Sergi Soler, el protagonista de esta novela, que marca el regreso de Sealtiel Alatriste, está en su mejor momento: es un reconocido editor y promotor cultural, ocupa un importante cargo en la Universidad Nacional, se ha enamorado de una mujer con quien vive un apasionado romance... Pero entonces su vida cambia radicalmente.
- Te recomendamos 'El verano muere joven' | Recomendación literaria Laberinto
Según te contó Javier Rodríguez cuando llegó al departamento, no le extrañó que el rector lo llamara y le pidiera que se pusiera en contacto contigo, no era la primera vez que lo hacía, y le agradeció que conservara la confianza en él. Un año antes, quizás en la misma fecha, también habías hablado con el rector para decirle que estabas en el hospital, y que según los análisis que te acababan de practicar tenías apendicitis e iban a operarte de urgencia, no conocías a ningún médico, e igual que habías hecho esa tarde, le pediste que te ayudara a encontrar uno para que te operara. En esa ocasión, el doctor Narro también llamó a Javier para que fuera a verte al hospital. Había un paralelismo entre las dos llamadas que no alcanzabas a comprender, pero era evidente que lo había.
A pesar de que nunca fuiste muy amigo de Rodríguez (no eran siquiera contemporáneos, tú tienes ahora sesenta y tres años, y él tendría no más de cuarenta), una serie de circunstancias los juntaron una y otra vez. Cuando él terminó la carrera de periodismo en la Facultad de Ciencias Políticas, empezó a trabajar como corrector free lance, y una amiga lo recomendó con la editora de la Revista de la Universidad, Gabriela Martínez Vara, con quien entonces estabas casado. Siempre recuerdas haberlo visto un día que fuiste a visitar a tu mujer y él se encontraba con ella revisando unas galeradas. Como siempre, entraste saludando a todo mundo (una costumbre muy tuya), y a él, incluso, le estrechaste la mano como si lo conocieras de toda la vida. Te dijo que había escuchado una plática que diste en su escuela, y aunque sonaba cordial tuviste la impresión de que le extrañaba que todos te estimaran. No digo que le cayeras bien pero tampoco mal, aunque sentiste que algo de tu manera de conducirte —algo que quizá pudo parecerle naive— lo conminaba para que eligiera entre las dos posturas.
Como se ve, desde siempre has sido un tanto suspicaz.
Ese encuentro ocurrió al mediar los ochenta, México intentaba salir del enorme descalabro que representó el sexenio de José López Portillo, que quebró al país de forma tan estrepitosa que hubo que nacionalizar la Banca para evitar un estallido social. En esa crisis habías perdido la empresa que fundaste con un par de amigos argentinos, Editorial Nuevos Aires, y dirigiste por poco tiempo Alianza Editorial Mexicana, para después probar suerte como promotor cultural (lo que te ligó al ambiente musical de los años ochenta, tan variado en grupos de origen latinoamericano), aunque seguiste en contacto con el mundo de los libros, pues la literatura siempre fue tu pasión. Javier, como ya dije, recién había terminado su carrera, escribía una tesis sobre periodismo literario centrada en los artículos de García Márquez y también daba los primeros pasos en ese mundo. Nunca hubieras imaginado que la conferencia que diste en su escuela hubiera influido en la elección de su tema de estudio, y que le pedirías que fuera tu asistente, esa suerte de socio en la UNAM, cuando el rector Narro te llamara para que, a partir de la Dirección de Fomento Editorial formaras la Dirección General de Publicaciones Universitarias.
