“Museos para la igualdad: diversidad e inclusión” es el lema propuesto por el Consejo Internacional de Museos (ICOM) para celebrar el Día Internacional de los Museos. Este 18 de mayo la conversación se enfocará en los prejuicios que los museos perpetúan a través de las historias que narran.
Una discusión que hoy ante la pandemia por el covid-19 reitera la urgencia por trazar alternativas para superarlos y combatir las desigualdades. Si bien una vez dentro del museo todos —sin importar clase social, económica y cultural— somos iguales, la experiencia está marcada por nuestro contexto, al igual que el entendimiento de la narrativa del museo. ¿Por qué nos muestran tales cosas de tal manera? Plantearnos esta pregunta implica cuestionarnos cómo surgen los proyectos.
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Nadie puede negar que los museos han sido usados para legitimar la visión ideológica de quien gobierna. Así, cuando pensamos en el Proyecto Cultural de Chapultepec se despliega, de forma inmediata, la pregunta de si se trata de algo necesario, integral e incluyente. Max Weber señaló alguna vez que “hay algo que no funciona por sí mismo”, como ha sucedido en las últimas décadas ante la imposición de proyectos que presumen majestuosidad más que necesidad.
El 16 de abril de este año, el Presidente López Obrador reiteró que va el plan encabezado por el artista Gabriel Orozco —anunciado el 2 de abril de 2019—, pese a que la realidad global vaticina cambios estructurales no sólo en la experiencia del espacio público, sino en el replanteamiento del uso de recursos ante la pandemia. ¿Los Pinos deberá permanecer como el centro de atención para los trabajadores de la salud que orgánicamente surgió para apoyar la crisis por el coronavirus y renunciar a ser el Centro de Cultura Política y Museo del Maíz bosquejado?
Quizá habría que sentarse y escuchar a los profesionales para en conjunto organizar estrategias, las cuales tendrán que ajustarse a ciertas limitantes, al igual que pensar en la redistribución de presupuestos para apoyar la generación y promoción de cultura, cuyo consumo —como se ha comprobado con el confinamiento global— ha aumentado, exponiendo el retraso de nuestros recintos para competir en la red. Otra vez la falta de presupuesto para mantener y crear sitios en línea atractivos, actualizados y funcionales, exhibe la pobreza.
Hay museos que han tenido que pelear por mantener en nómina a los encargados, muchos de los cuales siguen sus labores pese a que, incorporados al famoso Capítulo 3000, no han recibido su sueldo de los meses anteriores al encierro; otros no cuentan ni para el cuidado mínimo de los inmuebles (el Museo Nacional de Antropología logró limpiar por primera vez en 55 años la fuente de la sombrilla, gracias a un patrocinio), mucho menos para pagar los seguros de obras que hoy, como en el caso de la exposición de Modigliani en el Museo del Palacio de Bellas Artes, están colgadas esperando un regreso que aún se ignora cómo será, desperdiciando involuntariamente el apoyo de la iniciativa privada que hizo posible esta muestra y menospreciando las acciones para conseguir programas internacionales que en cualquier sociedad significan formas de inclusión al traer obras que de otra manera sería imposible conocer. ¿Cómo podrán los museos asegurar inclusión si está en juego ya no su posibilidad de hacer investigaciones curatoriales propias, sino de operar?
Esta crisis debería ser suficiente para responder por qué el Proyecto Cultural de Chapultepec alienta la inconformidad. Si bien la crisis global obliga a la reorganización de prioridades en cada sector y la interacción entre ellos, hay un motivo que incomoda: todo parece indicar que es un proyecto sin proyecto, asignado de acuerdo a los usos y costumbres de regímenes anteriores.
