El encuentro está pactado en el segundo piso de una librería en la colonia Condesa. Carlos Manuel Álvarez llega puntual a la cita. No obstante, se detiene a mirar algunos libros y elige tres o cuatro que lleva bajo el brazo cuando se acerca a saludar con una sonrisa apenas sugerida. El brillo perlado de un collar lanza modestos destellos sobre su camiseta negra de cuello alto. Y, más arriba, una melena ensortijada le corona la cabeza.
Cuando está a punto de sentarse, irrumpe el timbre de su teléfono celular. “Es de Cuba”, se disculpa el escritor para atender esa llamada que se adivina impostergable. Son, sin embargo, pocos minutos los que dedica a su comunicación con el Caribe. Luego de colgar, se acerca con el gesto urgente de quien se siente amonestado por perturbar la agenda.
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Álvarez (Matanzas, 1989) visitó la Ciudad de México para presentar su novela más reciente, Falsa guerra (Sexto Piso). La capital no es una parada más en su itinerario de promoción. “México se ha convertido en una extensión de mi país”, cuenta el narrador cubano en entrevista con Laberinto. “[Volver] es la comprobación de que habité un lugar que se convirtió en una casa. En esta ciudad empecé a articular determinados conceptos alrededor de mi escritura”.
En Falsa guerra, los personajes navegan la trama atravesados por el desarraigo y habitan un limbo hecho de escenarios indeterminados. La novela es, en palabras de su autor, un libro “descoyuntado” cuya composición refleja el lugar desde el que se escribió.
—¿Qué ha significado para tu escritura ser un habitante de la Ciudad de México?
Esta ciudad me permitió entender hacia dónde podía ir mi escritura más allá de un contexto local. Encontrarse en la Ciudad de México es encontrarse en el corazón de las cosas: hay una transmisión de ideas, un cruce de pensamientos. Yo acababa de llegar de Cuba y sentía una extrañeza que, en vez de provocar desarraigo o distancia, fue un elemento constitutivo de un sentido de pertenencia. México no es una ciudad fácil y mi relación con ella tampoco fue de deslumbramiento; fue una relación trabajada. Sentir que ese vínculo permanece es más que reconfortante. Saber que hay un sitio que no me expulsa, sino que sabe acogerme, es siempre un privilegio.
—Escribiste Los caídos, tu libro previo, cuando aún vivías en Cuba; Falsa guerra la escribiste una vez que habías salido. ¿Cómo determinó tu escritura ese cambio?
Fue fundamental, porque Falsa guerra es un libro cuya composición refleja el lugar desde el que se escribió. Es un lugar también atomizado, disperso. Yo tenía a México como puesto de mando, pero viajaba mucho. Fue una novela que se articuló entre distintas ciudades, que por lo general aparecen en el libro: Miami, Nueva York, Ciudad de México, Madrid. Los caídos es una obra más cerrada, endógena, opresiva. Sucede casi como una puesta en escena, donde los personajes no varían, sino que entre ellos se van rotando el punto de vista y el foco de atención. Falsa guerra, al contrario, es una novela más desarreglada.
—La estructura fragmentaria del libro, ¿fue una revelación o una búsqueda?
Yo creo que las revelaciones ocurren porque uno está buscando. Como todo hallazgo, parecen haberse dado sólo en el momento en el que ocurren, pero los hallazgos y las revelaciones, al menos en relación a la escritura, son algo que se trabaja desde el propio fracaso.
—La novela arranca con una huida. ¿Por qué era importante marcar ese desplazamiento que parece dictar lo que vendrá después?
Ese desplazamiento sitúa desde el principio a los personajes. Pero sobre todo es un extrañamiento. El personaje que se va al inicio es una persona que no sabe por qué se está moviendo, ni a dónde está llegando, ni para qué. Esa pauta, al final, articula toda la novela.
—La indeterminación juega un papel importante en Falsa guerra. A veces se manifiesta en los contextos geográficos, a veces en los nombres de los personajes. ¿Cómo opera ese concepto en tu escritura?
Eso apela a una suerte de bruma. La novela es vaga a la hora de delinear las situaciones y los personajes. Es decir, es como si los hechos y los conflictos no acabaran de establecerse del todo. Tiene que ver también con los conceptos que están articulando la novela: sitio, territorio, paisaje, desarraigo, fuga… Yo no tengo —y no creo que haya— una respuesta cerrada, ni tampoco ningún saldo concluyente. Me interesaba, en cualquier caso, capturar la sensación de extrañamiento y de deslocalización de esos personajes.
—La experiencia migratoria, el desplazamiento, el exilio, parecen temas tan amplios, quizá inabarcables, que se antojan intimidantes. ¿Cómo eliges qué arista contar?
Desde unas experiencias muy particulares y muy modestas en sus propósitos y en su composición. Luego, esa pequeña parcela trabajada se va, con suerte, convirtiendo en símbolo, en alegoría de algo más. Entonces captura esos temas que parecen inabarcables y los encierra en experiencias específicas que luego parecen desbordarse. Me parece que eso es lo que la constituye a la literatura: ese ejercicio de la multiplicidad de sentidos que puede adquirir el lenguaje.
—La literatura casi siempre bebe de la realidad y de la imaginación. En tu literatura, ¿cuánto peso tiene la realidad y cuánto la imaginación?
Yo creo que la imaginación está dentro de lo real. Yo intento practicar la imaginación, más que como la invención de una situación abstracta, como la combinación de pasajes desconectados de lo real, creando nuevas figuras a partir de situaciones o ambientes que en un principio no estaban dentro del mismo plano de composición. Incluso tengo algunas discusiones con esos términos, pero eso tiene que ver con la mirada que he tenido que ejercer como periodista. Una mirada de lo real y de los acontecimientos que llevan luego a proponer un lenguaje que escape y que se enfrente a la manera en que están compuestos los hechos de lo real, a la manera en que nos son presentados por los lenguajes de los poderes económicos y políticos de los contextos en los que vivimos. Hay una mirada que implica una apuesta política y una apuesta estética fundamental que yo, en primera instancia, he practicado como cronista, como reportero y como editor. Y luego eso se combina con el espacio subversivo, íntimo y secreto de la lectura.
—En muchos pasajes de Falsa guerra se advierte una creación de imágenes con una estética deliberada. ¿Cómo es tu trabajo con el lenguaje?
Es un oficio y uno es una suerte de alfarero. Es un trabajo delicado que se hace con las manos. Las palabras se tocan —no puedo decir que literalmente— pero ese blindaje entre las figura sintácticas más inmediatas es como una estructura molecular del texto. Es un trabajo que se hace mirando a través de una lupa. Es extremadamente delicado, porque esas estructuras son frágiles. Al mismo tiempo, es un trabajo que ensucia, que embarra, por eso voy a la idea del oficio. Es un trabajo casi amateur, porque no hay una profesionalización, no hay una industria ni una mecanización detrás del trabajo con la palabra. Sigue siendo un trabajo manual, casi artesanal. Es una relación casi material con la palabra, como un mineral. La palabra como un compuesto primigenio de las cosas.
ÁSS