Pienso ahora que el azar los convocó de manera extraña para que coincidieran en tantos lados: Javier salió de su natal Colima por la beca que le concedieron para que estudiara en la Universidad, se inscribió en periodismo porque acababa de leer El crítico como artista, de Oscar Wilde, y se le ocurrió la peregrina idea de que su tesis se podría llamar El periodista como artista; se anotó en el grupo veintidós porque antes que él se inscribió una chica que vestía una minifalda tan impresionante que decidió seguirla; esa chica, Moira de Chermont, trabajaba contigo en la Editorial Nuevos Aires, y te invitó a dar la conferencia a la que antes me referí, en la que analizaste los artículos periodísticos de García Márquez, que recién se habían publicado en un solo volumen, con lo que el destino de Javier quedó sellado, pues ahí cambió a Wilde por el Gabo como referente de su tesis; se hizo corrector trabajando para tu ex mujer; siguió en la Universidad porque una y otra vez se abrían plazas que no podía rechazar, y ahí se encontraron varias veces. De manera harto curiosa tuvo un solo empleo fuera de la Universidad, formó una agencia de representaciones con la que en ocasiones colaboraste a través de los grupos musicales que conocías, y desde su oficina te apoyó cuando decidiste la fuga a La Habana; por si fuera poco, a tu regreso de los años sabáticos que tomaste en Barcelona, gracias a un comentario de tu amigo Sealtiel Alatriste, te asociaste con él en su empresa, y juntos organizaron aquel certamen en la red —el famoso virtuality que llamaste Caza de Letras— que fue definitivo para que meses más tarde te invitaran a trabajar a la Universidad, donde le pediste a Javier que te ayudara a dar forma legal a la Coordinación General de Publicaciones. Finalmente, gracias a esa cifra del destino que pareciera haberlos unido irremisiblemente, te acompañó en la operación del apéndice por la casualidad de que en una reunión de trabajo que tuvieron con el doctor José Narro le dieron su teléfono por cualquier emergencia, pues tú ibas a estar fuera del país, y ese fue el número que el rector encontró en su agenda cuando supo de tu apendicectomía, y lo llamó.
Aquella mañana, como te acordarás, despertaste con un agudo dolor en el vientre, una especie de retortijón despiadado. La noche anterior habías ido a una cena en que se celebraba quien sabe qué, llena de gente de la Universidad y el ámbito cultural; el menú era abominable y habías tenido que comer a regañadientes un platillo que, pensabas, no te sentó bien, y a eso atribuías el malestar con que despertaste: por más doloroso que fuera, te dijiste, todo se debía a un trastorno estomacal. Me consta que hacía tiempo que no te sentías bien, estabas siempre preocupado, con desánimo, parecía que la vida se te iba entre las manos y hasta te costaba trabajo levantarte. No era la primera vez que experimentabas los síntomas clásicos de la depresión. Todo ello, más la mala cena, según tú, había colaborado para que te sintieras tan enfermo. Al final pudiste dormir, y como en la mañana el dolor no cesaba, tomaste de necio un laxante natural pensando que con eso mejorarías.
Entonces era sábado (no domingo, como el día que murió tu papá), habías quedado en ir a la librería Gandhi para hablar con los empleados de un par de títulos gemelos que recién habías publicado dos semanas antes, los que, pensabas, consolidarían tu conflictiva carrera literaria. Anna —Anna Fante, la mujer de quien estabas enamorado y con quien pasabas los fines de semana— despertó temprano para ir al gimnasio, y antes de salir dijo que te veía muy desmejorado. “Es una congestión estomacal”, argumentaste. “Deberías ir al médico”, dijo ella, “me preocupa verte así”. “Voy a ir a Gandhi, no puedo faltar, costó mucho trabajo que reunieran a todos los libreros. Si te parece, pasa por mí a las doce cuando salgas del gym, si para entonces sigo mal vamos al doctor”.
No tengo idea qué hiciste para resistir la charla, cómo explicaste tus libros tratando de motivar a los empleados de Gandhi para que los ofrecieran al público. Quizá no lo hiciste tan mal, y estuviste allí como si nada te sucediera, hablando de ese par de títulos a los cuales confiabas tu prestigio literario, pero terminaste sintiendo un dolor que te desmayaba, por lo que a la una de la tarde habías ingresado en el Hospital Ángeles que está junto al Viaducto Miguel Alemán. Te internaste en urgencias, de inmediato te dieron un sedante para aguantar los análisis, te sacaron varios tubitos de sangre, y dos horas después te informaron que tenías un mal impensable a tu edad: apendicitis.
Te acordaste de que a Mireya la habían operado de lo mismo antes de cumplir quince años y Adriana se había quejado de que sólo a su hermana menor le pasaban cosas buenas, es decir, que la llevaran al hospital y la salvaran para que todos se compadecieran de ella, la visitaran y le dieran regalos. Era un mal benigno cuando eres joven, peligroso cuando lo padeces después de los cincuenta. Habías leído cuánto sufrió Philip Roth a causa de la apendicitis, trastorno por el que dos hermanos de su padre murieron, y que también estuvo a punto de matarlo a él a causa de la peritonitis que le produjo.
