El bailarín Braulio Álvarez (Ciudad de México, 1990) posee la habilidad de transformar obstáculos en escaleras. Hijo de la bailarina Irasema de la Parra, creció entre barras, puntas y cabriole. A los once años les comunicó a sus padres que quería ser bailarín profesional y fue su mamá quien le impartió las primeras lecciones. Muy pronto, se dio cuenta de que el ballet tiene su propio idioma e interpretarlo no sería tan fácil. En muchas ocasiones escuchó decir que no tenía el cuerpo idóneo para convertirse en bailarín. “No tenía ni la flexibilidad ni la fuerza necesarias. Y yo lo sabía. Así es que debía trabajar cinco veces más duro que quienes ya habían nacido con esas habilidades y talento”, dice en entrevista.
A lo largo de los años, Álvarez ha demostrado una tenacidad a prueba de fuego. Ni los rechazos en audiciones ni los resultados adversos en concursos lo derrotaron. Con sólo 15 años se mudó a Estados Unidos para estudiar en la Academia Idyllwild Artes, en California. Más tarde obtuvo una beca para el Ballet de Hamburgo, una de las compañías más prestigiosas de Europa, donde ascendió a solista y empezó a crear sus propias coreografías. Durante sus ocho años como miembro de esa agrupación, trabajó bajo la dirección de John Neumeier, una figura icónica del ballet, y se presentó en teatros de renombre en París, Moscú, San Petersburgo y Shanghái.
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Sin embargo, en 2016, el bailarín mexicano demostró que estaba hecho para romper esquemas. Su incorporación al Ballet de Tokio terminó con una tradición de más de medio siglo que sólo permitía el ingreso de bailarines japoneses. Braulio Álvarez se convirtió en el primer bailarín (y hasta ahora único) extranjero en la compañía más antigua de Japón, donde además de solista es maestro y coreógrafo.
El 24 de agosto, en una función de gala, el Ballet de Tokio estrenará, en el Teatro Meguro Persimmon Hall, Yasha, una obra creada por Álvarez e inspirada en la mitología japonesa. Los bailarines ejecutarán sus movimientos al ritmo del Danzón 2, del compositor Arturo Márquez.
—¿Cómo fue tu ingreso al Ballet de Tokio?
Visité Japón durante una gira con el Ballet de Hamburgo. Me enamoré de su cultura y decidí aprender japonés por mi cuenta. En Alemania, había conocido a la directora del Ballet de Tokio, quien tenía solo un año al frente de la institución y además venía con ideas nuevas. En 2016, me reencontré con ella y le expresé mi deseo de ingresar a la compañía. Le llamó mucho la atención que le hablara en japonés y le pedí que me permitiera tomar una clase con el ballet. Me dijo que fuera al día siguiente. Después de la clase me explicó que tomaría un tiempo darme una respuesta porque la institución nunca había aceptado a bailarines extranjeros y era una decisión que no dependía exclusivamente de ella. Para mi sorpresa, dos semanas después me llamó para ofrecerme un contrato como solista.
—¿Cuáles han sido los desafíos al ser el primer extranjero en la compañía?
Estuve ocho años en el Ballet de Hamburgo, donde conviví con bailarines de diferentes partes del mundo y estábamos acostumbrados a expresar nuestras opiniones. En Japón, me encontré con un mundo diferente. Las reglas del Ballet de Tokio están muy arraigadas a la tradición. Hay que recordar que Japón estuvo cerrado al mundo durante muchísimos años. Uno tiene que apegarse a esas reglas y dejar el orgullo a un lado. Hay que volverse sencillo y olvidarse de la forma en que uno hacía las cosas. No importa si vienes de una compañía prestigiosa; tienes que hacer cualquier tarea que te asignen, desde labores de limpieza hasta arreglar los camerinos. La colectividad está por encima del individuo. Si alguien busca resaltar individualmente, la sociedad tiende a oprimirlo. Eso puede ser terrible para el arte: en el ballet se corre el riesgo de concentrarse solo en la perfección técnica. Sentí que podía aportar algo. Me apego a sus reglas, me vuelvo ordenado, pero sin dejar fuera la sensibilidad, esa parte emocional que tenemos los latinos.
Por otra parte, en Japón casi nada se hace de manera espontánea: todo se planea con muchísima antelación y con un orden riguroso. Si un proyecto no está planeado con un año de anticipación, no se hace. En México, si te avisan seis meses antes, ya se considera temprano. En nuestra cultura, cuando hay un problema lo solucionas, haces esto y aquello, lo que sea necesario para salir adelante. En Japón todo está predeterminado porque hay un miedo enorme a fracasar.
—¿Has tenido ese miedo al fracaso?
Creo al cien por ciento que los artistas deben fracasar para crecer. Si no fracasas, nunca sabrás cómo podrías haber hecho mejor las cosas. Si no sales de tu zona de confort no puedes ser creativo. Y si no creas, no eres artista. Pisar territorios desconocidos te da la oportunidad de crear.
