"La literatura me permite mantener con vida un lugar que ya no existe": Diego Zúñiga

Entrevista

El narrador y periodista chileno regresa a la ciudad de su infancia y explora cómo la política nos atraviesa a todos en 'Tierra de campeones'.

Diego Zúñiga, escritor y periodista chileno. (Foto: Juan Carlos Aguilar)
Ciudad de México /

El narrador y periodista chileno Diego Zúñiga (Iquique, 1987) regresa con su tercera novela, Tierra de campeones (Random House, 2024), a su ciudad natal, para contar una historia inspirada en un campeón mundial de caza submarina, Raúl Choque, pero con el horror de la dictadura pinochetista en el fondo.

El también autor de Camanchaca (La calabaza del diablo, 2009; Random House, 2012) y Racimo (Random House, 2014) volvió a México a finales de junio a presentar su más reciente libro y a participar en el Festival Cuadernos Hispanoamericanos organizado por el Centro Cultural España.

En entrevista, Zúñiga habló sobre su arraigo literario a Iquique, una tierra de campeones de boxeo para Chile, donde la lectura se condensaba en Selecciones de Reader’s Digest como única fuente de literatura; y de su personaje Chungungo Martínez (inspirado en Choque), a quien toca hallar al monstruo. Un Iquique familiar al universo de Juan Rulfo y a los ámbitos de otros escritores mexicanos.

Su lectura de Los detectives salvajes, que ambientó Roberto Bolaño en parte en México, fue definitiva para definir su vocación literaria, y su autor también le resultó clave para conocer la poesía de su país.

“Bolaño fue un gran lector de poesía latinoamericana y chilena. Y muchos de mi generación armamos nuestra biblioteca a partir de esas obsesiones de Bolaño; la que tenía con Enrique Lihn, por ejemplo, como un poeta clave, Gonzalo Millán... En fin, Bolaño ahí abrió el juego y muchos le debemos tanto a esa lectura y a sus libros”, comenta Zúñiga, ganador del Premio Joven Roberto Bolaño 2008 en Chile.

En Tierra de campeones, Chungungo (nutria de mar chilena) se ganó su apodo desde niño por su habilidad de retener la respiración bajo el agua hasta por tres minutos. Su talento lo lleva a sobrevivir y después a ganar competencias de caza submarina mundiales, que ponen a su ciudad del norte de Chile en el mapa deportivo, mientras en urbes del sur y Santiago la tensión política crece. Y llega el horror.

Pasó mucho tiempo para publicar una nueva novela. ¿Por qué?

No sé, cada libro te pide su propio tiempo, te exige intensidades distintas. Este empecé a trabajarlo, a imaginarlo, más bien, hace muchos años, pero no encontraba la forma de encauzar la historia, los personajes, el deseo que había de escritura, hasta que se me apareció el protagonista siendo un niño en el río, nadando, aguantando la respiración bajo el agua. Esa imagen me despertó algo que me hizo entender que la novela empezaba cuando él era niño. Lo otro importante fue la aparición de la caleta, para llevarlo del desierto al mar; esa caleta agarró una fuerza narrativa que no había planificado, ni mucho menos. Sentí que ahí estaba la novela, entre esa primera imagen del niño nadando y lo que iba a ser la vida en este lugar. Ya luego vendría todo lo que en un comienzo fue el primer impulso, la historia de este campeón mundial de caza submarina y lo que después ve en el mar, que no tiene que ver.

El personaje parte de alguien real, Raúl Choque, un icono deportivo de Chile. ¿En qué momento decidió abandonar al personaje histórico y enfocarse al que creó para la ficción?