Fue con la imagen de Roth en la memoria que llamaste al doctor Narro y le explicaste tu situación; el rector te dijo que no te preocuparas y te prometió ocuparse de todo. Después buscó en su agenda, encontró el teléfono de Rodríguez, se acordó que lo había anotado para solventar alguna emergencia, le pidió que fuera al hospital, en un momento le daría el nombre de quien iba a operarte, y le pidió que se encargara de todo.
Claro que te sorprendió verlo. “¿Qué hace aquí, Ismael?”, le preguntaste, llamándole por ese nombre, Ismael, que según tú los había acercado. Tiempo atrás habían iniciado aquella locura de Caza de Letras, un proyecto tan descabellado que cuando se lo propusiste a tu equipo pensaste que iniciaban un viaje tan demencial como el de los balleneros que quieren dar caza a Moby Dick; Javier, sin embargo, tomó tan bien tu idea, se mostró tan colaborativo, que le dijiste, “Bienvenido a bordo, Ismael”, aludiendo al narrador de la novela de Melville, sin saber que ese era su segundo nombre. “¿Cómo sabe que me llamo así? Es un nombre que nunca uso.” La verdad te sorprendió, y por un momento no supiste qué decirle. “Perdón, no estaba enterado, lo dije porque estaba pensando en el narrador de Moby Dick, ¿le molesta que lo llame así?” “No, para nada”, te dijo con una sonrisa, lo que pasa es que no se ha dado cuenta, me llamo Ismael Rodríguez, como el famoso director de cine, y siempre me confunden con él, o creen que es mi pariente, y para no andar dando explicaciones desde hace tiempo decidí que usaría mi segundo nombre, Javier.” “Mire nada más qué curioso”, dijiste, “a mí me pasa algo similar, me llamo Sergi, e igual, para no tener que explicar que es la forma catalana de mi nombre, nomás digo que me llamo Sergio.” Fue una coincidencia más que acrecentó su solidaridad, y por ello, algunas veces lo llamabas así, Ismael, lo que se convirtió en una especie de contraseña amistosa entre los dos. Javier sonrió al escucharte. “El rector me pidió que viniera”, dijo estrechándote la mano.
Para el momento de esa operación ya eras coordinador general de publicaciones, y el doctor Narro te había encargado reformar el sistema de publicaciones de la UNAM, para lo cual habían convertido la Dirección de Fomento Editorial en una nueva Coordinación, dependiente del rector; y tú, por tu parte, habías nombrado a Rodríguez secretario técnico, con lo que se había convertido en tu colaborador más cercano —esa suerte de socio— y la sensación de que los unía algo más allá del trabajo se había acentuado. “Me alegro de que el doctor Narro lo haya llamado”, le dijiste. En esos años habían alcanzado una relación cordial y respetuosa, tanto que nunca abandonaron el trato de usted.
“¿Por qué no aprovechas para comer?”, le dijiste a Anna, “así Ismael me ayuda a avisarle a mis hijas y a los demás que estamos aquí”. Ella todavía tenía un resto de tristeza en el cuerpo, un dejo de desamparo que no podía ocultar. “¿Ismael?, ¿no se llama Javier?”, preguntó. “Es una broma señora”, dijo él, “no haga caso”. Creo que Anna no entendió nada y sólo te dio un beso. “Ahí se lo encargo”, le pidió a Javier, y se fue con prisa. Era una mujer bella, callada, con una perenne melancolía colgada en la mirada. No era fácil dejar de verla.
No tengo muy claro por qué, pero mientras le hablaban a todo mundo fuiste soltando comentarios de cómo te sentías y el temor que te acechaba. Creo que Javier se sorprendió de tu confianza, pues nunca antes lo habías hecho tu confidente. “No tenemos mucho tiempo”, te dijo nervioso, “antes de las siete debe ingresar al quirófano”. Vinieron por ti poco después de que Anna regresara y llegaran tus hijas. Cuando los enfermeros te sacaron, Anna te acariciaba la barba y ellas te decían cuánto te querían. Adalgisa y Milena, tus hijas, eran lo mejor que te había dado la vida, y verlas preocupadas te dolía tanto como las punzadas que se aceleraban en tu vientre. Imagino que hubieras querido tener la mente en blanco, llevabas ya muchas operaciones en el cuerpo, esa iba a ser la quinta o la sexta, habías perdido la cuenta, lo que suscitaba en ti muchos resquemores.
Sonreíste a las chicas y besaste a Anna. “En un rato las veo”, dijiste.
