Si, como sostuvo Xavier Villaurrutia en un artículo famoso, Ramón López Velarde y José Juan Tablada son el Adán y la Eva de la poesía mexicana, habría que añadir que el papel del Dios Padre en esta historia, aunque se antoje a primera vista una exageración, corresponde a Manuel Gutiérrez Nájera. Se nos olvida a menudo que él, en compañía de José Martí, fue el fundador del modernismo, base sobre la que crece todo lo que viene después.
Polígrafo impresionante, articulista, crítico, ensayista, cuentista y poeta de gran nivel, él es también nuestro primer decadente, como lo demuestra su poema “To be”, que José Emilio Pacheco recogió en una de sus antologías. Este texto, de resonancias heréticas, y en el que se retoma la idea terrible de la “muerte de Dios”, no solo le sirve de acicate a César Vallejo para escribir “Los dados eternos”, de Los heraldos negros, sino que repercute en algunas de las prosas finales de El minutero de López Velarde. El poeta zacatecano, por cierto, nunca ocultó su devoción por el iniciador del modernismo. La dedicatoria de La sangre devota, como se recuerda, deja leer: “a los espíritus de Gutiérrez Nájera y Othón”. En uno de sus artículos de crítica literaria, por si hiciera falta añadir algo, López Velarde señala de manera explícita su deuda con Gutiérrez Nájera, cuando escribe, con no disimulado afecto: “a quien tanto debemos y a quien amamos más cada día”.
A Manuel Gutiérrez Nájera debemos igual una primicia histórica. “To be” (1886) es, de manera significativa, el primer texto que obedece a la técnica esotérica del verso blanco en nuestra época moderna. ¿Qué entendemos por verso blanco? Una composición que se somete a la métrica convencional pero que evita a toda costa, y dentro del campo de lo posible, tanto las estrofas canónicas (liras, cuartetas, décimas) como las consonancias y las asonancias de la rima al final de los versos. Lograr esta “ausencia” es tarea endemoniada, pues la mente del hombre, como ya lo observaba Aristóteles, tiene una predisposición por lo semejante. El gusto por las analogías, no atañe solo a los objetos y las ideas, alcanza también a la constitución fónica de las palabras: nos gusta que un mismo sonido se reitere una y otra vez dentro de la secuencia de un poema. Esta es, al menos, la tradición castellana y de las lenguas modernas que conocemos.
El verso blanco, por lo general, parece ceñirse a una intención grave y cavilosa. Se presta para el monólogo y la reflexión. Lo que importa en él es el hilo de las ideas o de los razonamientos, que exigen protagonismo, y que por lo mismo desdeñan los esquemas estróficos fijos y la retórica de la rima, que acabaría jugando un papel distractor. O bien, embelleciendo lo que no quiere afeites ni añadidos cosméticos.
“To be” es un poema de la desgarradura. El autor se da cuenta que vivimos en un universo caótico, carente de razón, dominado por un dolor que no tiene remedio ni punto final. Que un Demiurgo perverso, como piensan los gnósticos, ha suplantado al Dios creador, convirtiéndolo en su esclavo y su marioneta. No hay por tanto esperanza ni salvación en este mundo para la especie humana. Reproduzco una sección del poema de Gutiérrez Nájera:
¡En ti somos, Dolor, en ti vivimos!La suprema ambición de cuanto existe
Es perderse en la nada, aniquilarse,
Dormir sin sueños…
¡Y la vida sigue
Tras las heladas lindes de la tumba!
No hay muerte. En vano la llamáis a voces
¡almas sin esperanza!
…
¡No hay descanso!
Queremos reposar un solo instante
Y una voz en la sombra dice: ¡Anda!
Sí, ¡la vida es el mal! Pero la vida
No concluye jamás. El dios que crea,
Es un esclavo de otro dios terrible
Que se llama el Dolor.
El clamor del poeta, desesperado, transido de angustia, concluye con una suprema invocación de nihilismo que no tiene antecedentes dentro de nuestra historia literaria:
¡Perdón, oh Dios, perdón para la nada!Sáciate ya. ¡Que la matriz eterna,
Engendradora del linaje humano,
Se torne estéril… que la vida pare…!
¡Y ruede el mundo cual planeta muerto
Por los mares sin olas del vacío!
Aunque empapado hasta los tuétanos de la poesía francesa de los simbolistas, Gutiérrez Nájera conocía los textos de Jean Paul Richter. Cristo mismo estaría desolado y de luto, al darse cuenta que carece de Padre. Esta es la raíz teológica del decadentismo que inicia con los modernistas.
La historia del verso blanco continúa con otro modernista, Luis G. Urbina, quien escribe un poema titulado “En memoria de mi perro Baudelaire” (1902), texto sentimental y más bien intrascendente inspirado en la muerte de una mascota familiar. No se trata, como podría pensarse, de una burla a costa del gran poeta francés.
