Benito Pérez Galdós, en un mar de retratos novelescos

Memoria

Figuras de la literatura española delinean al escritor considerado “el Cervantes contemporáneo”, quien nació el 10 de mayo de 1843 y publicó casi 100 novelas, 30 obras de teatro y varios cuentos, artículos y ensayos sueltos.

Pérez Galdós nació el 10 de mayo de 1843 y falleció el 4 de enero de 1920. (Wikimedia Commons)
Víctor Núñez Jaime
Madrid /

No había nacido en Madrid, pero pocos como él habían sido tan madrileños. Por eso, en el ocaso de la segunda década del siglo XX, el alcalde de la ciudad decidió hacerle un monumento. Se lo encargó a Victorio Macho, un joven escultor que había conocido al autor de Fortunata y Jacinta durante unas vacaciones en Santander, quien no tardó en crear una escultura de piedra blanca en su amplio estudio de Las Vistillas. El día de la pomposa inauguración, Benito Pérez Galdós llegó al parque del Retiro —nervioso, emocionado, tímido—, se bajó de su elegante coche con ayuda de su bastón, vislumbró —sus ojos ya no le ayudaban mucho— al gentío que lo recibió con aplausos y levantó la mano derecha —larga y huesuda— a manera de saludo y agradecimiento. Enseguida, la banda municipal comenzó a interpretar las piezas de los Episodios nacionalesCádiz, Gerona, Zaragoza— y, antes de quitar la lona que cubría la estatua, Luis Garrido Juaristi vociferó:

          —Como alcalde de Madrid recibo en nombre del pueblo la reliquia sagrada de esta obra de arte, que habrá de ser admirada por las generaciones presentes y venideras, no para hablar de nuestro Galdós como patriarca de las letras, sino como madrileño y madrileñista.

Eran las tres de la tarde del 20 de enero de 1919 y faltaba poco menos de un año para que el prolífico Galdós falleciera en la ciudad que lo había acogido desde su juventud.

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Benito María de los Dolores Pérez Galdós fue hijo de un coronel del ejército que luchó en la Guerra de Independencia española, contra el Imperio francés, y de un ama de casa de carácter fuerte y dominante. Era el menor de 10 hermanos y creció en Las Palmas, capital de la soleada isla de Gran Canaria. Aprendió a leer con relatos históricos y era un adolescente cuando empezó a pasar mucho tiempo con una de sus primas. “¡Que sois familia!”, le recordaba su madre pero, ya se sabe, los asuntos del corazón son ingobernables. Así que esa madre dura (¿Doña Perfecta?) arregló todo para que Benito se fuese a Madrid a continuar sus estudios, y su vida, lejos de la tentación.

Al final, no se convirtió en un eminente abogado, pero sí en un cronista, novelista, dramaturgo y político. Tampoco se casó, como su madre anhelaba, pero tuvo varios amores muy sonados (el que más, con Emilia Pardo Bazán) y también tuvo una hija. Era, más bien, anticlerical. Pero muy respetuoso de la fe y las ideas de los demás. Fue diputado por una circunscripción de Puerto Rico (que nunca visitó) y años después repitió el cargo, como integrante de la colación republicana-socialista, esta vez por Madrid, y entonces se tomó un poco más en serio la política.

Don Benito Pérez Galdós fumaba a cada rato. Padecía migraña. Nunca aspiró a ser un dandi y se vestía con lo tenía a mano, casi siempre de colores apagados. Sólo se permitía un rasgo de coquetería: el cuidado de su bigote. Escribía a primera hora de la mañana y luego salía a observar, escuchar y tomar notas. Era un habitual en varias tertulias de café. Volvía a casa por la tarde y se ponía a leer libros en español, inglés y francés (¿quién dijo que era un provinciano?) y sólo salía por la noche si había un concierto o una obra de teatro que le interesara mucho. Dicen que cada mes, después de corregir, acumulaba unas cien cuartillas de retratos novelescos.

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El escritor nacido el 10 de mayo de 1843 está considerado “el Cervantes contemporáneo” y un maestro del realismo y naturalismo decimonónico (como lo demuestran sus casi 100 novelas, 30 obras de teatro y varios cuentos, artículos y ensayos sueltos). Si no le dieron el Premio Nobel de Literatura fue porque los conservadores y el alto clero lo impidieron, pues se encargaron de hacerle saber a los miembros de la Academia sueca que Galdós era un “anticatólico, revolucionario y sectario”, errores y pecados imperdonables para el círculo rojo de la época.

