora suscita dos reacciones inmediatas: incredulidad y asombro. La primera porque es autodidacta, no proviene de la enseñanza tradicional, académica de las artes plásticas. La segunda deriva al constatar la fuerza, la armonía, la belleza y el desafío de su obra concentrada en el no color, en el negro, que en sus manos es una determinación ética para elaborar un discurso estético en el que concentra vida y muerte. El quehacer artístico de Beatriz Zamora no se inscribe, aunque se pretendiera clasificar, en ninguna escuela o movimiento estético de y en México. Es un camino individual, solitario, no exento de resonancias vanguardistas y de referencias clásicas, de diálogos con grandes pintores que han explorado las dimensiones expresivas del negro. Beatriz Zamora se ha constituido a sí misma en esa noción cromática y filosófica de la oscuridad, de la astronomía del alma, del olvido que echa luz en la memoria.

Había escuchado de manera aislada su nombre y ciertas referencias a su obra, pero el me habló por primera vez de la importancia de su trabajo fue Leonel Maciel, quien había realizado una serie pictórica en homenaje a Miguel Ángel Asturias, a la que tituló, como la novela del Premio Nobel de Literatura, Mulata de tal. La obsesión de Leonel por el negro me llevó a elaborar un relato en el que él se convierte en personaje en busca del negro absoluto y se refugia en el Cerro de los Brujos, en las proximidades de su natal Petatlán. Luego de intentar infructuosamente con diversas materias orgánicas y pigmentos minerales, con tierras, admite su derrota. Pero tiene un sueño en el que se le aparece un diablillo llamado Flamita, que es tan bello que parece un ángel. Flamita no encarna el mal, sino el juego, la imaginación, el deseo. Le muestra las profundidades del negro en sus diversas graduaciones e intensidades, para demostrarle que el negro no es ausencia de luz, sino otra forma de ver desde el fuego de la mirada. Leonel admite que no fue capaz de internarse más en esas profundidades plásticas, aunque realizó algunos cuadros en los que muestra los distintos niveles del negro. Me contó entonces que Beatriz Zamora había penetrado en esos abismos. “Ella es la maestra del negro”, me dijo perentorio.

No sé cuántos años demoré en encontrarla. Una ocasión conversaba con Beatriz Hernández, colega en la UACM, a propósito de la obra de su padre, José Hernández Delgadillo, y de la pintura mexicana. Le comenté que entre los grandes artistas mexicanos me faltaba conocer a Beatriz Zamora, la sacerdotisa del negro. Con mucha naturalidad, me dijo que podría conseguirme una cita, pues era su madre. Entonces reparé en sus dos apellidos: Hernández Zamora, hija de Hernández Delgadillo y de Beatriz Zamora. Con mucha generosidad, Beatriz Hernández me obsequió los tres volúmenes de 100 x 100 y me prestó un libro de Eduardo Rubio: Historia de una artista excepcional, publicado en 1998 por ediciones Castillo.

Fueron dos sesiones en la casa-taller de Beatriz Zamora. Con mucha generosidad me habló de su biografía, de su compleja infancia y de su precoz arribo a la maternidad y a la vida adulta, de un largo y azaroso camino por la adversidad de ser mujer en un país machista. Después de esas charlas y lecturas del texto, entendí que no es casual el encuentro de Beatriz Zamora con el negro. Su búsqueda y su pasión creadora se guían por el “no saber sabiendo” de San Juan de la Cruz. Es en esa premisa donde la artista ha encontrado la iluminación de ese territorio espiritual en el que identifica su arte: el negro. Pero la oscuridad no del lado del mal, de la destrucción, del odio, sino en el seno del amor, en el humus donde la vida dialoga con la muerte, en la comprensión del instante que se enciende en la oscuridad para luego encontrarse de nuevo con esa misma oscuridad. La poesía, afirma Juan Gelman, es lengua calcinada; el arte también nace de ese mismo principio: lenguaje calcinado.