Sería interesante saber quién tuvo la idea del pro bono, cómo y dónde se decidió que Gabriel Orozco era el hombre ideal. ¿Habrá sido en una reunión de amigos de “toda la vida” donde coincidieron el artista, la gobernadora de la Ciudad de México y el jefe de asesores de Presidencia? ¿O fue un grupo de expertos (quiénes) que analizó la currícula de los posibles merecedores y después de un análisis exhaustivo nombró al elegido? ¿Habrá ofrecido Gabriel Orozco, en un acto de generosidad magnánimo, su creatividad de manera gratuita asegurando así la consagración de un prestigio invaluable en moneda?
Qué experiencia en proyectos de carácter público, además de la reputación dentro de los circuitos más sibaritas del arte contemporáneo y del éxito en los mercados, se consideró para que la curva de aprendizaje no termine en una costosa factura cobrada al presupuesto cultural, que ya es bastante limitado y llega con escasez a las instituciones culturales.
El talento artístico de Orozco no está en duda. Su práctica conceptual conmueve, ha hecho hasta de la decepción un arte. ¿Es suficiente? ¿El coordinador del proyecto cultural estrella del sexenio debe pasar por ese “ser especial” que en un mundo en crisis nos regala su visión poética y profética en la construcción de modelos inexistentes que señalarán las rutas culturales venideras rompiendo paradigmas?
Orozco ya ha señalado que la creación del proyecto se camina a pie, que, a partir de los apuntes que recoge en sus recorridos, así como de sus conversaciones con especialistas y de la observación de la gente que ocupa el Bosque de Chapultepec, está trazando un plan para “enlazar”, “comunicar” y “transformar” sus cuatro secciones. ¿No debería abrirse la conversación a los sectores cultural y científico? ¿No podría haber sido un proyecto conversado en El Colegio Nacional, cuyos miembros representan lo mejor del pensamiento mexicano? Quizá lo hacen y no lo sabemos, o tal vez es parte del lobbying del artista para pertenecer al club. Suposiciones que la transparencia erradicaría. ¿Por qué preferimos los proyectos orgánicos a los planeados? Nuestra fe es más fuerte que la planeación; por ello confiamos en la inspiración antes que exigir acciones responsables del gobierno.
La cuestión está por encima de la capacidad de Orozco. La falla está en la opacidad del nombramiento para realizar un proyecto que no es nuevo y que ha sido materia de investigación de arquitectos y urbanistas por más de quince años. Tal es la magnitud de la obra, el impacto sobre la vida social y la economía nacional, que el coordinador debe entender que sus acciones están a la orden del escrutinio público, que debe rendir cuentas del uso de cada centavo designado. ¿De qué privilegio goza para no hacer lo que están obligados quienes dirigen otras instancias aunque sus presupuestos anuales sean raquíticos o nulos, como este año será el de todos los museos pertenecientes al INAH, que no tendrán un peso para hacer una sola exposición temporal, y tendrán que usar su inteligencia para reinventar, una vez más, sus colecciones?
El deterioro acumulado por décadas es ostensible; basta con entrar a cualquier museo o espacio público para ver la precariedad que sortean a diario. La mayoría no tiene para enmarcar ni pintar las salas.
Aun así, no se rinden y logran exposiciones significativas gracias a la generosidad de los artistas que terminan subsidiando, sin querer, megaproyectos que absorben los presupuestos de distintas dependencias como será el caso del Proyecto Cultural de Chapultepec, que contará con 10 mil millones de pesos, de los cuales este año se ejercerán 1668 millones (la suma de las cifras asignadas este 2020 al Programa Nacional contra la obesidad, 533 millones, y al Programa de Apoyos para Actividades Científicas, Tecnológicas y de Innovación, 1103), cantidad nada precaria para un artista que se ha ganado a pulso un lugar distintivo en el mercado internacional del arte, precisamente por su talento para trabajar conceptos y materiales precarios, eso sí, como ahora se reitera, respaldado por presupuestos elevados que dan brillo a dicha precariedad. ¿Es válido vulnerar la permanencia del sistema de museos en un momento por demás incierto?
