El pasado 2023 se cumplieron 30 años del deceso de Mario Moreno Reyes (1911-1993), pero no de Cantinflas, el entrañable personaje de este actor y filántropo, que nació en las carpas y cuya simpática figura se consolidó, para el gusto y la memoria de los mexicanos, en la pantalla grande. Cantinflas protagonizó 41 películas, sin contar sus cortometrajes (7) y aquellas producciones en las que hizo una colaboración especial: Carnaval en el trópico (1942), Ama a tu prójimo (1958) y The Great Sex War (1969).
Hacia 1954, en Cantinflas, genio del humor y del absurdo, posiblemente el primer estudio exhaustivo sobre el cómico, Ismael Diego Pérez consideró a Cantinflas una figura imprescindible para comprender el espíritu del mexicano y, tal vez, de Occidente. El desaliñado y harapiento personaje aportaba un vitalismo desbordante de absurdos, emociones e irracionalismo (que Diego caracterizó como magia), el mismo que, con tintes existenciales, ponía en jaque el razonamiento lógico, tradicionalmente localizado en Europa. Por ello es que Diego Pérez, con un gesto deferente hacia el José Vasconcelos de La raza cósmica, advierte que “el hoy” (ese hoy de los cincuenta) y el mañana no se encuentra en Europa, sino en Hispanoamérica. La magia hispanoamericana, y con mayor propiedad para el filósofo, mexicana, imponía su emocionante y absurdo irracionalismo a la sobria y decaída razón, a través de Cantinflas.
Diego Pérez termina por pronosticar que “el arte de Cantinflas que hoy solo gusta a los hispanoamericanos, está muy cerca de gustar a todo el mundo”. A todo el mundo que, por supuesto, acepte la magia del irracionalismo, el absurdo y la emoción, como la expresión más genuina del hombre. Es bajo la deseable predicción de un Cantinflas para todos, que la pregunta por Cantinflas se nos viene a este primer cuarto del siglo XXI, para desempolvar un poco la siempre familiar risa, obligar un poco la reflexión (“con relajo, pero con orden”) y recordar la vigencia de la gran creación de Mario Moreno Reyes.
Cuando alguien razona la risa, no solo se da la posibilidad de arruinar la fiesta, sino también de aumentarla al nivel de una carcajada con tos. Acaso razonarla libera ese deseo del porqué que, tarde o temprano, nos persigue después de tanta risa. Además de la habitual manera de pensar a Cantinflas como el emblema de aquella figura urbana producto de la revolución, el pelado, podría concebirse su histrionismo, particularmente el verbal, como un recurso aplicable a cualquier individuo. Una parte de ese lenguaje cantinflesco es la facha, que es toda apariencia y gesto desmedido, y por la que el pantalón caído y la raída “gabardina” alcanzan su punto más cadencioso en la fiesta del baile. Por otra parte, la más propia de un personaje que habla para ser él mismo, es la palabra, cuya averiada sintaxis y flujo atropellado de imágenes no son signo, necesariamente, de un pensamiento desarticulado y absurdo, sino del impecable recurso del despiste, y la evidencia desconcertante de pensamientos omitidos alrededor del asunto tratado.
Diego Pérez destaca el “mérito” de Cantinflas, que es “darnos la imagen de la sinrazón, cuando él sabe muy bien cuál es la razón de las cosas, y sabiéndola no la quiere saber, mostrándose en esa expresión”. La apariencia y la realidad del discurso cantinflesco, entre lo que se dice y lo que se dice en verdad, indicado por Diego Pérez, fue advertida cuatro años antes, en 1950, por el médico Raoul Fournier, en un artículo publicado por la revista Filosofía y Letras de la UNAM: “Cantinflas y la risa”. Aunque Diego pretendió ver en el lenguaje cantinflesco un espejo de la psicología del mexicano, las observaciones psicológicas de Fournier se concentran, principalmente, en descubrir en el discurso de Cantinflas el lenguaje inconsciente de su creador, Mario Moreno.