Quien retoma con vigor esta línea del verso blanco es Ramón López Velarde. Ya en la sección de “Primeras poesías”, en la edición de las Obras del poeta compiladas por José Luis Martínez en el FCE, encontramos un texto escrito con esta técnica: “Del suelo nativo” (1907). Es una sentida rememoración de Jerez, “tierra bendecida” que el poeta idolatra. ¿Proviene este poema de su conocimiento de Gutiérrez Nájera? No es fácil discernirlo, pues López Velarde había estudiado latín en el Seminario y él mismo no tiene reparo en indicar que ha escuchado en su entorno una “música de acentos virgilianos”. La poesía latina, por lo demás, no conocía la rima. Cuento tres poemas en verso blanco en La sangre devota (1916), otros tres en Zozobra (1919) y uno más en El son del corazón (1932, libro póstumo); los menciono en ese orden: “En las tinieblas húmedas”, “Por este sobrio estilo” y “A la Patrona de mi pueblo”; les siguen “Para el zenzontle impávido”, “Día 13” y “Humildemente”; por último, “El sueño de la inocencia”, lo que da un total de ocho textos.
En un agudo ensayo cuya lectura recomiendo, Vicente de Aguinaga añade uno más de La sangre devota: “Ser una casta pequeñez”. Con perspicaz mirada sostiene De Aguinaga: “Los poemas en los que López Velarde se aleja de la rima suponen una transición pero no solo para él, sino para la poesía mexicana en su conjunto”. ¿Por qué? Porque son un anuncio o un presentimiento de lo que llamamos verso libre.
El siguiente eslabón dentro de esta cadena corresponde a un prominente escritor del grupo de los Contemporáneos, fallecido de forma prematura: Enrique González Rojo. Siguiendo muy de cerca las enseñanzas de la “poesía pura” en la versión difundida por Valéry, el sinaloense escribió lo que yo considero una obra maestra ignorada de este grupo, el “Estudio en cristal” (1939), composición que consta de 43 versos endecasílabos, muchos de ellos heterotónicos, escritos en riguroso verso blanco. Solo hay una rima al final, que cierra la composición de altos vuelos intelectuales: el antepenúltimo y el último verso riman entre sí. Recomiendo con énfasis la versión depurada que recoge Salvador Elizondo en su Museo poético. La versión que ofrecen Jaime Labastida y Guillermo Rousset Banda en su edición de Enrique González Rojo, Obra completa: versos y prosa (Siglo XXI), es más extensa y no se trata en realidad sino de un “borrador” que el autor desechó.
También Octavio Paz, a principios de los años cuarenta, cuando vivía en Estados Unidos y se encontraba fuertemente influido por la poesía norteamericana, escribió al menos un par de poemas que se sujetan al rigor del verso blanco; se trata de “Virgen” y de “Conscriptos USA”, ambos recogidos en Libertad bajo palabra (1949). Asombroso, por un audaz coloquialismo que no rehúye la grosería, aunque lo entreteje con pasajes de lírica sublimidad, “Conscriptos USA” atisba el camino que puedo haber continuado Paz si unos amigos de su padre no lo convidan a unirse al cuerpo diplomático y acaban ubicándolo en el París de la posguerra, donde su brújula cambia. Reproduzco un fragmento de este poema que, por lo demás, consta de dos secciones, la última de ellas dividida en tres partes:
—Éramos tres: un negro, un mexicanoY yo. Nos arrastramos por el campo,
Pero al llegar al muro, una linterna…
(—En la ciudad de piedra
La nieve es una cólera de plumas.)
—Nos encerraron en la cárcel.
Yo le menté la madre al cabo.
Al rato las mangueras de agua fría.
Nos quitamos la ropa, tiritando.
Muy tarde ya, nos dieron sábanas.
Alí Chumacero corona su producción con una obra maestra titulada “Responso del peregrino” (1956), poema de inspiración nupcial que consta de tres secciones. Hay una edición de lujo reciente publicada por la Academia Mexicana de la Lengua (Alí Chumacero, Miro nacer la tempestad. Archivo genético de “Responso del peregrino”), pero no hay una sola mención al verso blanco en los eruditos trabajos de los especialistas que ahí se recogen. Mi intuición me lleva a pensar que, al igual que en el caso de Paz, pudo haber pesado mucho en su factura el conocimiento de T. S. Eliot, y en particular de su poema “Miércoles de ceniza”. Es solo una hipótesis que valdría la pena explorar.
La última estación de esta secuencia la encuentro en un poema de Marco Antonio Campos. Es muy probable que Campos tenga otros textos escritos bajo esta tónica, pero el que yo juzgo redondo e imprescindible se titula “Un recuerdo en la bandera de utopía”, de su libro La ceniza en la frente (1989). En efecto, se trata de una rememoración de los días gloriosos pero a la vez aciagos de 1968. Lo abominable: “Y los viejos más viejos, con sus caras/ de piedras desgastadas, aplaudían/ a la Bestia, y afilaban un grito/ que el placer alargaba —el más abyecto”. Complementado con lo que ya no alcanza a tener nombre:
…Y en el patioDe los sacrificios, soberbios jóvenes,
Que en los combates diarios encarnaron
La búsqueda del sueño y lo imposible
Fueron ametrallados sin saberlo.
De seguro hay otros textos y otros poetas que lograron abordar el difícil carruaje del verso blanco. Estos son los que yo he podido detectar.
AQ