Christo: un monstruo del arte contemporáneo

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Crear disturbios en los espacios intervenidos con decoro minimalista fue la divisa del artista de origen búlgaro, quien murió el 31 de mayo a los 84 años.

Christo murió el 31 de mayo de 2020, a los 84 años. (Foto: Wolfgang Volz)
Sylvia Navarrete
Ciudad de México /

Hace exactamente 25 años, una flecha en llamas estuvo a punto de dar al traste con el “empaquetamiento” del Reichstag de Berlín, apogeo en la trayectoria del artista estadunidense de origen búlgaro Christo. El acto de vandalismo reflejó la indignación de los conservadores alemanes, encabezados por el canciller Helmut Kohl, ante lo que consideraban una trivialización de su convulsa historia moderna: en esta sede se proclamó la República de Weimar en 1918; fue Parlamento del Reich hasta que el incendio intencional de 1933 sirviera de pretexto a Hitler para desatar la furia del nazismo; durante la Guerra Fría, su lúgubre fachada dominó a la ciudad dividida por un muro hasta que, en 1990, congregó en su explanada los festejos por la reunificación alemana.

A lo largo de dos escasas semanas en aquel mes de junio de 1995, el viejo Reichstag semejó un monumental regalo de cumpleaños, en medio de polémicas, recuerdos infaustos y nuevas esperanzas. Un “bello obsequio” para que los cinco millones de visitantes dieran por descontaminado el edificio de sus desechos tóxicos y que, una vez remodelado, éste pudiera recobrar la función de Congreso federal en la capital de la nación reconciliada.

Christo Vladimirov Javacheff (Gabrovo, Bulgaria, 1935-Nueva York, 2020) siempre pensó en términos titánicos y actuó con sentido de la oportunidad. Para intervenir el Reichstag, empleó 60 toneladas de polipropileno plateado, 16 kilómetros de cuerda azul, un armazón de acero de 230 toneladas, cuatro grúas, 90 alpinistas y 120 chalanes. La operación requirió dos décadas de negociaciones para convencer al Bundestag todavía sito en Bonn (los diputados votaron 292 a favor y 223 en contra). Tuvo un costo de 7.5 millones de dólares a cargo del artista y su empresa CVJ Corporation, financiados con un crédito bancario y con la venta de maquetas y bocetos alusivos, de 10 mil a 200 mil dólares cada uno. “A mí me gusta envolver mis cosas con mi dinero”, cacareaba Christo. “Volveremos a estar en quiebra, pero siempre ha sido así”, suspiraba su esposa francesa Jeanne-Claude.

En este y otros proyectos, Christo venció a las autoridades recalcitrantes con los argumentos del beneficio simbólico de refrescar instituciones fatigadas, la reactivación económica, el impulso al turismo global y, en menor medida, la aportación estética: “Hasta 1989 Alemania fue un gigante económico y un enano político; en adelante tendrá un papel fundamental en el cambio político de Europa”, vaticinaba en Berlín. Si sus monumentos empaquetados y sus paisajes de Land art gadjetizado con velos iridiscentes dejaron pronto de percibirse como una ofensa al patrimonio histórico y natural, fue porque abrazaron la moda del consumo cultural hedonista y acercaron audiencias masivas al arte público.

El Reichstag de Berlín envuelto durante dos semanas de 1995. Foto: Wolfgang Volz |


En México

Un año antes de la toma del Reichstag, Christo se apersonó en México para dar una charla en el Museo Tamayo, invitado por Gerardo Estrada, entonces director general del INBA. Se rumora que, en un viaje anterior, en 1968, su deseo de empacar el Palacio de Bellas Artes no prosperó: el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez montó en cólera. En todo caso, durante aquella conferencia de 1994, Christo tampoco volvió a la carga, pero desgranó las intenciones de su trabajo: no inventar utopías en tiempos de derrumbes ideológicos, sino “crear disturbios” en los espacios intervenidos para descontextualizarlos y remasterizarlos con decoro minimalista y cierto humor heredado del dadaísmo.

Además de la pasión por el récord, sus obras in situ convocan nociones de libertad e intangibilidad: nadie puede comprarlas, poseerlas ni cobrar la entrada para visitarlas; prescinden de subvenciones del erario y de patrocinios privados; son irrepetibles; y su carácter efímero (quince días a lo más) entraña una poética fugaz e irracional que cuestiona la permanencia del arte sedentario, del arte de museos. “Para ser artista tuve que huir de mi país. No tengo patria. No tengo idioma. Mi inglés es malísimo, mi francés peor y casi he olvidado el búlgaro. Soy un forastero en este mundo. Este ser-forastero es el núcleo de mi trabajo”. De allí su concepción de un territorio nómada con fronteras movedizas a voluntad.

Refugiado de Europa Central, a los 21 años abandonó la Bulgaria comunista tras estudiar en la Academia de Bellas Artes de Sofía, donde su madre era administradora. La formación de pintor, escultor y arquitecto, poco compatible con el realismo socialista del bloque soviético, así como las persecuciones de que fue objeto su padre industrial después de la Segunda Guerra Mundial, sin contar la Primavera de Praga que lo sorprendió durante una estadía de teatro de vanguardia, lo incitaron a poner pies en polvorosa. Residió en Nueva York desde 1964.