“Galdós perdió el Nobel el día que escribió Doña Perfecta, donde retrataba a una señora ultracatólica. Pero aquella campaña fue más política que religiosa. Se decía que Galdós no representaba a la España de aquel momento. Y los conservadores presentaron a Marcelino Menéndez Pelayo como alternativa”, especifica la escritora y profesora Yolanda Arencibia, galardonada recientemente con el Premio Comillas por Galdós. Una biografía (Tusquets).

Lo que sí le fue permitido —después de varios intentos— fue formar parte de la Real Academia Española y entonces, en su discurso de ingreso (La sociedad presente como materia novelable), pudo definir ante la élite la lengua su poética:

“Imagen de la vida es la novela, y el arte de componerla estriba en reproducir los caracteres humanos, las pasiones, las debilidades, lo grande y lo pequeño, las almas y las fisonomías, todo lo espiritual y lo físico que nos constituye y nos rodea, y el lenguaje, que es la marca de raza, y las viviendas, que son el signo de familia, y la vestidura, que diseña los últimos trazos externos de la personalidad: todo esto sin olvidar que debe existir perfecto fiel de balanza entre la exactitud y la belleza de la reproducción”.

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Almudena Grandes lleva casi una década desarrollando un ambicioso proyecto literario inspirado en la obra galdosiana, llamado Episodios de una guerra interminable, y su admiración por el escritor canario no deja de aumentar. “¿Cuántos escritores en la Historia pueden presumir de haber creado un formato narrativo que siga siendo vigente, utilizable, 150 años después?”, se pregunta ella misma. “Galdós contó en 46 novelas la historia de España en el siglo XIX. Este proyecto descomunal, al que dio el título de Episodios Nacionales, no solo fundó un camino para escribir novelas de ficción construidas alrededor de hechos históricos reales. Fundó también una fórmula literaria para contar la Historia. Y aún más, y sobre todo, una manera de mirar a España. Los republicanos que habían salido al exilio en 1939 siguieron amando España a través de Galdós Lo dice Luis Cernuda en Díptico español, tal vez el homenaje más grandioso que jamás haya recibido un escritor. Luis Buñuel, que llegó a declarar que no reconocía otra influencia en su obra que la del autor de los Episodios, adaptó sus novelas al cine. Rafael Alberti y María Teresa León lo publicaron nada más llegar a Argentina. Y cuando Max Aub se propuso contar lo que había vivido entre 1936 y 1939, comprendió que ya existía un modelo, que solo tenía que avanzar por un camino perfectamente trazado, que alguien le había enseñado todo lo que necesitaba saber para acometer ese proyecto”.

Para Antonio Muñoz Molina, autor de libros como Sefarad, El invierno de Lisboa o El jinete polaco, “Pérez Galdós es, al mismo tiempo, el predecesor de toda la novela contemporánea en España y también protagonista de sus logros máximos. En sólo dos décadas llevó a cabo una de las pocas novelas españolas que están a la altura de lo mejor de la literatura universal de esa edad de oro de la segunda mitad del siglo XIX. De Cervantes aprende, con la cercanía de la propia lengua y del propio mundo cercano, lo que también le han enseñado Balzac y Dickens, la ambición de retratar todos los tipos humanos posibles, todas las clases sociales, todos los oficios, todas las hablas”.

La escritora Marta Sanz, una de las dos curadoras de la exposición Benito Pérez Galdós. La verdad humana que, para conmemorar el centenario del fallecimiento del autor, estuvo abierta al público hasta el pasado 16 de febrero en la Biblioteca Nacional de España (BNE), cuenta que “las clases medias y populares de España aprendimos historia y literatura con Galdós. Aprendimos y aprendemos a enfrentar la vida con actitud crítica, progresista y empática. Galdós vivió en las ideas para idear las vidas, observó la realidad y con sus palabras la construyó. Capturó en sus novelas las polifonías (voces de distintas clases y géneros) de una sociedad en transformación. Trazó el retrato de una clase media fundamental para la musculatura del país. Y superó tópicos de la cultura española: fracturó esa falsa dualidad entre razón y corazón a la que, hoy, en la era de la víscera y la posverdad, hemos regresado.