Hasta ahora me percato de que cuando se recuperaban de sus muchas desavenencias, Anna y tú se lamentaban de que perdían el tiempo en discusiones sin sentido; se decían que era una tontería no aprovechar la oportunidad que tenían al estar juntos, y tú no podías evitar que ese pensamiento ocupara tu mente cuando ibas a la sala de operaciones; no habías hecho las cosas bien, te decías, y temías que algo te pasara. Su relación no había sido fácil en el último tiempo, después de un año de relación decidieron formar una pareja formal. Como ambos estaban casados, decidieron confrontar a sus cónyuges y sacar a la luz su amor; una semana después tú te separaste de tu esposa y esperabas que Anna hiciera lo propio, lo que ella intentó enfrentando muchas dificultades, la resistencia y dolor de su marido se enlazó con sus culpas, y de repente se encontraron en una relación aún peor que la que habían tenido en clandestinidad, con ella luchando agónicamente por su libertad, y tú sintiendo que después de treinta años de matrimonio debías asumir ciertos compromisos con tu ex mujer. Ese fue el principio de una serie de tropiezos, conflictos y malos entendidos (en los que supongo no tengo que entrar en detalle), que si bien no los habían separado tampoco les permitió consolidar la pareja que buscaban, pero alcanzaba para que pasaran los fines de semana juntos, el paliativo por el que frecuentemente comentaban que deberían romper ese círculo vicioso y dejar de perder el tiempo, el eslogan que te repetías una y otra vez rumbo a la sala de operaciones.
En esa circunstancia, tengo que reconocer que la cirugía a la que te ibas a someter no te había tomado por sorpresa, desde hacía un tiempo la presentías, algo en tu cuerpo hablaba de un mal inesperado, y ese presentimiento flotaba en medio de las conversaciones que tenías con Anna. Cuando entraste al quirófano, poco antes de que te anestesiaran, te preguntaste si aquel presentimiento no era una premonición de muerte, no de un simple mal sino de la muerte misma, y recordaste todas las veces que le dijiste a tu mujer que un día iban a arrepentirse de no haber aprovechado la oportunidad de amarse. No habías dicho nada en la habitación, ni a tus hijas ni a Anna, pues sólo querías quitar la atención del mundo, de lo que pasaba, de lo que te decían, con el deseo de que tu cuerpo maltrecho colaborara una vez más para poder salir de ese trance. “No es que tenga miedo”, te habías atrevido a decirle a Javier, “pero presiento que ya no tendré oportunidad de arreglar nada”. Sentí tu mirada vidriosa y me llamó la atención el tono quebrado de tu voz, era como si desde algún lugar te estuvieras observando. Tuve la impresión de que por tu cabeza pasaban un sinfín de recuerdos a los que intentabas imponer orden, y que te sentías, más que enfermo, descompuesto, como un carro viejo que necesita arreglo. Estabas obsesionado con ese tema, lo que tenías que arreglar.
En la noche, ya recuperado de la anestesia, enchufado a una botella de suero en que se diluía un fuerte analgésico, Anna te contó que cuando terminó la operación, el cirujano que recomendó el doctor Narro para que te operara le dijo que te habías salvado por poco. “Quince o veinte minutos más y no la cuenta”, había dicho, “el apéndice estaba gangrenado y la pus empezaba a extenderse”. Anna te tomaba de las manos y te veía a los ojos mientras contaba por la que habías pasado sin saberlo. Pensaste de nuevo en Philip Roth, a quien le había sucedido algo similar: frente a los intensos dolores que sentía, su psicoanalista diagnosticó que somatizaba su envidia, pero no, tenía el vientre inundado en pus y pudo morir como sus tíos. Se salvó de milagro, igual que tú, según te informaba Anna. Sus palabras, por curioso que pueda parecer, no te asustaron, al contrario, sentiste que tu cuerpo había colaborado para salir de ese trance, aunque al mismo tiempo volviste a experimentar el sentimiento recóndito que te abatió antes de caer en el sopor de la anestesia: no era pánico, era otra cosa, un sentimiento que te advertía que empezabas a caminar por territorio minado. Había regresado, te diste cuenta, la larga sombra que muchas veces amenazó tu vida; en tu primera juventud había aparecido como la silueta informe de un muchacho a quien nunca conociste, pero que te arrebató el amor de una chica de quien estabas enamorado, y quien tal vez también lo estaba de ti; después fue la de un tirano a quien sólo percibías a través del terror incierto que te acechaba entre los árboles de un boulevard de La Habana, un peligro a punto de materializarse del que supuestamente te salvaste de chiripa, y que te hacía recordar el cuerpo moribundo del tipo que se encerró en su oficina para darse un balazo. Todo aquello, el miedo juvenil y el horror a descubrir el cuerpo de un suicida, ahora era una sombra informe, tenebrosa, convertida en enfermedad, pus, peritonitis, en quince o veinte minutos antes de que hubieras tenido tiempo de identificarla: de tus dieciocho años a los sesenta y dos que tenías esa noche, la sombra había tomado cuerpo en la huella posible de tu muerte, por lo que en un acto de sobrevivencia, de legítima defensa, como se dice, decidiste aferrarte a lo que tenías más cerca, el amor por Anna Fante. Habías sentido ese amor muchas veces, pero el de ese momento fue como una iluminación metafísica, y sin pensarlo le pediste que se casaran. Creíste que así se podrían disipar el malestar de tantos meses (puedes llamarlo depresión, angustia, pavor, horror al vacío, como te venga en gana) y la aprensión naciente que se ocultaba en tu alma.