No más elefantes blancos
La decisión de impulsar la que promete ser la obra maestra de Orozco debió de estar avalada por un plan anterior a la designación (¿por qué no hubo una convocatoria?), y hoy, en la coyuntura, respaldada por un análisis de las implicaciones y urgencias que señale lo perentorio para evitar que la carencia aumente de tal manera que inhabilite la infraestructura existente y comprometa, de antemano, el proyecto. Nadie quiere un fracaso más ni otro elefante blanco ni que se lo trague la vida natural del Bosque de Chapultepec por falta de mantenimiento.
Sin menospreciar los aprendizajes de Orozco adquiridos en Japón sobre el jardín zen —magistralmente expresados en su obra—, ninguna gran idea merece la condena del abandono ni de lo inacabado, como el deseo estelar con el que cerraría triunfante la administración de Peña Nieto: el Museo de Museos. Porque cada sexenio suma al presupuesto de la siguiente administración una iniciativa más a mantener, como ha sucedido con el Centro Nacional de las Artes, también de nombramiento directo (Ricardo Legorreta) en el salinato; la Biblioteca Vasconcelos que, aunque se sometió a concurso durante el foxismo, el aplauso se lo ganó Daniel Goldin, quien después de mucho esfuerzo logró hacer una comunidad alrededor de su oferta y no de la Mátrix Móvil, la ballena de tres millones de pesos comisionada a Orozco; o la Estela de Luz, que en vez de celebrar el Bicentenario de la Independencia, en el periodo de Felipe Calderón, festejó la corrupción.
Ningún proyecto, aunque se consolide, concluye en la inauguración; el reto comienza al día siguiente, cuando la creatividad orgánica resulta insuficiente. Es entonces cuando las deficiencias de la acción gubernamental que emula la lógica de los proyectos privados (que debería ser distinta a la de los proyectos públicos) salen a relucir.
Sin protocolo ni justificación ni sistema, la autoridad confía en la intuición de Orozco, quien sostenido por eso que llaman capital simbólico mira desde arriba a seguidores y detractores, exhibiendo su privilegio convertido en derecho: protegido por la arbitrariedad de cualquier cuestionamiento que lo exime ya no de defender su puesto —incuestionable—, sino de rendir cuentas, que en principio deberían de venir desde el gobierno. El artista tiene la licencia poética para hacer lo que quiera aún en la crisis global pandémica.
Una vez más estamos bajo un sistema que asegura, como siempre en la historia del país, la permanencia de un orden que simula apertura pero que resguarda el poder de una clase política que se niega a cambiar hábitos.
Este tipo de proyectos ostentan las malas costumbres y los terribles efectos, como el cambio de uso de suelo del Museo del Barroco en Puebla o el deterioro de la Escuela de Artes de Oaxaca, que inmortalizan a los autores en libros pero cuya operatividad es nula.
Siempre será incómodo opinar sobre el poderoso que refugiado en su aura de genialidad queda exento de la normatividad de la gente de a pie. Las críticas y los halagos reiteran la lucha por el monopolio del capital cultural, evidenciando que el trasfondo sigue siendo el mismo: pelear el hueso. Así, incólume ante la pandemia, este jardín de las presbicias asegura su presupuesto aun frente a la acelerada precarización del sector cultural.
Este 18 de mayo podría ser el pretexto para que, junto y al margen de los tomadores de decisiones, reflexionemos por qué en vez de erradicar las formas oscuras de operación —que incluyen los compadrazgos, las cadenas de favores y las luchas por el dominio monopólico de los valores culturales— proponemos rutas transparentes y estructuradas que aseguren —además de proyectos incluyentes, funcionales a largo plazo y dignos para sus trabajadores— el cumplimiento de leyes para el uso apropiado de los recursos, y así generar un capital cultural diverso que no esté comprometido con la voracidad del elegido o por el régimen en turno que demande la consagración avalada por instancias que no encuentran otra manera de seguir existiendo más que defendiendo el sistema en el que nacieron. Asumir esta inercia sería un progreso considerable.
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