Claudio Magris: “La literatura es paseante y a la vez contrabandista”

Entrevista

El viaje y la escritura son los ejes de esta charla en la que también destaca la experiencia inevitable del duelo

Claudio Magris. Foto Joan Cortadellas
Guadalupe Alonso
Guadalajara /

Es noviembre, el sol pega a plomo un sábado al mediodía en Guadalajara. Es el año 2014 y ha pasado poco más de un mes desde la tragedia de los 43 normalistas de Ayotzinapa. El tema ocupa todos lo espacios, el de la poesía y las conversaciones de sobremesa; el de los discursos de intelectuales y las manifestaciones en la calle. No hay actividad donde no se cuele la rabia y el desconcierto ante este hecho ominoso. Ese sábado, el italiano Claudio Magris recibe el Premio FIL de literatura en lenguas romances. Alto, corpulento, va de traje y corbata, con el pelo desordenado, y esa mirada siempre melancólica. Lee un texto sobre los colores de la escritura: la que da voz a la tragedia y al horror de la vida, pero también a su encanto; la que informa sobre el mundo y denuncia las injusticias; la que se practica en defensa del ser humano.

Nacido Trieste, de espíritu fronterizo, Magris es el viajero infinito, el que encontró la fuente del Danubio, el discípulo de Italo Svevo, el caminante, el que contempla el mar y se sienta, solitario, en el café San Marcos a “garabatear algunas páginas’. Hay libros que nos marcan y autores con los que firmamos un pacto. Claudio Magris ha sido uno de ellos. Me reúno con él ese mediodía, para continuar una conversación que comenzó hace muchos años.

Vivir, viajar, escribir. Acaso el triángulo que conforma su vida. Para usted el viaje tiene dos momentos: un modo de conocer la realidad y un motor de la escritura. 

Son dos componentes fundamentales. El viaje para descubrir el mundo, que es también el descubrimiento de uno mismo. No vamos de paseo para encontrarnos, pero nuestra personalidad define nuestro modo de ver el mundo, de comprenderlo o no; de la capacidad de convivir con los demás, de entrar a diversos mundos que pueden fascinarnos o nos desconciertan. Nuestro modo de ser consiste mucho en esto, no somos seres aislados, hay que mirar a los otros, a los paisajes, los paisajes culturales, ponernos a prueba, abrirnos a los nuevos valores, saber cuáles deberíamos aceptar y cuáles rechazar conservando los nuestros. El viaje es la odisea en la que se va en busca de uno mismo, pero no por amor narcisista, sino porque tenemos la capacidad de mirar a los otros. Es como la amistad o las relaciones sentimentales, donde no se piensa en uno mismo, sino en las personas. Y el modo como se vive ese encuentro es esencial. El viaje puede ir bien o mal, como la vida. A veces verificamos nuestra incapacidad de entender, pero hay ciertos lugares que nos hablan —y por lugares entiendo también a las personas, porque un lugar no es un paisaje desierto—, hay lugares que nos hablan, porque conocemos lo sucedió ahí. La habitación donde murió Kafka nos habla, porque sabemos que ahí murió. Y hay lugares que permanecen mudos porque en el diálogo, el límite del viajero y del encuentro mismo, no siempre permiten la cercanía. El viaje es también el motor de la escritura, porque la literatura es, al mismo tiempo, un paseante y un contrabandista, más paseante que contrabandista. Descoloca fronteras y construye otras; se abre, se cierra. El viaje mismo es, para mí, como el movimiento de la mano que escribe y el pie o la pierna que camina, porque el verdadero viaje es el que se hace a pie, cuando se recorren las calles y se mira a la gente, cuando uno se maravilla o se intimida.  

Dos viajes literarios permean su obra, la Odisea, de Homero, y el Quijote.

Son dos obras inmensas que contienen e integran el mundo. Tienen algo en común y también son distintas en cuestiones de cultura, de historia, de los milenios que han pasado, pero ambas siguen vigentes. Homero, es más contemporáneo que Joyce, por ejemplo, porque el viaje en Ulises, es circular. Leopold Bloom regresa a casa y, al final, se confirma su identidad. Han pasado muchas cosas, el Cíclope lo ha maltratado, la mujer lo traicionó, pero su personalidad, su deseo de ver al hijo, su melancolía, la fractura del matrimonio mismo, todavía tiene algo de sagrado, y él se queda en casa. Ulises, de Homero, en cambio, regresa a Ítaca, pero llega derrotado. Tan es cierto, que en esa página, una de las más bellas jamás escritas, después de haber recuperado su poder, hace el amor con su esposa, veinte años después y, en este coloquio conyugal, en la cama, él dice: “Debo partir de nuevo”, y desaparece. En Don Quijote, pareciera suceder lo opuesto. Él también sale, se va a caballo, no importa que su ruta sea corta. Al final regresa, y vuelve aparentemente herido. Ha recobrado el juicio, ya no cree en los molinos de viento. Y es un final terrible, porque Sancho Panza, que siempre lo ha desmentido, se pregunta: “¿Y ahora qué hago sin la princesa Micomicoma, sin todo lo demás.” Y en este sentido, es otra odisea terriblemente abierta porque te deja con el deseo de otra salida que no existe, que no puede ser.  