El primer impulso nace de esa “historia real”, pero ya luego se me aparece el Chungungo Martínez como alguien autónomo. Era un personaje de ficción, nunca había tenido tanta conciencia, o más que conciencia, nunca había tenido la experiencia de sentir que había un personaje que agarraba tanta fuerza respecto a la novela, a la escritura. Y eso hizo que me separara completamente de cualquier vínculo con la realidad. Era este personaje con su historia, con su biografía, y había que seguirlo a él. Lo abandoné cuando aparece esa primera imagen. Me demoré muchos años en definir qué hacer con esa anécdota real. En el fondo es como el pequeño mito que había escuchado alguna vez en una sobremesa: un campeón mundial de caza submarina que cuentan que fue el primero en ver en el fondo del mar los cuerpos que arrojaban los militares al mar. Esa fue la anécdota y la pregunta era qué hacer con ella. Cuando aparece el Chungungo, decido alejarme del fondo. Cuando logro alejarme, agarra fuerza el personaje de ficción y la realidad me parece una construcción más dentro de esa ficción.

Además de su ciudad natal ¿qué es Iquique para usted? Sus otras novelas ocurren igual ahí.

Es el lugar de origen de muchas cosas, pero, también es mi lugar, uno de los lugares de enunciación desde donde yo me he plantado para escribir. Iquique es la infancia, son las primeras tristezas, las primeras alegrías, los primeros afectos, la primera forma de vincularme con el mundo. Es un lugar geográfico muy singular para mí y, al final, como un lugar de ficción. Cada vez que vuelvo de Iquique siento que es como el escenario de una película, de una novela que me contaron, que la viví un poco.

¿Tiene interés en convertirlo en lugar literario tipo Macondo, Yoknapatawpha o Santa María?

No, no sé si tengo esa ambición tan grande que mencionas de esos lugares extraordinarios, de escritores extraordinarios. Sí, me ha costado salir de Iquique, literariamente hablando. Siempre prometo que esta es la última vez que escribo del lugar y no ha resultado, porque, sí, lo siento como un espacio donde aún me faltaban cosas que decir o indagar en ese lugar, literariamente hablando. Tiendo a pensar que ya con esta novela de alguna manera cerré algo; no sé si estoy seguro, pero creo que se cierra algo. Y me parece estimulante que se cierre algo porque eso significa que tiene que abrirse otra cosa.

Iquique obviamente me ha permitido desarrollar un trabajo con el lenguaje y con las imágenes que, por una parte, me siento cómodo en ese espacio, pero me siento cómodo también porque es un lugar imaginario de alguna manera. El Iquique del que escribo —puntualmente en esta novela es mucho más del pasado—, el Iquique que tengo en mi cabeza es el de los noventa, que ya no existe. Y, al final, cuando vuelvo a la ciudad está todo tan distinto que pienso que ese lugar del que escribo ya no existe, por un lado, pero la literatura es la que me permite mantenerlo con vida de alguna forma.

Sus descripciones de Iquique me recuerdan a Despina, en Las ciudades invisibles, de Italo Calvino: el camellero que viene del desierto ve a esa ciudad junto al mar como el fin del desierto; y el marinero que viene en el barco ve a Despina y al desierto como el fin del otro desierto, el mar.

Es un poco así Iquique. Es un lugar muy curioso porque hay una sensación también de estar atrapado. Si bien, como tú dices, uno podría escapar por el desierto o por el mar, ese desierto además se vuelve presente en algo muy puntual: un cerro seco como una muralla. Cuando tú en un momento estás en la ciudad y miras, ves esa muralla de tierra y es como que de aquí no salgo. Porque más allá está el mar. Y ¿cómo se sale desde el mar también? Hay una sensación de encierro. A mí, ahora a la distancia, con los años, cuando vuelvo, lo veo muy claramente como esa sensación de encierro.

Pero también hay una belleza innegable en todo eso. Y también algo que descubrí con los años es que ese paisaje a uno lo determina en muchas medidas. Y, por eso, para mí, por ejemplo, la escritura siempre tiene que estar muy situada en un espacio cuando me lanzo a ella. Me cuesta imaginar historias donde yo no sé en qué lugar están sucediendo y donde ese lugar no tiene un espacio preponderante dentro de la ficción. No lo concibo, sé que hay escritores que pueden trabajar más bien en una idea abstracta como en los lugares y les interesan otras cosas también, pero para mí ese es como un elemento que de manera natural me aparece en la escritura cuando empiezo algo.