Surrounded Islands, en Florida. 1980-1983.

| Foto: Wolfgang Volz |


La hazaña y el gesto

Christo concretó 22 proyectos en total, de 60 planeados. Forró una torre medieval en Spoleto (1968), encortinó con velo naranja un valle de Colorado (1972), maquilló con tela rosa once islas en Florida (1983), enfundó el Pont-Neuf de París (1985), plantó gigantescas sombrillas amarillas y azules en las costas de California y de Japón (1991). Cuatro años después del 11 de septiembre, en Manhattan, sus 7 mil 500 puertas enteladas en color azafrán iluminaron la nieve de Central Park (2005).

En 2016, para que los transeúntes tuvieran la impresión de caminar sobre el agua “o quizás en el lomo de una ballena”, religó dos islas lacustres de la región de Bérgamo con puentes flotantes ensamblados con cubos de polietileno, también de tono naranja (el color fetiche de sus obras tardías… ¿en recuerdo del cabello pintado con henna de Jeanne-Claude, fallecida en 2009?).

La muerte del artista, ocurrida la semana pasada a los 84 años de edad, le impedirá participar en la envoltura plateada del Arco del Triunfo, en París (2021), que cuenta con el apoyo irrestricto del presidente Macron, y cortar el listón de la exposición con la que el Centre Pompidou reabrirá sus puertas, en julio próximo, tras la crisis sanitaria del covid-19.

Wrapped Trees, en Suiza. 1997-1998.

| Foto: Wolfgang Volz |

En una entrevista reciente con Álex Vicente, publicada en el periódico El País, Christo comentaba que siempre se había negado a los homenajes en vida: “Las retrospectivas son para cuando esté muerto. No quiero malgastar un minuto de mi tiempo pensando en el pasado”.

De hecho, resulta sintomático que su primera individual tuviera lugar apenas en 2000, en el Gropius-Bau de Berlín, una vez su fama estuvo bien asentada. Pero en aquella ocasión, se limitó a reunir una selección del material preparatorio de su proyecto para el Reichstag. En una cuantas semanas, la del Centre Pompidou se concentrará exclusivamente en las piezas que realizó en sus años mozos, cuando residió en París de 1958 a 1964 (nótese: “en un minúsculo departamento en la esquina del Arco del Triunfo”), al escapar de Bulgaria vía Praga, Viena y Ginebra. Mientras sobrevivía como podía, “reparando coches, lavando platos en restaurantes y cargando cajas de tomates”, experimentaba con objetos reciclados, carriolas de bebé, cubetas de pintura o tambores de aceite recubiertos de papel y plástico transparente, y acumulaba bosquejos en los que ya germinaba la idea del cambio radical de soporte y de escala.

En un collage de 1961, Project for a Wrapped Public Building (Proyecto para un edificio público empaquetado), planteaba desde entonces envolver “un estadio olímpico, una sala de conciertos, un museo, un parlamento o una prisión”. Christo advierte que “empaquetar era fácil y barato”, además de idóneo para transportar las piezas. Cuando adoptó el textil como material definitivo, sus obras “se parecían a las tiendas de los beduinos; tal vez reflejaban el nomadismo de mi vida, y también su fragilidad”. En 1962, una de sus tempranas intervenciones en la vía pública consistió en levantar en la Rue Visconti del barrio Saint-Germain-des-Prés una barricada de 89 barriles de gasolina: titulada La cortina de hierro, en protesta contra el Muro de Berlín construido el año anterior, no fue autorizada por la Alcaldía de París, y Christo solo accedió a desmontarla tras obstruir el tránsito vehicular durante varias horas.

The Iron Curtain, en la Rue Visconti, en Paris, 1961-1962.

| Foto: Jean-Dominique Lajoux |


Ya sea jugando con emblemas del poder o con panoramas agrestes, la estrategia de Christo se justifica tanto por el infierno burocrático preliminar como por el espectáculo resultante: ambos constituyen, para él, la hazaña y el gesto artísticos. Se ignora qué motivó más su tesón productivo: ¿el arduo cabildeo con las autoridades, las consultas municipales, incluso los juicios penales? ¿El megalomaniaco ocultamiento, bajo un opulento sudario, del sitio por fin conquistado? ¿La batida mediática concomitante? Las escenificaciones de Christo, a final de cuentas, se acogieron a conveniencias de autopromoción gubernamental, en concordancia con la expansión planetaria del viaje de ocio y con el aval de la teoría postmoderna que da primacía al empaque sobre el contenido, y al marketing en detrimento de la sustancia.

Christo, quien desde 1994 apareó a su firma el nombre de Jeanne-Claude (mánager y cogestora, más que coautora), es uno de los últimos monstruos sagrados contemporáneos, que combinó la terquedad inventiva con las herramientas de la sociedad postindustrial, el delirio de grandeza con la ingeniería pesada, la lógica empresarial con la mano de obra maquilada. En vísperas de su muerte, confesaba:

“A mí me aburre soberanamente el arte en la actualidad. Yo creo que la gente prefiere tener una experiencia más directa. Sí, eso es, la gente quiere ser libre también en el arte”.

Las puertas, en Central Park, Nueva York, 2005.

| Foto: Wolfgang Volz |

ÁSS

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