—Las cosas en tu carrera no han sido fáciles. ¿Cómo has sorteado los desafíos desde tus inicios?
He usado mis habilidades, pero sobre todo mis debilidades, para crecer. Cuando decidí ser bailarín me dijeron que no tenía el cuerpo para lograrlo. Cuando empecé a concursar no tenía ni la flexibilidad ni la fuerza de otros bailarines. Me rechazaron en audiciones y tampoco ganaba en concursos nacionales. Solo una vez obtuve el tercer lugar. Sin embargo, cuando me han dicho que no se puede, he luchado por demostrar que sí se puede, que un “no”, no significa imposible.
Nunca sobresalí ante los ojos de quienes esperaban resultados inmediatos. Si he llegado hasta donde estoy, es gracias a aquellas personas y maestros que creyeron en mi tenacidad y supieron ver más allá de lo inmediato.
—¿Cuáles han sido algunos de tus fracasos?
He bailado piezas que no eran para mí y he intentado coreografías que no han resultado como esperaba. Hice una coreografía que no salió nada bien, basada en el Danzón número 2, de Arturo Márquez. Como la música es monumental, decidí hacer algo muy grande para transmitir la calidez de la cultura mexicana. Al presentarla, me di cuenta de que no era una buena coreografía. Yo estaba como público viendo la obra, avergonzado, pensando: “¡Dios mío, no quiero que sepan que es mía!”. La puesta no era como la había imaginado. Aprendí que no todos piensan ni sienten como sentimos los mexicanos.
Aunque la pieza fue seleccionada para ser presentada, volví a hacerla y la modifiqué en un 70 por ciento: el resultado es una coreografía totalmente nueva, con esa gran música de Arturo Márquez. Se titula Yasha y está inspirada en la mitología japonesa. Trata de una mujer que, cegada por el amor, la pasión y el rencor, se transforma en un demonio que descarga su furia en los hombres. El estreno es el 24 de agosto en una gala del Ballet de Tokio. Es mi tercera coreografía que baila la compañía. Fue necesario pasar por ese fracaso para crear algo mejor.
—¿Un bailarín necesita salir de México para triunfar?
En México hay buenos maestros y buenas escuelas de ballet, como la de Monterrey, pero en el extranjero las escuelas están ligadas a las compañías profesionales. No es que no haya talento en México; el nivel de la danza es bueno. El problema es que no hay suficientes compañías. Si estudias fuera, tienes más oportunidades de entrar a una compañía de prestigio, entre otras cosas porque aprendes los estilos que esas agrupaciones buscan en sus bailarines. Además, la parte económica pesa. En Europa, por ejemplo, los salarios son muy buenos. En México, no.
—¿Cuál crees que es el papel de las instituciones culturales en el impulso a la artes?
Tiene que haber participación del Estado y de la iniciativa privada. No puede ser solo una tarea del gobierno. Las instituciones privadas deben arriesgarse a apoyar no solo al ballet, sino a la música y a las artes en general. Es un trabajo de equipo, porque si se deja todo al gobierno el arte se vuelve dependiente y conformista.
—¿Tienes algún proyecto en México?
Por ahora no, no tengo ninguna presentación programada. Obviamente, me gustaría mucho regresar a mi país. Cada año voy a México para apoyar el Concurso Nacional de Ballet Infantil y Juvenil. Este año, como parte de las actividades, realicé una gala en el Palacio de Bellas Artes con Mamiko Kawashima, primera bailarina del Ballet de Tokio. Me gustaría regresar a México si hay un proyecto en el que pudiera aportar.
Me encantaría hacer algo con Elisa Carrillo. Siempre nos hemos apoyado. El año pasado organicé una gala de ballet en Hamburgo en la que ella también participó. Me gustaría colaborar con la Compañía Nacional de Danza, por ejemplo, con alguna coreografía. Quisiera conectar a México con otros países, dar a conocer su música y su cultura en el mundo.
—¿Cuáles son tus expectativas en el Ballet de Tokio?
Estar en Japón ha sido una gran aventura. Me ha enriquecido mucho su cultura, y me ha alimentado como artista; he aprendido a ser disciplinado en todos los sentidos. Conforme pasa el tiempo me doy cuenta de que ha sido un gran logro estar en este ballet. Ha tomado tiempo para que me acepten pero cada día me siento más integrado. Los bailarines son muy amables. Es una gran compañía. Hace poco regresamos de una gira larga por Europa. Entre otros teatros, nos presentamos en la Ópera de Viena, lo que no es cualquier cosa. En los últimos 30 años, el Ballet de Tokio es la única agrupación invitada a bailar en este escenario.
Actualmente, soy el maestro principal de los varones de la Escuela de Ballet de Tokio y uno de mis sueños es contribuir a que esta escuela sea una de las más importantes en el mundo.
Los retos me motivan; por eso sigo en Japón. Mi reto es romper esquemas y lograr que me escuchen a pesar de ser extranjero.
ÁSS