Hace tres lustros, Bret Easton Ellis engatusó a los lectores con una supuesta novela autobiográfica, Lunar Park, que no es más que un relato de terror aliñado con juguetes diabólicos, mansiones tenebrosas y contactos truculentos a través de la internet, donde, entre otras lúgubres andanzas, sufre el acoso de un doppelgänger que lo pone en aprietos de ubicuidad y, además de eso, lo atormenta con videos morbosos por e-mail y le quita el sueño con la idea siniestra de que ese gemelo puede salirse de control y cometer crímenes atroces por los que el auténtico Easton Ellis tendrá que responder.
Después esa falsa autoficción publicitada como un confesionario, podía pensarse que el creador de American Psycho no iba a exponerse más que como personaje, pero White (Blanco), su más reciente libro, ya no es un relato sino un ensayo vivencial, en el que medita sobre la influencia del cine en su narrativa; sobre lo que implica llevar a cuestas una existencia pública en tiempos de redes sociales y los espejismos culturales de los millennials; sobre los desencuentros y enemistades que cosechó con un sector de la comunidad gay en Estados Unidos; sobre la polarización que sembró el triunfo electoral de Donald Trump; sobre la alienación y los estereotipos mediáticos; sobre la epidemia de la autovictimación, sea individual o consecuencia de pertenecer a un gueto, y sobre la génesis de Patrick Bateman, más una breve pero crítica disquisición en torno de David Foster Wallace y el mito del genio suicida. En suma, Easton Ellis en estado puro.
En Blanco todo pasa por el filtro de la actividad en Twitter, y el dilema que representa el que un posteo sea malinterpretado y deteriore la cualidad intelectual o la calidad moral del usuario, pues la ira sobrevuela el territorio dominado por las fake news, los haters, los bandos ideológicos y sus bots: lo que empieza por normar juicios a través del fenómeno de la posverdad termina por aislar bajo el dudoso cargo de delito de pensamiento. Easton Ellis lo enuncia bien: “He aquí el callejón sin salida de las redes sociales: después de que te hayas creado una burbuja propia que refleja únicamente aquello con lo que te conectas y con todo lo que te identificas, después de haber bloqueado y dejado de seguir a las personas cuya opinión y cuya visión del mundo discrepan de las tuyas y a las que juzgas, después de haberte construido tu pequeña utopía a partir de tus preciados valores personales, una suerte de narcisismo demente comienza a rodear esta bonita estampa. No tener la capacidad o la voluntad para ponerte en la piel del otro, para ver la vida de modo distinto a como tú la experimentas, es el primer paso hacia la falta de empatía, y por eso tantos movimientos progresistas se vuelven tan rígidos y autoritarios como las instituciones a las que se oponen”. ¿Acaso esos movimientos no son iguales en todos lados?
Su certera selfie de las comunas virtuales describe el estado de ánimo contemporáneo. No es distintivo de una sociedad ni de un país o un hemisferio, sino el ambiente digital de un planeta distanciado de la realidad concreta y hundido en el vacío del glóbulo en el que los individuos se encierran por cuenta propia, esa burbuja, sí, tan útil para la discordia, la exclusión, la intolerancia, la prosperidad de la política identitaria (y todo tipo de políticas o tendencias) y el onanismo mental en una especie de laberinto solitario y misantrópico.
Esta es la moraleja de Blanco (el título proviene de la propia condición de Easton Ellis como hombre blanco en la nación del perenne choque interracial), un interesante recorrido no por la biografía de un autor de culto sino por su experiencia en el páramo abisal de las redes que no son ni conexiones ni sociales pues, paradójicamente, ahí el mayor peligro que uno corre es el de ejercer la libertad de expresión.
AQ