¿Influyeron el lugar o sus lecturas en su estilo, que no tiene artificios, es descarnado, con lenguaje muy directo?

Hay una mezcla ahí. El paisaje me influyó con respecto a la escritura, sí es algo que lo descubrí después de publicar la primera novela, que tiene que ver como con cierta idea de la transparencia de la imagen o de su claridad. ¿Qué quiero decir? Cuando tú eres más chico y vas al desierto, no te parece algo hermoso. Si yo te digo algo hermoso, no sé si uno piensa en el desierto como primera imagen. Tendería a pensar en un bosque o en el mar, no sé, pero no sé si el desierto es una imagen que tú digas: “Oye, esto es la belleza”. Con los años y cuando uno recorre ese desierto, lo atraviesa, tienes que ir afinando el ojo para ver esa belleza en ese vacío, porque es un vacío. Y ese vacío se ve en esa transparencia de la imagen, en esa claridad. Tú lo miras y es muy claro lo que estás viendo, pareciera que no hay nada ahí, una suerte de vacío, pero si lo empiezas a mirar con un poquito más de atención y a modificar la mirada un poco, se te revela algo que puede generar muchas emociones.

¿Qué descubrió al mirar al desierto así?

El desierto es hermoso y a la vez puede ser el infierno. Cuando lo recorría, lo miraba y sentía que era como el cementerio perfecto. Para mí esa idea de la claridad de las imágenes, sobre todo en los primeros libros, se me tradujo de manera muy concreta en una escritura que, por supuesto, está atravesada, como bien dices, con respecto a las lecturas que uno va haciendo. Ese paisaje, por ejemplo, yo lo siento muy cercano acá a México, en el sentido de cuando leí Pedro Páramo: para mí Comala podía estar en el desierto de Chile, podía ser un pueblo que quedada no tan lejos de Iquique. O cuando leo los cuentos de Juan Rulfo, todo ese mundo, no me parecía ajeno, ni exótico, ni nada. Era mi lugar, era mi país también. Y así me pasa con otros escritores como Daniel Sada o Jesús Gardea. Es un espacio del que me siento muy cercano. Los detectives salvajes me remiten también a ese lugar.

Sin embargo, en Tierra de campeones, el leit motiv y su desenlace están en el mar.

Me fui del desierto —aunque aparece en la novela siempre— porque me pasó algo muy curioso: que el mar siempre estuvo ahí y nunca me detuve en él, literaria o narrativamente, a pensarlo desde el lenguaje. Y acá se me apareció de manera muy concreta, como hablábamos del espacio, acá el espacio iba a ser en gran medida el mar. Y lo que me pasó muy loco es que me puse a buscar en la literatura chilena referencias y no había muchas. Es loco porque Chile tiene una costa de miles de kilómetros, pero desde la escritura hay muy poquitos intentos de abordarlo. La poesía es la que más lo ha hecho.

"Es tétrico pensar que en ese lugar donde uno gozó, disfrutó, también fue el escenario del horror". (Foto: Juan Carlos Aguilar)

¿Qué le suscita el mar?

Llega a ser un lugar muy desconcertante el mar, porque así como hablábamos del desierto y esa belleza, o esa dificultad para descubrir esa belleza, en el mar lo primero que me ocurre es que creo que es la belleza. Pero, a su vez, si uno mira detrás de esa belleza, hay una cosa muy violenta en el mar y es un lugar que va mucho más allá de esas pequeñas o primeras impresiones que uno puede tener. El mar es un territorio político, es un territorio afectivo, es un lugar donde hay una biodiversidad importantísima, es una fuente de alimentos, muchas cosas. Es un lugar de economía, por tanto.

