Dylan a los 80: con la inspiración bajo la piel

Los paisajes invisibles | Nuestros columnistas

El 24 de mayo, Bob Dylan cumplió 80. Seis décadas atrás, era un tipo en busca de modelos, de sentido para sus canciones.

Bob Dylan y Allen Ginsberg. (Archivo)
Iván Ríos Gascón
Ciudad de Mèxico /

En 1961, o tal vez desde un par de años atrás, sabía que era necesario inventar su personaje, aunque si algo había de sobra en aquel antiguo Manhattan, eran personajes. Los trovadores que desfilaban sobre el escenario del Café Wha?, encabezados por Freddy Neil, el manager del club, conformaban una caterva de seres enigmáticos, sobrecogedores, interesantes. Esa fauna le inspiraba respeto. Se sentía como un explorador tratando de inmiscuirse en una tribu, quizá por su condición de primerizo. No obstante, encajó muy bien entre la gente de aquella caverna de techos bajos, amplia como un salón de banquetes, situada en Greenwich Village. El Café Wha? fue su primer escenario neoyorquino, bueno, el primer auténtico escenario. Ahí tocaron muchísimos cantantes folk, también se presentaron los jóvenes pero ya reconocidos comediantes de la época, Woody Allen, Richard Pryor, Lenny Bruce. El dato, como lo cuenta él mismo en sus Chronicles. Volume One, es la perenne viñeta de los espacios alternativos: durante el día, un musiquillo desgasta el instrumento y se desgañita para una o dos almas, y las más de las veces, para nadie. Por la noche, las estrellas atraen al gran público, resucitan ese galerón que horas antes era un templo silencioso pues, como enunció George Berkeley, Esse est percipi (ser es ser percibido), y si alguien tocó para el vacío, simplemente su canción nunca existió.

Del Café Wha? se movería al Folklore Center, donde trabó amistad con el dueño, Izzy Young, y de ahí al Gaslight, el café que mejor pagaba. Tenía veinte años. Condujo días enteros un Impala del 57 más con la ilusión de ver a Woody Guthrie que de buscar fortuna. Atravesó pueblos tiznados, caminos ventosos, pastizales nevados y fronteras comarcales hasta detenerse en Nueva York, pero como era imprescindible crearse un personaje, cuando Columbia Records le extendió un contrato, le aseguró al publicista del sello que había cruzado el país a bordo de un tren de mercancías. Sí. Como alguna vez lo hicieron Jack Kerouac y Neal Cassady, esos otros personajes con los que, a fuerza de encontrar similitudes, fueron hermanados con el cantante folk (incluida la opinión de Allen Ginsberg), aunque Bob Dylan era un tipo diferente.

Cuando se vive y se hace demasiado, la retrospección ajusta cuentas con el mito. Dylan se forjó en Manhattan. Ahí maduró su vocación. Aterrizó sus fábulas, y a los protagonistas de sus canciones. Ahí leyó lo que le hacía falta, pues era entusiasta de la radio pero no de la literatura, y solo conocía a Edgar Rice Burroughs, H. G. Wells y Julio Verne, porque sería en la casa de Ray Gooche y Chloe Kiel, donde Dylan dormía en el sofá, el sitio en que se encontró con Gogol, Balzac, Dickens, Tolstoi, Maupassant, Víctor Hugo, Graves, Dante, Ovidio, Maquiavelo, Pushkin, Freud, Milton, todos leídos a medias, libros que únicamente mordisqueó pero que, de cualquier modo, abatieron sus oxidadas puertas perceptivas. De composición, lo suyo eran las extensas parrafadas. Su coincidencia con la poesía, acaso, fueron (son) los versos de largo aliento, y en sus Chronicles revela que el entrenamiento consistió en memorizar obras monumentales, digamos el Don Juan de Byron, para probar la fórmula de la larga duración sonora.

El 24 de mayo, Bob Dylan cumplió 80. Seis décadas atrás, era un tipo en busca de modelos, de sentido para sus canciones. Llevaba la inspiración debajo de la piel, por supuesto, pero vale la pena recordar aquel lejano cascarón del que iban a surgir cientos de héroes, relatos, experiencias y emociones que, buscando a su modo el cariz poético, debían mostrar a la gente su reverso, eso que no habían visto o hallado en sí mismos.

¿Dije poético? Bueno, subrayo que a su modo, porque sigo pensando que Dylan no merecía el Premio Nobel.

AQ

LAS MÁS VISTAS