No me acuerdo bien cómo se lo pediste, todavía estabas bajo los efectos de la anestesia, es posible que te hayas referido a las pláticas en donde se decían que en algún instante, sin darse cuenta, podrían perder la vida y entonces no habría vuelta atrás. “Quiero casarme contigo”, debiste haberle dicho, “lo más pronto posible, apenas me reponga. Acabemos de una vez por todas con las desavenencias y no hagamos nada que nos separe”. Anna te besó, ¿te acuerdas?, no se le había borrado el gesto de desamparo pero te aseguró que ella tampoco quería perder más tiempo. Te llenó de alegría y le pediste que se tendiera en la cama a tu lado. Al día siguiente, de forma igualmente imprevisible, le contaste a Javier (no sé por qué de repente le habías tomado tanta confianza) que esa mañana, cuando Anna se fue, escribiste en tu diario que había sido una noche bendita, una epifanía, y le señalaste un cuaderno que estaba sobre una mesilla, al lado de tu cama de enfermo. Parecía la libreta de un escribano, de un contable como tantos, una especie de Bartleby, quien, aunque preferiría no hacerlo, debe dar testimonio de todo lo que ocurre en su vida sentimental.
En su recuento autobiográfico Los hechos, Philip Roth dice que la espada de Damocles que pendía sobre su familia —la peritonitis— no había logrado acabar con él, lo que le producía una enorme felicidad, sobre todo porque meses después se liberaba del martirio de un largo matrimonio que lo había hecho infeliz. Tú conocías ese texto, Roth es uno de tus escritores favoritos, y como a él te alegraba haberte liberado de la espada de Damocles, y sin embargo, me desconcierta que al revés de él le hayas propuesto a Anna que se casaran la primera noche de tu salvación. Mientras Roth salía de su tormentosa relación conyugal tú te metías en la tuya. Como hubiera dicho tu abuela, los designios de Dios resultan inescrutables. No lo sabías —ni hubieras podido saberlo, ni tenías la inteligencia emocional para intuirlo—, pero aquella operación, o si se quiere, el miedo recóndito que reapareció en tu alma, fue el principio, el anuncio, el signo inefable de que empezaban los doce meses de tu expiación, que tu matrimonio no pudo evitar.