Puede ser un panteón, una fosa clandestina. Tampoco hay muchas referencias históricas de que en las dictaduras sudamericanas los militares enterraran a los prisioneros en el desierto.

En general, hubo algunos casos en el desierto, pero fue el mar uno de los espacios que les resultaron más efectivos para desaparecer gente; de hecho, no hay registro de esos cuerpos. Y eso, cuando uno lo sabe, es muy decidor de cómo vas a mirar el mar también, porque, como te digo, es un lugar muy bello, de recreación. Crecí en Iquique y mis veranos eran estar todos los días en la playa. Ese era el juego del día a día. Y es, no sé, te iba a decir que es tétrico pensar que en ese lugar donde uno gozó, disfrutó, también fue un espacio tan oscuro, fue el escenario del horror. Es muy desconcertante pensar eso.

Grandes boxeadores salieron de ese Iquique. Hay un documental, Tierra de campeones, me parecía que usted ironizaba con ello. ¿Qué tiene Iquique para que haya boxeadores?

No lo sabemos. Iquique tiene algunas singularidades, como que es una ciudad puerto, donde siempre transitó mucha gente, mucha inmigración. Sí, era un espacio curioso. Y, además, está marcado por la historia política, toda la época del salitre. Iquique era el puerto desde donde salió el salitre. Se sufrió mucho todo el tema de los obreros. Para mí siempre ha estado muy cargado políticamente, y el deporte ha sido una salida a esa carga. Lo de los boxeadores es algo muy curioso. No tengo idea por qué se juntaron ahí tantos y durante mucho tiempo. Ellos son un mito de la ciudad.

A mí me interesaba también pensar en esos mitos, así como lo es el Chungungo en la ficción. Chile es un país muy centralizado, y eso produce mucho aislamiento, no sólo concreto, económico, político, social, sino también cultural y simbólico. En la provincia chilena, cuando surgen esos pequeños mitos, estos pequeños triunfos, es una forma de reafirmarse en ese espacio, de sobrevivir, también.

¿Qué tiene de autobiográfica Tierra de campeones, además de Iquique? Porque la única opción de lectura que tienen sus personajes son Selecciones del Reader’s Digest.

Ahí con eso de Reader's Digest, de alguna manera sí hago un poquito de homenaje a la manera en que leíamos los que crecimos en casas sin bibliotecas, los que crecimos en lugares no privilegiados, cómo nos acercamos a las palabras. Recuerdo que en mi casa había un Reader's Digest, pero también revistas deportivas que fueron la primera manera de acercarme a la lectura de una forma muy intuitiva y muy gozosa también. Y en ese sentido me interesaba más el Reader's Digest porque era una manera de comunicarse con el mundo de afuera. Hoy día, por supuesto, todo eso ha cambiado. Quizás si un joven lee la novela no entendería cómo era así en ese tiempo. Pero, la “comunicación con el mundo”, era a través de esos pequeños detalles. Siempre es curioso cuando uno escribe.

Eran lecturas de barrios pobres también en México en los años 70, cuando yo era niño.

Sí, además, esta novela ocurre en los 50 y 70, que yo no nacía, no existía. Por supuesto, que uno escribe a partir de deseos que tienen que ver con las preguntas de uno con respecto al mundo, o deseos literarios también. Algo que me fascinó con respecto a la escritura de alguna forma fue que se empezó a crear ese mundo, como te decía, de la caleta, de la playa, de esta pequeña comunidad, y que era algo sobre lo que yo creo que quería escribir hace mucho tiempo y no lo había encauzado completamente.

¿Qué busca a través de la incorporación del tema social?

En general, en todas las novelas y los cuentos que he escrito, para mí el componente social siempre ha sido muy importante como un espacio de discusión política, que no tiene que ver solo con la idea de representar ese mundo, sino como de pensarlo literariamente. Claro, no crecí en un lugar así de precario socialmente, pero sí he pensado mucho en las formas de hacer comunidad en un espacio así de precario. Los que no vinimos de un lugar privilegiado sabemos que ese concepto de la solidaridad, o el compañerismo, la lealtad, no es algo que sea exclusivo, pero sí se vuelve arma de sobrevivencia.