Bajo esta visión es que Fournier se anticipó a Diego en el análisis del lenguaje del personaje como un mundo verbal que contiene dos realidades, la que se entiende (que contraría a todos) y la que se debe entender (la que se omite o esconde). Aunque el diálogo entre persona y personaje que advirtió Fournier no abarca totalmente (ni define) las grandes posibilidades argumentales del personaje, las siguientes palabras del médico resultan un camino ineludible para aquellos espectadores y críticos interesados en reír, sí, pero también en comprender a Cantinflas: “En él no fue el empleo de la palabra para expresar ideas, sino el mal empleo de la palabra para ocultar ideas”. Entre tantos ejemplos, en A volar joven (1947) Cantinflas platica con su suegro, un hacendado, sobre las tierras que, con el tiempo, él heredará. Para no parecer un interesado descarado, Cantinflas sugiere, en medio de silencios y falta de nexos que unan las oraciones, que no desea que algo malo mate al suegro, pero sí desea que su muerte sea oportuna (natural): “En cuanto termine yo mi servicio, que pus pa’ ese tiempo sí, yo creo que usted ya… pues esperamos que… no… no, no de que le pase nada, pero así como una cosa natural que… para que entonces sí… a llevar una vida tranquilita, bien comido, bien bebido, y bien… de todo”.
Con ejemplos como el anterior es que el ocultamiento indicado por Fournier, a través del despiste, aclara bastante los recursos argumentales de Cantinflas, y permite enterarnos de que, con un poco de detenimiento, el absurdo de Cantinflas es un arma de doble filo: tanto como que es absurdo, como que es el primer paso, y no el último, para descubrir las reglas de una intención, como la de él, más bien clara, pero huidiza, en plena fuga. En tal caso el absurdo mágico propuesto por Diego Pérez no revelaría la realidad más genuina de Cantinflas, sino que solo se presenta como una coordenada inicial de su autenticidad, la cual, profundizada o no, por supuesto, nos sigue sacando la risa. Lo que se oculta y fuga en el hablar y hablar que despista de Cantinflas, son sus intenciones o ideas. Pero no se trata de un ocultarse que nunca se nota, sino que se evidencia en pleno acto verbal como huella de una huida, a través de los varios indicios que coronan, todos, esa estrategia del despiste: la raquítica sintaxis (con una inclinación experimental, casi de vanguardia), el oportunismo para cambiar o derivar de un tema a otro distinto, según la circunstancia, y la sorpresiva y disolvente irrupción del relajo.
Sobre este último aspecto, en su libro póstumo Fenomenología del relajo (1966), Jorge Portilla, quien de paso recuerda la “mímica” corporal de Cantinflas, define el relajo entre tres momentos: implica, primero, un “desplazamiento de la atención”; después, quien inicia el relajo se “desolidariza” del “valor” o asunto que es motivo de una atenta seriedad y, finalmente, el relajiento invita a otros a que participen de esa “desolidarización”. El relajo, para Portilla, motiva la desatención generalizada de propios y extraños sobre las cosas serias, y ante el cual, como en el caso de Cantinflas, podría imperar una extraña pero distendida alegría, que no solo no tiene un objetivo preciso, sino que disuelve graciosamente toda pretensión por encontrarlo.
Sobre el relajiento, dice Portilla: “No responde de nada, no se arriesga a nada, es, simplemente, un testigo bien-humorado de la banalidad de la vida”. Precisamente por ese ímpetu “bien-humorado” es que el relajo de Cantinflas no tiene las proporciones de una desolidarización total de lo comunitario, al menos no en un sentido destructivo (nihilista): su relajo es el ablandamiento amable y jocoso de la seriedad, que conmociona, para olvidarla parcialmente o relajarla, la relación comunitaria con lo serio. El despiste cantinflesco en que puede cifrarse el “desplazamiento de la atención”, produce un relajo que invita a una distracción generalizada, donde huir, fugarse, no solo recae en Cantinflas, sino en todos los que lo rodean.