Te casaste con Anna Fante tres meses después, el 16 de diciembre de 2011, cuando empezaban las posadas, esas fiestas que en tu adolescencia eran el inicio de la temporada de los festejos decembrinos. Fue una boda discreta, como siempre habías querido, que se llevó a cabo en el juzgado de Mixcoac, a la que siguió una comida con sus familiares más cercanos, en el departamento que habías comprado en el Edificio Condesa, en el que ya vivías desde el mes de mayo, y que de ahí en adelante sería su hogar. En el lapso que fue de la operación a la boda, le dijiste a Anna que tendría que perdonarte algunas cosas, pero, típico de ti, nunca le confesaste cuáles, ni, la verdad, ella insistió en preguntártelas. Según dejaste testimonio en tu diario, te habías prometido cambiar y entregarte a ella como se lo habían propuesto al principio de su relación, cuatro años atrás. Me pregunto si te dabas cuenta de que no era la situación de entonces, que el ánimo de ella se había desgastado y ninguno de los dos sentía lo mismo. No lo creo, pues te repetías una y otra vez que debías intentarlo, que tenías que romper con tus reticencias e intentar ser feliz con ella. Me imagino que Anna pensaba lo mismo, que la abatía la misma inseguridad que a ti, y aunque tuviera otros motivos se respondía que lo mejor que podían hacer era intentarlo. Así lo hicieron, conscientes de las desventajas que enfrentaban, vacilantes pero dispuestos. En algún momento pensaste que deberían hacer una terapia de pareja, pero no se lo propusiste, y se casaron llevando a cuestas el lastre de sus mutuas desavenencias, ella con la carga de sus sospechas y tú con el continuo temor a sus arranques de ira. Creo que se amaban, pero igual es innegable que con el amor a cuestas sentían que lo suyo era un error, y ese sentimiento los convertía en seres tan culpables como inseguros. La inseguridad de ella quedó patente en el hecho de que nunca se mudó del todo contigo, dormían juntos pero nunca llevó sus cosas a tu domicilio, e iba y venía de tu departamento al suyo con una maleta cada noche. La tuya, tu incomprensible inseguridad, en cambio, se disfrazaba de desconfianza (sobre todo en ti, pero también en ella), desconfianza por la que nunca te permitiste confesarle tus errores y debilidades, pues creías que ella debería conservar la imagen que, suponías, siempre había tenido, y fuiste incapaz de analizar sus sentimientos frente a la boda. Un buen ejemplo es que le dijiste que querías una ceremonia íntima, sin que nadie se enterara; era un anhelo de siempre, hacerlo entre tu pareja y tú para comunicarlo más tarde al mundo entero, era sólo eso, un anhelo sin chiste pero importante para ti, que no habías podido cumplir y ahora te apetecía llevar a cabo, pero como no supiste explicarte (le hablabas con medias palabras), Anna se quedó con la idea de que no querías que nadie supiera que se habían casado.
—No tenía duda de que hacía bien en jugármela por Anna —le dijiste a Javier la noche que murió tu papá—, pero lo que habíamos vivido desde que nos separamos de nuestros cónyuges, me hacía flaquear. Estoy convencido de que lo mismo le pasaba a ella. Estábamos tan ilusionados como inseguros.
Aun así, con tu falta de certeza sentimental, nunca hubieras imaginado que su matrimonio, arreglado tan a las voladas como la operación del apéndice, duraría un suspiro y en menos de tres meses estarían separados. La boda, que debió haber sido un salvoconducto, fue un escalón más en la escalera eléctrica de tu debacle. Mucho menos podrías haber previsto que la muerte de tu padre, un año después, sería el último peldaño de aquella cadena de infortunios.
En los meses que siguieron —los de tu viaje a las tinieblas— muchas veces recordaste a tu papá en la boda, sentado en un rincón del departamento, alegre y desparpajado; en un momento le dijo a Anna que ahora sí era parte de su familia, que le daba mucho gusto pues desde que la conoció la había querido; para después, gracias a que ya se había tomado cuatro cubas, preguntarle a tu hermano Gabriel a quién estaban festejando. “A tu hijo”, le contestó él, “se está casando de nuevo, un digno miembro de tu familia”. Tu papá rio, es posible que no supiera por qué, pero se rio. Había algo en su mirada, un quiebre de voluntad que indicaba que su viejo corazón estaba tocado, que ya no tenía vigor para vivir tantas emociones como la que en ese momento, en un vaivén de su memoria, abarcaba la vida entera.
Sí, ya no era el corazón que siempre había tenido, y una noche del siguiente septiembre, a nueve meses de aquella boda, después de ir al baño y dar el grito que escuchó la vecina del ocho, lo traicionó de una vez y para siempre. Quizá pensó en cada uno de ustedes, sus hijos, a los que tanto había amado, pero la fuerza de su corazón se había agotado.
Esta noche, sentado en el sillón de tu padre, en el que has permanecido con un vaso de güisqui en la mano, volviste a recordarlo en la boda y evocaste el buen humor con que siempre vivió. Todo te pareció lejano, inasible, como si se hubiera perdido en el tiempo, como si los meses transcurridos tuvieran una consistencia gelatinosa o estuvieran hechos de un tiempo sin tiempo.
—Ha sido mi annus horribilis— habías dicho con la intención de que Javier Rodríguez te escuchara pues se había quedado tras la puerta por si algo se te ofrecía—. Pásele, Ismael. ¿Quiere un güisqui? Sírvase por favor. Acompáñeme.
ÁSS