Y esto es fundamental en la literatura, porque tiene que ver con el tiempo. 

Dostoievski decía que si al final de la historia Dios le preguntara a la humanidad: “¿Qué habéis sacado en limpio de vuestra vida y qué conclusión definitiva habéis deducido de ella?” Los hombres podrían mostrarle el Quijote y él diría: “Bien, eso es suficiente.” 

Usted ha reflexionado sobre el europeísmo y la lucha contra las fronteras, y se refiere al viaje como reafirmación de la identidad. Estos temas han adquirido mayor relevancia en un mundo marcado por las migraciones.

Está el problema de la frontera, la nacional, la lingüística, la ideológica, religiosa, social, que además es una frontera invisible. Las fronteras cambian, no solo a causa de las guerras y los acuerdos que las mueven, sino que hay otras. Cuando yo era joven la frontera que me marcó fue la Cortina de hierro, sobre todo en los primeros años de la posguerra. Nací en 1939 así que en los años 47 a 48, de niño, iba por el Carso, una frontera muy cercana a mi casa, porque Trieste es una ciudad pequeña. La Cortina de hierro era la frontera infranqueable por excelencia, detrás comenzaba el mundo de Stalin, un imperio amenazador, oscuro, inquietante, sin embargo, eran países que yo conocía bien porque habían sido parte de Italia hasta el fin de la guerra. Entonces, que del otro lado de la frontera hubiera un mundo hostil, otro mundo, me causaba miedo, y esto fue importante para entender que la frontera es muro pero también puente, que lo lejano está cerca.

Pero, como decía, hay otras fronteras. Por ejemplo, las fronteras en Trieste, por citar mi ciudad, ya no son los límites con Eslovenia, son las fronteras invisibles que dividen a la población: los migrantes que llegan de quién sabe dónde, y no sabemos si viven libremente vendiendo sus cosas o son traficantes. En el atravesar las fronteras es necesario abatirlas dentro de nosotros, pero también defenderlas. Cuando existen fronteras morales, el verdadero problema es entender, sentir cuándo debemos abrir nuestras fronteras. A veces encontramos nuevos valores, diferentes de aquellos con los que crecimos, que nos provocan rechazo, y que sin embargo, deberíamos integrarlos. Así, también hay cosas inaceptables a las que tenemos que decir: “No”. Hay usanzas, tradiciones, costumbres religiosas, sexuales, que debemos descubrir, pero otras que no podemos permitirnos. Todorov tiene una página excepcional, dice: El problema del mundo hoy es unir un máximo de relativismo ético que nos permita encontrar las diferencias más alejadas de nosotros con un mínimum, con un cuantum, no discutible de valores, poquísimos, pero no negociables, fronteras que debemos proteger y defender. Este es el problema que ha crecido a raíz de la creativa y desconcertante mezcla de valores.

En sus colaboraciones para el Corriere della Sera, trata asuntos ético-políticos. ¿Considera que un escritor debe asumir cierta responsabilidad frente a la política?

Creo que las responsabilidades políticas no le conciernen a los escritores. Les conciernen en cuanto hombres o mujeres, en cuanto ciudadanos. El escritor no es una especie de cura que se las sabe todas y tiene más deberes o más autoridad moral. Los problemas de la vida, de la gente que sufre, del mundo alrededor de nosotros, la existencia, los hospitales, la seguridad, el trabajo, la libertad, no le conciernan más a un escritor que a los demás. Y tampoco es cierto que los escritores sean más sensibles. Piense en cuántos grandes escritores a los que seguimos admirando fueron fascistas, estalinistas, nazis, a veces demostrando no saber nada de la política entendida como polis, porque la vida de la ciudad, de la comunidad, la cualidad de mi vida no termina en los límites de mi cuerpo, forma parte del mundo que me rodea, y ahí está nuestra responsabilidad. Luego, cada uno la enfrenta con sus propios medios. Se puede hacer escribiendo, pero siempre con el sentido de la propia humildad, porque los escritores no son como las imágenes de Jesucristo con el corazón en la mano, no siempre son mejores que los demás. Un gran poeta a quien conocí, Czesław Milosz, Premio Nobel polaco, escribió: “Los poetas a veces tienen el corazón frío. Cuando escriben un poema sobre el sufrimiento de un niño, son capaces de conmoverse más por las rimas de su poesía que por el dolor del niño.” Fue un gran poeta que puso en guardia al narcicismo poético. 

