Se trata de un buen arranque: en sus marcas, listos y Lo demás es silencio (Tusquets, 2024), una novela compleja en su forma, en sus lingüísticos recursos, la palabra no está por azares o por mera formalidad del lenguaje, de la novela, Camila Villegas desentraña, hace trabajo de talacha, se adentra y nos entrega una novela donde el bien y el mal dependen de la furia y el embate de los protagonistas; Camila vivió dos años en las entrañas de las comunidades tarahumaras de Chihuahua, ahí mismo se dieron las primeras luces de esta primera novela de una joven autora que promete grandes sorpresas narrativas.
¿Por qué narrar la violencia en la sierra de Chihuahua y cómo trabajaste la toma de decisiones de tus personajes?, le pregunto.
“No tenía la intención de narrar la violencia de Chihuahua —responde—, sino que quería contar la historia de los personajes que viven en la sierra y era imposible no hablar de la violencia que la azora porque está ahí muy patente y muy presente; más bien fue un poco irremediable el asunto de hablar de esa violencia, porque los personajes estaban ubicados en ese lugar, y por otro lado creo que la toma de decisiones de mis personajes fue algo intuitivo que fue ocurriendo en cada capítulo conforme iba avanzando la historia, y que tiene que ver con este transitar bastante cotidiano, que es lo que quería sucediera con los personajes de la novela”.
—Se ha comentado que Lo demás es silencio es una buena prosa poética, esto me hace pensar que hiciste un trabajo riguroso con las palabras.
“Sí, la verdad —me dice—. Me interesaba trabajar el lenguaje como puede trabajar un escultor el barro: realizar ese trabajo artesanal con las palabras, no solamente contar la historia, sino que uno de mis mayores retos en Lo demás es silencio fue ¿cómo voy a contar la historia?, ¿cómo voy a construir un punto de vista distinto y cómo voy a encontrar una manera de narrar completamente distinto?, y es una de las satisfacciones que tengo de la novela”.
—¿Fue importante, a la hora de la creación, la función poética de la lengua?
“Pues yo no sé si llamarle ‘prosa poética’, pero sí me interesaban todos los elementos de la poesía que tienen que ver con los sentidos, con transmitir una emoción a través del lenguaje, eso era justo lo que buscaba”.
—¿Cómo fue el trabajo de edición de la novela?, ¿contaste con la ayuda de un editor?
“La verdad es que no conté con ayuda y a la novela no se le movió nada, se publicó tal cual la entregué. Y yo me dejé guiar más por la historia y, en un momento determinado, sentí que debía finalizar, que ya no había más que contar, porque yo no iba tras de una extensión determinada de páginas; y para mí la novela en sí, con sus más de 200 páginas, ya constituía una revelación, porque yo vengo del teatro…”.
—Y son dos lenguajes completamente distintos…
“En teatro lo que escribo tiene menos extensión. Y con quien yo tallereé mis primeras obras fue con Gabriela Inclán, aunque la verdad es que antes estudié Economía y luego trabajé unos años en el periódico El Financiero en la sección de análisis económico y entré a la escuela de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM) y escribía cuento y la verdad es que nunca se me había ocurrido el teatro como una posibilidad, pero mi primera clase de teatro me la da el maestro Hugo Argüelles y es cuando veo que el teatro es increíble”.
—¿Qué te llamó la atención del teatro?
“Lo comunitario. Y eso me evoca a las comunidades rarámuris, por ese mismo sentido comunitario que tiene el teatro, y eso me llamó mucho la atención, que el teatro no puede existir sin comunidad; eso fue lo que me impactó durante mi experiencia al vivir dos años en la Sierra tarahumara”.
—¿Cómo es que pasas a un género literario como la novela, que quizás no se encuentra en su mejor momento en cuanto al número de lectores en México?
“Yo creo que por varias razones. La primera es que no parto de los lectores, no pienso en eso. La segunda es que había la necesidad vital de contar esta historia desde hace muchos años y el teatro no era lo adecuado para hacerlo. Y como dramaturga y novelista, mientras pueda compartir mis historias con un espectador o con un lector me doy por satisfecha; claro, me encantaría que fueran millones, pero mi anhelo es compartir con ‘un otro’ y si ahí hay una persona o mil ya valió la pena, porque tiene que ver con generar un vinculo, porque finalmente eso es la literatura, y que si se tratase de una metáfora podríamos pensar que la novela es un pastel, y puede ser que lo pruebe una persona o lo prueben 50, pero el gusto de la elaboración te lleva a una cierta complicidad”.
—Vamos ahora sobre la presencia del “otro” en Lo demás es silencio.
“En primer lugar hay una manera de conectar con una misma y también con el entorno desde otro lugar y de una forma distinta, que tiene que ver con sentirse ‘parte de’ y no ‘dueño de’ y que es mi proceso de asimilación de la comunidad rarámuri: sentirte parte de la comunidad, parte de la naturaleza, y de conectar con todo eso desde ahí, desde esa postura y construir una identidad propia, pero diferente, y construir, a la vez, una identidad comunitaria diferente a la que se construye cuando nos divisamos como dueños de… y eso es lo que intento, la pregunta es ¿cómo le hacemos para construir eso?, y es la que me hago a lo largo de Lo demás es silencio, y está planteada en escenas cotidianas, porque pienso que no hay otro tipo de conexión”.
—¿En esa cotidianidad está tu propuesta?
“Pues parece que estoy contando lo que ocurre durante el desayuno, pero no, en el fondo están ocurriendo muchas cosas, se trata de lo dicho en lo no dicho y de procesos de metalenguaje. Y justo lo que subyace debajo de la historia de Lo demás es silencio es esa pregunta que late en torno a las conexiones y la construcción de identidad propia y comunitaria y, sobre todo, en una pregunta: ¿en qué creemos?”.
AQ