“Para Galdós, la aspiración era alcanzar la verdad humana y aprehender un sentido de la modernidad que, por nuestras supersticiones, podría escapársenos. Abogó por la laboriosidad en un país de rancias ínfulas aristocráticas: el trabajo era considerado un castigo más que un concepto inherente a la naturaleza humana. También abrió una brecha que la literatura española aún no ha suturado: escribir sin miedo a ser local. Hoy entendemos que lo local y lo universal, más allá de inteligencias narrativas, se emparentan con orden geopolítico y poder”.

Germán Gullón, crítico literario, escritor y profesor de literatura española en las universidades de Pennsylvania, California y Ámsterdam, es el otro curador de la exposición de la BNE y destaca que “Galdós era un extraordinario creador no solo de historias que nos templan el ánimo, sino el hombre que buscó la manera más expresiva de contarlas, utilizando formas desconocidas por entonces en Europa, como usar la segunda persona narrativa, técnica apropiada para mostrar cómo entablamos una conversación con ese que llevamos dentro. O utilizar el puro diálogo en la novela Realidad para contar una historia personal, que dramatizaba la dificultad de entender el encaje de la vida personal en la social”.

“Pérez Galdós es el predecesor de toda la novela contemporánea en España y también protagonista de sus logros máximos”.
Antonio Muñoz Molina Escritor

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Al llegar a Madrid, con la intención de estudiar Derecho, Pérez Galdós no tardó en cambiar las aulas por las calles. Cuenta en sus memorias (tituladas, por cierto, Memorias de un desmemoriado) que “ganduleaba por las calles, plazas y callejuelas, gozando en observar la vida bulliciosa de esta ingente y abigarrada capital”. Para él, el Madrid de entonces era “una aldeota” con sus límites marcados por la glorieta de Cuatro Caminos al norte, la estación de tren de Delicias al sur, el Parque de la Ciudad al este y el Palacio Real al oeste.

Era la época del auge de las tertulias de café y, al instante, se hizo asiduo al Universal, el Fornos o el Iberia, donde se hablaba de los temas políticos y socioculturales que marcaban la agenda del día a día, se generaban rumores y chismes y donde asistían, en fin, personajes relevantes, conocidos y anónimos, con los que había que interactuar. “El café es como una gran feria en la cual se cambian infinitos productos del pensamiento humano”, dice en el primer capítulo de la tercera parte de Fortunata y Jacinta. “Allí brillaba espléndidamente esa fraternidad española en cuyo seno se dan mano de amigo el carlista y el republicano, el progresista de cabeza dura y el moderado implacable”.

Don Benito no faltaba, tampoco, al “gallinero” del Teatro Real porque le gustaba mucho la ópera. Y, poco después, pasaba buena parte de su tiempo en el Ateneo, donde se empapó del mundo de las ideas, las vanguardias culturales y empezó a ejercitarse en el debate. “Es mi Ateneo, mi cuna literaria, el ambiente fecundo donde germinaron y crecieron modestamente las pobres flores que sembró en mi alma la ambición juvenil”, puntualiza en sus memorias.

En sus largas caminatas con escalas por toda la ciudad, se descubrió como un hombre curioso, observador, comprometido con los problemas de su tiempo, ocupado en tomar el pulso a los diferentes estratos sociales, fijándose en sus usos, costumbres y giros lingüísticos, material sobre el que luego edificaba sus obras, añadiéndole a ese realismo una dosis de sueños e ilusiones.

Al cumplirse 100 años de su fallecimiento, el Ayuntamiento de Madrid le concedió el título de “Hijo Adoptivo” y declaró a 2020 como “año galdosiano, madrileño y novelesco”, durante todo el cual se celebrarían diversos actos en torno al escritor. La irrupción de la pandemia echó abajo todo. Hoy el ‘Madrid galdosiano”, esa ciudad que para él fue un personaje más, ya sólo existe en su mar de novelas. Pero su estatua continúa blanca e imponente en el parque del Retiro.

ÁSS​

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