Regresando a 100 x100, diría que es una audacia editorial a la altura de la obra de Beatriz Zamora, que contiene una mezcla de reflexiones críticas sobre su trabajo, una muestra muy abundante de sus dibujos concentrados en tres años de labor: 2007, 2008 y 2009. Tres pesados volúmenes la integran, no obstante su apariencia ligera, al prescindir de la pasta dura para soportar el gramaje de sus hojas couché blancas. Sobriedad y elegancia dan paso a los ensayos, a los pensamientos de la artista que acompañan sus dibujos, sus manchas, rayas, líneas esgrafiadas, trabajos oscuros sobre superficie blanca. Los tres volúmenes, editados en el 2009: Los límites del amor infinito, Los siete caminos del corazón, La memoria recuperada, nos guían por los senderos reflexivos y gráficos de Beatriz Zamora en torno al negro, a sus significados existenciales, éticos y estéticos. Y aunque la muestra no nos confronta visualmente con el Negro total, como sucede en sus piezas sobre otros soportes y de dimensiones mayores, nos coloca ante un diálogo entre el pensamiento de la artista y sus ideas sobre lo humano y lo cósmico. La frase de Marc Sagaert “Lo colores también cuentan historias” es muy afortunada para abrir la puerta principal a la comprensión de la trayectoria y la obra de Beatriz Zamora, que él coloca en el plano de la alquimia y la memoria del fuego. Ni él ni Gerard-Georges Lemaire, en el segundo volumen, no solo no regatean reconocimiento y admiración a la obra y a la persona de Beatriz Zamora; por el contrario, la proyectan en el horizonte de los grandes maestros abstractos.

En el primer volumen, plenitud y ausencia intercambian estados emocionales y preguntas desde una perspectiva cósmica, mineral: “Del corazón de la madre oscura nacen las estrellas y todo”, afirma la artista para luego colocarnos en el fundamento de su determinación: “Aferrarse a lo imposible es aferrarse a la esperanza de lo posible, que es el alimento de lo vital”. En esa perspectiva aparece la defensa de los recursos naturales, particularmente del agua, una toma de posición en favor de la justicia, la verdad, la vida; una declaración de rechazo a la precariedad y el miedo: “La pobreza es el despojo del honor”. Llama la atención esta idea porque revela una conciencia social y política. No es remota la posibilidad de que le venga de su relación matrimonial con el padre de sus hijos, José Hernández Delgadillo, quien, a diferencia de ella, plasmó la ideología en sus murales. Beatriz alterna esas reflexiones con denuncias como la masacre de 1968, “2 de octubre no se olvida”, para luego girar y externar su concepción estética y existencial: “La paz se encuentra en la respiración”.

En el segundo volumen destaco el juicio ponderado de Jorge Alberto Manríquez, sin duda uno de los críticos de arte más respetados en México: “Búsqueda y absoluto son dos palabras —que en su limitación— son inestables cuando uno se enfrenta a la obra de Beatriz Zamora […]. La desproporción se nos aparece monstruosa; solo una fe de iniciada puede darle la pureza para acometer la empresa y para suponerla posible”. Seco y descarnado, el ojo de Manríquez disecciona la obra de la artista y la coloca ante su propio desconcierto, porque ve lo posible desde una argumentación que dictaminaría la obra como no viable. Pero está allí, es una realidad. Supongo que eso mismo desataría los demonios de los artistas que pretendieron destruir la obra premiada de Beatriz Zamora en el Palacio de Bellas Artes.

Por último, en el tercer volumen, La memoria recuperada, a mi lectura la guía la convicción de Gerard-Georges Lemaire de que el negro en Beatriz Zamora, además de ser casi una voluntad mística, más que religiosa, se asocia a la melancolía monocroma. Y puede ser porque la propia Beatriz escribe: “La tristeza es la otra puerta de la alegría, la entrada de todos los ángeles”. Porque sus dibujos solo pueden verse sobre la hoja blanca para establecer el diálogo entre la ausencia de luz, de color, y la plenitud. La conjunción cromática nos conduce más al coraje y a la intrepidez que a la negación de la acción por la tristeza. Me parece que, aunque sus textos no pueden calificarse de poemas, hay una intención literaria o estética en ellos. Esa energía que los alimenta, es, sin duda, la misma que aviva su búsqueda insaciable en el no color, en la luminosa oscuridad. Me recuerda las lecciones que narran los alumnos de Gilberto Aceves Navarro cuando los obligaba a dibujar con los ojos cerrados y encontrar allí, en la oscuridad, sus posibilidades creativas, su discurso en la hoja en blanco. Concluyo con un pensamiento de Beatriz Zamora, que dialoga con ese recurso del maestro: “Somos en lo invisible certeza de lo visible. Lo invisible sin luz, sin color, sin forma, le otorga al ser humano el poder de formación en una realidad pletórica sin fundamento ni sentido”.

AQ

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