En Gran hotel (1944) Cantinflas, durante una posada que apunta a ser problemática en sus manos, menciona una frase que revela con certeza las dimensiones comunitarias de su relajo: “Hay que hacer relajo, pero con orden”. La única razón por la que se concilia la sorprendente contradicción entre la disolución de la seriedad y la conservación de la armonía en esa frase, es porque en el relajo cantinflesco media la diversión descarada, que hace ruido y desentona, y la amabilidad, que resigna gustosamente a los individuos a convivir de manera caótica, pero confortable. Aunque en sentido estricto la frase fue pronunciada (¿por primera vez en el cine?) por Carlos López “Chaflán” en Tierra brava (1938), la vital apropiación que de ella hizo Cantinflas no se remitió a una sola película, sino a gran parte de su obra.
Un gran ejemplo del relajo cantinflesco se da al inicio de El extra (1962), cuando el enardecido pueblo francés está por presenciar la decapitación de María Antonieta. Ante un acontecimiento tan solemne, donde tragedia y libertad suceden como un solo himno, el soldado de la revolución, Cantinflas, apela a la bondad del pueblo, que absuelve a María Antonieta de ser guillotinada; y todos, Cantinflas y el pueblo, menos la solemne reina (que, no obstante, queda muy sonriente), terminan bailando chachachá. El relajo irrumpe como el espectro distendido y jovial de la bondad comunitaria, para poner de cabeza lo trágico del momento. Así, la desolidarización ante lo serio del relajo de Portilla, se lleva a cabo como el franco y liberador olvido de las vicisitudes de la vida diaria y, como en El extra, de las vicisitudes históricas.
Aunque el cantinfleo tuvo su origen en el nerviosismo del actor a la hora de pararse en el escenario, el modo de ser de esta maniobra expresiva ha excedido la anécdota biográfica de Mario Moreno Reyes, para desenvolverse como una estrategia argumental autónoma, y aplicable a todo el que, al hablar, pretenda fugarse, evadir de manera atropellada y confusa el tema de una conversación. Sin embargo, no es posible pasar por alto la influencia que las convicciones personales de Mario Moreno Reyes tuvieron en el desarrollo histórico de Cantinflas. Para ello hay evocar lo que el actor respondió a la escritora Guadalupe Elizalde en el imprescindible libro Mario Moreno y Cantinflas… rompen el silencio (1994): “Algunos no me perdonan haber dejado al peladito de lado. Yo ya no era el mismo Mario Moreno de los años 30s [sic] y haber hecho otra cosa hubiera sido fingir: el arte no es fingimiento, sino espejo de la realidad y mi realidad personal era otra”. El paso de una realidad a otra en la vida del actor, se evidenció en la transición del Cantinflas en blanco y negro al Cantinflas en color. Esta transición no fue solo un simple cambio tecnológico en su obra, sino que marcó un antes y un después rotundo en la personalidad de Cantinflas.
Desde los sesenta hasta su última película en 1981, ante la variedad de oficios que desempeñó en aquellas películas, en medio y a pesar de sus desplantes verbales, Cantinflas no solo buscó ayudar a sus semejantes (como en sus historias en blanco y negro), sino consolidar una imagen ejemplar del oficio en turno, socialmente edificante. Este giro en el Cantinflas a color podría adquirir una especial relevancia, sobre todo para los años setenta (la década del maestro, el burócrata, el policía y el barrendero cantinflescos), debido a lo que Enrique Krauze, en Spinoza en el parque México (2022), recordó del gobierno de Luis Echeverría. Hasta ese presidente, los universitarios
“querían practicar las profesiones liberales: médicos, arquitectos, dentistas, químicos, a veces en instituciones oficiales […] Echeverría cambió todo eso. El destino ideal para un joven universitario de clase media que quería progresar ya no era la vida autónoma sino la vía obediente: no el mercado sino el Estado, que pagaba mucho mejor. Progresar se volvió sinónimo de incorporarse al gobierno”.
