El arte contraría la experiencia vivida. Así dice Caravaggio en la película del mismo nombre (disponible en MUBI). Esta frase, que opone la vida al arte, señala el programa de la obra de Jarman: Caravaggio, una obra que revela al cine como arte visual. El hecho de que haya sido restaurada —y de que forme parte de un homenaje que ofrece MUBI a Tilda Swinton— sirve como pretexto para volver a ver esta extraordinaria película.
- Te recomendamos Emiliano Monge: “La literatura está en la frontera entre la memoria y la imaginación” Laberinto
La fuerza más notable de Caravaggio radica en la fotografía, del mexicano Gabriel Beristáin. La dupla Jarman/Beristáin se apropia de las pinturas del italiano. Con Caravaggio, Jarman consolidó una fama que había ido ganando, primero, como director de arte. En este puesto trabajó en diversas películas de Ken Russell, de quien hereda la libertad de expresión, el gusto por los escenarios grandilocuentes y por las historias mínimas. Todo ello hace que la obra del cineasta se parezca más a una ópera que a un cuento.
Si uno desconoce la historia de Caravaggio, difícilmente entenderá los guiños de Jarman, sus audacias y logros. La película tiene un inicio más o menos convencional: el pintor está postrado. Moribundo, luce el rostro amoratado y los labios hinchados. Un muchacho, un amante tal vez, lo mira al otro extremo del cuarto. Pronto sabremos que se trata de un ficticio sirviente. A él y al amor que le destruyó la vida, a una prostituta que se volvió su mejor amiga, Caravaggio ofrece sus últimas reflexiones, las de un moribundo que recuerda cuando entró al servicio del cardenal del Monte, cuando conoció a Ranuccio (quien habría de ensartarle una cuchillada) y cuando pintó a la Magdalena que llora, único recuerdo de una amiga que también morirá violentamente.
Pero, además de Russell, hay en Caravaggio otra influencia notable, la de Pasolini. De hecho, desde el punto de vista estrictamente cinematográfico hay más en esta película de Pasolini que de Caravaggio. El director italiano se manifiesta sobre todo en la lógica de lo sintético, de que lo que sobra atenta, de que la belleza deriva de la simplicidad.
Mucho se ha escrito en torno a lo limitado del presupuesto de Jarman. La verdad es que el director era un minimalista por convicción. Lo demuestra el hecho de que, en 1993, ya casi ciego, a punto de morir de Sida, pero con los recursos para levantar un proyecto económicamente grande, filmó Blue: un cuadro azul y una banda sonora espectacular son lo único que Jarman necesita para hacer cine.
También en Caravaggio es fundamental la banda sonora. Y es que asombrado con la fuerza de los cuadros de Beristáin, el espectador corre el riesgo de olvidar el sonido. El mar que escucha el pintor postrado, el viento y un niño que hace sonar un silbato. Para entender a Derek Jarman es necesario aprehender lo sonoro, atender a cada ruido o vibración: al idioma y a las frases que el autor construye. Son diálogos teatrales, como cuadros de Caravaggio.
Al igual que en la ópera, los diálogos se vuelven música. Si en lo visual Jarman es minimalista, en lo sonoro es barroco. No extraña por eso que en su búsqueda haya rescatado de la sombra a Marlowe y su Eduardo II, de la cual hizo una adaptación en 1991. Cuando Jarman da vida a un autor isabelino o a una pintura barroca, lo hace también para reflexionar sobre sí mismo, su sexualidad y su vida. Sus deseos homoeróticos. El hombre que sueña al inicio de esta película no es Caravaggio, es Jarman. Y Gabriel Beristáin consigue meternos en los sueños de este maestro del arte visual.
Caravaggio
Derek Jarman | Reino Unido | 1986