La literatura muchas veces nos abre la puerta hacia una mejor comprensión de la realidad. ¿Qué sentido tiene en momentos como los que vivimos hoy en México, un país azotado por la violencia y el crimen? 

La literatura tiene la gran capacidad de tocar con la mano, hacer sentir vivamente los grandes problemas, las tragedias, la injusticia que, de otro modo, permanecen en lo abstracto. Por ejemplo, el estallido de estudiantes en México lo leí como cualquiera, en los diarios. No es que deje de reconocer la dimensión del hecho, pero de haberla visto, me habría involucrado más. Debo decir que leyendo ciertos libros entendí, a través de los personajes y la historia, algunos de los grandes problemas de la condición humana. Es como hacer cuentas con la historia. Por ejemplo, ver qué sucede en la vida de un desempleado, cómo se bloquea la posibilidad de cultivarse, de crecer, de vivir su vida sentimental, y esto la literatura puede hacerlo, pero sin deberes morales. Cuando Joseph Conrad escribe Lord Jim, no invita a formar sociedades de salvamento para la gente que se ahoga, pero nos hace entender, sin proponérselo, el significado de ser valientes o viles. Entender que si dejamos morir a alguien con indiferencia, nuestra vida se convierte en una fuga destructiva, como en Lord Jim. La función moral de la literatura no es predicar, sino contar historias que, sin tener un contenido social o moral, nos permitan entender ciertas cosas. 

Usted ha dicho que se escribe también para exorcizar un vacío, para buscarle un sentido a la vida. Para luchar contra el olvido, con el deseo de salvar los rostros amados de la abrasión del tiempo, de la muerte. Vivió una experiencia dolorosa por la pérdida de su pareja, Marisa Madieri, ¿podríamos hablar de un viaje en el ámbito personal y en el literario?

Es muy difícil hablar de esto. No me opongo a contestarle, pero es difícil. Se puede escribir de manera indirecta, metafórica, para entenderlo, pero digamos dos cosas: después de sucedida, la muerte significó convivir con una ausencia que fue parte constitutiva de mi vida. No significa, sin embargo, la inexistencia, y esto vale también para personas no tan importantes en mi vida —aunque me importan— como ciertos amigos, las personas amadas que contribuyen a hacer de nosotros lo que somos. Luego está la falta de esa persona, a veces más fuerte que uno mismo, y la experiencia del trayecto hacia la pérdida, cuando no aún sucede, pero está por llegar. Y ahí depende mucho de la personalidad de quien está viviendo ese último viaje y cómo influye en quien la acompaña. Estuve muy herido, no solo en la parte afectiva, sino en la estructura de mi personalidad. Busqué expresar esto indirectamente en un texto teatral, La exposición. Hice este viaje, por llamarlo así, dos meses antes de que sucediera. Pasamos un verano maravilloso en una isla, tan felices como siempre; por otro lado, tuve una recaída neurótica, también fangosa, porque cuando se atraviesa la oscuridad todo se vuelve peor. Tuve miedos que no tenía, era más fastidioso, más pedante, más temeroso, en fin, algo muy difícil. 

Marisa Madieri escribió un hermoso libro, Verde Agua,¿ aún lo acompaña? 

Sí, claro, y todos los libros escritos por otras personas que no conocimos pero compartimos. Verde agua, en particular, no solo porque lo vi nacer, sino porque contiene mi vida más de allá de lo que he escrito. Si tuviera que llevarme un libro que mostrara quien soy, mostraría este, si bien la mía es una presencia secundaria. El libro es un homenaje a la vida, pero no sentimental, tampoco especialmente optimista, así era Marisa, nunca se dejó intimidar por lo que estaba sucediendo, lo sabía muy bien, y decía: “No me quiero dejar engañar por la muerte, no quiero ser una mujer traicionada”. De hecho, escribió sus relatos sin prisa, sin el ansia de terminarlos antes de morir. Su fortaleza nos permitió a mí y a mis hijos vivir mucho mejor. Cuando se perfiló el inexorable final, dijo: “Esto no nos arruinará. La vida debe continuar porque no vinimos al mundo a hacer sacrificios, sino también a divertirnos.” 


Esta entrevista fue realizada en noviembre de 2014 en Guadalajara.

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