Tierra de campeones tiene algo de Bildungsroman, pero el cierre es brutal, como brutal es la historia de Chile.

El último capítulo fue algo en lo que pensé muchas veces cómo iba a ser. Yo no quería plantear un final completamente oscuro. Pero, la pregunta que a mí me surgió y me pareció imposible de responder hasta cierto punto es qué ocurre después de ver el horror, qué ocurre después de vivir una experiencia así. ¿Qué se hace? ¿Qué pueden hacer las palabras después de eso? ¿Qué pueden hacer las palabras para imaginar un futuro. De alguna manera también por eso en esa última parte cambia la textura del narrador, del lenguaje. Me gusta pensar que él sale de ahí. Siempre sentí que este último capítulo podía ser una pesadilla realmente, de la que no sé cómo se sale, pero creo que sí se puede salir.

¿Hacia dónde va Chile? Parece que el monstruo sigue ahí.

Sí, el monstruo nunca se ha ido y me cuesta pensar que se va a ir. El año pasado vivimos la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado. Y estaba terminando de corregir la novela y me pasó algo curioso al revisar la historia y el contexto: el material era muy actual. En el fondo, uno se pregunta por qué volver a ese espacio que podría parecer superado. La cantidad de pinochetistas que todavía hay en Chile en las esferas del poder, empresarios, políticos, académicos… Algo que era muy curioso en el fondo, y horrible, era el nivel de negacionismo. Parecía que habíamos llegado a un acuerdo muy puntual, el relato de la dictadura que no estaba en disputa, que no puede haber otra dictadura, y descubrimos que hay una derecha muy viva que no piensa eso.

¿Qué papel juega el escritor ante eso?

Uno, desde la escritura —y también los políticos—, tiene que volver a pensar que no está disputa ese relato, pero al parecer no lo van a dejar de seguir disputando y discutiendo. Desde la escritura uno puede plantearse esa misma disputa por ese relato oficial y aportar esos relatos que pueden ampliar la comprensión de un pasado que está súper vivo. Uno pensaría que está superado, pero no, porque hay un problema en Chile muy grande: la impunidad. Pinochet no murió en la cárcel; hubo juicios, pero en ningún caso fueron suficientes. Y con ese nivel de impunidad es difícil dar por superado un proceso.

¿Cómo se imaginaría viviendo como escritor en la dictadura, en un régimen autoritario y criminal como ese? Justo el año pasado conversé con Diamela Eltit sobre cómo lo hizo ella.

No lo sé. Me resulta muy admirable lo que hizo Diamela Eltit, la poesía chilena en ese tiempo, que es realmente admirable y deslumbrante. Porque lo que hizo la dictadura fue romper la historia, plantear un borrón y cuenta nueva, y romper el lenguaje. ¿Qué puede hacer la escritura con eso, con esa ruina? El proyecto de Diamela, de Germán Marín —que vivió en México—, de Raúl Zurita, toda la poesía de fines de los 70 y 80, agarró esa ruina, esos escombros y empezó a darles una forma muy admirable.

Me cuesta imaginar qué hubiera hecho, muchos estaban arriesgando su vida. Es un tiempo horrible. Y pensar en mi novela, sobre todo cuando ocurre el golpe y esa caleta se empieza a desintegrar, fue muy intenso imaginar esas vidas. Algo que me interesaba mucho trabajar era pensar cómo la política nos atraviesa a todos, aunque sintamos que no o imaginemos que estamos al margen, siempre ahí está.

AQ

  • José Juan de Ávila
  • jdeavila2006@yahoo.fr
  • Periodista egresado de UNAM. Trabajó en La Jornada, Reforma, El Universal, Milenio, CNNMéxico, entre otros medios, en Política y Cultura.

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