Lo anterior, claro, no fundamentó las convicciones sociales de Mario Moreno quien, en la década anterior, ya promovía a un Cantinflas con un compromiso vocacional intachable, a favor de lo justo. No obstante, los alcances sociales de ese sexenio sí pudieron representar un motivo importante para que Moreno subrayara aún más la conciencia, tanto social como cívica, del personaje. En un ambiente que prestaba un especial interés a la función pública, es sensato pensar que la obligación de un sujeto tan popular, simpático y generoso como Cantinflas, o ciertamente, la obligación de Mario Moreno, era corresponder a semejante popularidad elevándose, aún más, por encima de la seductora fama, y proveerla de motivos socialmente responsables. Seguirá conservando una popularidad, la de Cantinflas, pero será una popularidad con causa, particularmente una causa pública. Finalmente, la visión de la persona, Mario Moreno, terminó por absorber la visión del personaje, ya no como una proyección inconsciente (como quiso Raoul Fournier), sino desde una convicción bastante consciente.
Tal vez ese giro en el personaje, que hizo sus pininos en blanco y negro con Si yo fuera diputado (1951) y finalizó con El barrendero (1981), fue un elemento determinante en el desgaste verbal del Cantinflas a color. A pesar de que mantuvieron su encanto con ocurrencias inolvidables, estas películas supeditaron la intensa vivacidad del personaje a los serios criterios de una formación cívica comprometida con la eficacia laboral y el auxilio a los semejantes. Estas cintas mostraron a un hombre del pueblo de impecable civilidad y prestigio institucional: el doctor, el diplomático, el maestro, el burócrata, el policía, el barrendero, etcétera.
Ese desgaste verbal en Cantinflas posiblemente se debió, no a la falta de ingenio del actor (que nunca lo abandonó), sino a cierta contradicción de principio entre las convicciones Mario Moreno y la naturalidad de su personaje, y que podría explicarse como una tensa adecuación de un compromiso cívico, que exige premeditación y una estructura discursiva clara, a los parámetros huidizos y distractores de la espontaneidad verbal del Cantinflas de siempre. En estas cintas, la diversión y la seriedad en Cantinflas parecen haber nacido separadas, para siempre, dentro un mismo individuo, no al modo de un relajo con orden, sino a la manera de un orden seriamente relajado.
Acaso la recriminación que recordó Moreno pueda aclararse en este siglo como un reproche nostálgico: al olvido de esa naturalidad que es mantener la fidelidad, ya no solo a la imagen del pelado, sino a un lenguaje que recurre a construcciones verbales con ideas esparcidas por ahí, y a la fuga, es decir, a la evasión chistosa y confusa, y no al compromiso, tan serio y elocuente, de formar no solo espectadores satisfechos, sino buenos ciudadanos. Algo se diluyó de esa vibrante naturalidad que, en otros años, hacía de la pirotecnia de pensamientos incompletos, la adulteración (no necesariamente innovación) de palabras (ventosía, de ventaja; hóstido, de hostil), las tergiversaciones culturales (escribir novelas, como Beethoven) y los escenarios poéticos (qué somos en la vida si no abrojos del arroyuelo salidos del pantano de la desilusión), un asunto frecuente que enturbiaba las intenciones de Cantinflas y nos hacía dudar de ellas hasta la risa.
Tener presente la vigencia de Cantinflas es aceptar, de una buena vez, que las palabras no solo nos expresan y explican, sino que nos ocultan, pero no en el sentido de un lenguaje inconsciente filtrado inadvertidamente en la realidad verbal, como quiso Raoul Fournier. Se trata de un ocultamiento más modesto y nada comprometedor: para huir y pasar desapercibidos, mientras nuestros objetivos se cumplen. En Cantinflas la herramienta de esa fuga es el despiste, y cuando esa huida se logra junto con su objetivo, convierte la situación, antes comprometedora, en un agradable relajo. La vigencia de Cantinflas se cifra en pensar que todo individuo, de cualquier contexto cultural, alguna vez ha cantinfleado, o habrá de cantinflear, y sus películas están para eso, para recordar esa divertida posibilidad, siempre.
AQ